En este breve ensayo se rechaza la afirmación divulgada por partes interesadas y que ha sido tácitamente aceptada oficialmente de que los restos de época romana descubiertos en Irún, correspondan al gran puerto histórico de Oiasso. Para ello se aportan argumentos toponímicos y fisiográficos, de dinámica litoral y social, de prácticas mineras de la época así como criterios de navegación y de construcción de obras civiles e ideas esenciales de logística.
Las referencia geográficas de los cronistas romanos, son salvo contadísimas ocasiones los apuntes corregidos de sus becarios o meritorios sobre las referencias oídas por comerciantes a marineros de diversa naciones y finalmente “copiadas” entre ellos, es decir, son citas de tercera o cuarta mano. En cuestiones imprecisas, hay que cogerlas con pinzas y tomar de ellas solo aquello que rezume coherencia; hay que trabajarlas.
Ante la escasez de citas concretas para Euskalherría y dadas las luchas encarnizadas entre “expertos” por ser el primero (o la primera) en clavar la alfiler hasta la bola en alguno de los lugares que faltan por identificar, lo más sonado y menos replicado últimamente ha sido el Puerto de Oiasso, hito que ha pasado sin pena ni gloria para el público, pero no para los que han conseguido contratos continuos para acopiar miles de trozos de cerámica o para dirigir un museo “sin musas”.
Como en un plazo corto no es ni será fácil de encontrar la campana de la lonja del puerto, no podremos saber si es cierto lo que nos juran sus promotores por ser muy vanas sus pruebas; lo grave es que teniendo algunos de nosotros fundadas sospechas de que ese estuario no era apto para un puerto de comercio minero y transaccional a gran escala, como consecuencia del hecho de la aceptación general de Irún como Oiarsso, se dejarán de prospectar otros lugares a los que se debería haber dirigido una búsqueda guiada por verdadera inteligencia.
La Toponimia no ha sido determinante hasta ahora porque no se han utilizado masivamente las raíces del Euskera que en número cercano a dos mil están disponibles desde 2017 en “El ADN del Euskera en 1500 partículas”, así, tal como se ha explicado recientemente en Eukele.com, la denominación del río Bidasoa que los promotores usan como una prueba capital de su postulado, nada tiene que ver con Oiasso, sino con el adjetivo “asó”, fijo, inamovible, en referencia al tramo de este río entre Santesteban y Biriatou, cauce profundamente encajado entre rocas muy elevadas, por lo que las vías talladas en sus dos orillas han permanecido invariables desde épocas remotas: “Bide aso a”, el camino invariable.
Igualmente, Oiarzun es un topónimo difuso que fue inicialmente nombre de un corto pero muy interesante río (“oi ar zun” o abundantes hoyas de piedra), al final de cuyo curso se formó a partir de una falla y por la rápida elevación costera el profundo canal de “pasa aia”, corredor entre rocas y camino de entrada a la ensenada interna, cuyo fondo portuario antes del desarrollo reciente que comenzó con el establecimiento de Rentería, se llamaba Oiarzun, como el río.
El río acabó prestando su nombre al entorno de Eleizalde con su agrupación dispersa de caseríos alrededor de una iglesia y posteriormente a todo un ámbito municipal, nombre que el desinterés actual relaciona solo con el núcleo urbano de Oiartzun.
El lugar minero conocido como Arditurri tomó su nombre del arroyo de igual nombre que en general suele ser traducido por “Fuente de la oveja”, traducción que no sigue la lógica euskérika que solo en época reciente ha relacionado animales con lugares, así que comparando la frecuencia equilibrada con que aparecen componentes de los tipos “ardi-arti”, se cree más adecuada la traducción según “fuente del encinar”.
Respecto al nombre de Irún, ahora ciudad, pero anteriormente todo un entorno de marismas en el estuario contiguo del Bidasoa, es una denominación aparentemente insignificante, pero que en sus cuatro letras lleva el recado de advertir que su zona ha sido desde la asignación del nombre (quizás seis u ocho mil años) un entorno de marisma, es decir desde aguas abajo de Biriatou, lugar donde deja de apreciarse el efecto de las mareas, hasta lo que hasta hace poco era Playaundi, había un ámbito de isletas inter mareales limitadas por numerosos canales que merecía ese nombre de aguazal, entorno de marismas, explicación apoyada en “ür une”, “ir un”, que se detalla en otro ensayo reciente de Eukele.com. En el plano adjunto de principios del siglo XIX, en azul, el agua en marea baja; en beige, las playas.
Es imprescindible conocer la dinámica litoral singular que se mantiene estable a lo largo del Holoceno para explicar algunos fenómenos que intervienen en condicionantes para la navegación: La costa cantábrica oriental está en esa emersión que ha formado las crestas de Jaizkibel y Ulía y la fosa de Antxo que antaño enlazaba con Irún siguiendo la línea de lo que ahora son solo los arroyos de Eute y Araso, pero los gradientes de elevación no son iguales en todas partes, mientras la elevación del nivel del mar es más regular.
Esto provoca diferencias relativas entre la navegabilidad de algunos lugares pero la corta distancia entre los ríos Bidasoa y Oiarzun, (que no llega a nueve kilómetros) permite suponer que hace dos mil años sus dos estuarios presentaban situaciones semejantes.
Quizás el más importante de estos fenómenos es que todos los estuarios vascos acusan la corriente litoral dominante de poniente, por lo que las arenas y limos de origen continental y marino que se encuentran en las bocanas (lugares de menor energía que los cabos), se van siempre hacia oriente, creando unos puntales o playas alargadas inmensas en la margen derecha de sus rías, que en algunos casos y según fuera el balance entre temporales y riadas, cegaban durante meses el exiguo cauce con las antaño temibles barras y en otros casos permitían apenas unos estrechos y someros canales que solo los prácticos y amarradores de los puertos (en Portugalete se llamaban “Jarrieillak”) podían navegar y guiar a los barcos extraños con garantía.
Pero los dos estuarios en cuestión, participaban de condiciones muy diferentes en su aproximación y boca: La aproximación al cabo de Higuer, daba sondas bajas de arena, por lo que las mares “rompían pronto”; doblado el cabo, el estuario del Bidasoa presentaba una gran playa que partía de Endaia y cuyo extremo o morro llegaba a unos pocos metros del fondeadero de San Telmo, playa que en bajamar presentaba un aspecto como el de esta figura de principios del siglo XIX, pero que en pleamar podía engañar a un navegante no advertido, que ignorante de la forma del canal, podía varar de no seguir estrictamente el estrecho y cambiante camino que se formaba a la parte de sotavento de la playa o barra y perder embarcación y vidas.
La entrada (“pasa aia” paso de las peñas) en la bahía de Oiarzun o Antxo, en cambio, tenía a favor sondas de más de treinta metros a solo media milla de una bocana que no tenía una playa peligrosa en frente sino que consistía en un estrecho profundo y seguro canal de alrededor de veinte metros de sonda entre montañas protectoras, que contando desde las “bantxak” o rocas sumergidas exteriores hasta el interior de la bahía, suponía una milla escasa con rumbo fijo. Superado el canal, la forma de la bahía estaba marcada por la tectónica citada arriba, la que había elevado el Jaizkibel, extendiéndose, por tanto, de Este a Oeste como esta cresta montañosa que muchos consideraban –erróneamente- continuación de los Pirineos, el “Summus Pyrenaeus”.
Una bahía muy protegida de temporales y a la que aportaban agua tres ríos; el mayor el Oiarzun, surtido por las faldas de las Peñas de Aia (peñas de la peña), uno de los puntos de mayor pluviosidad de la península. En la imagen siguiente, de principios del siglo XIX, se han coloreado en azul las zonas con agua permanente y en beige las playas que quedaban cubiertas en las pleamares.
Los tramos de costa marcados en rojo son aquéllos en que la presencia de rocas o un talud muy fuerte de la playa hacía más fácil el atraque de embarcaciones, lugares que luego se transformaron en astilleros y arsenales para surtir a la corona española de naves de guerra y galeones de uso mixto, iniciándose en ellas una urbanización que actualmente ha desfigurado toda la línea interior de costa.
No puede caber duda de que antes de servir a estos grandes clientes, una bahía como la de Oiarzun que en conjunto se conocía como “Pasajes”, dotada de excelentes condiciones de acceso y abrigo ha construido balleneros y otras naves pesqueras o comerciales y no puede extrañar que los agentes económicos de toda época hayan podido conocer las marcas de entrada y negociar el acceso a una bahía inmejorable para la arribada y estancia, para avituallamiento, negocios, manejos de tropas, etc.
Las cuestiones relacionadas con la utilidad de la navegación para la economía de las naciones merecerían por sí mismas un complejo tratado que describiera el larguísimo proceso diacrónico que ha tenido lugar en el mundo a través de todo el Cuaternario y que ha presentado infinidad de matices según las influencias desde las latitudes de los lugares hasta los climas y regímenes de vientos, pasando por los grados de continentalidad, o de talasofilia de pueblos y naciones y sus regímenes políticos.
Se sabe que los primeros ensayos de navegación sucedieron por el deseo de atravesar ríos, canales y estrechos y que los primeros ingenios se basaron en pellejos de animales curados, cosidos, sellados e inflados combinados con armazones de varas elásticas en diversas tipologías. También se sabe que el mar era antaño riquísimo y que estando a flote no había mayores problemas para dotarse de peces, aves y tortugas que se podían “comer y beber”.
Igualmente se sabe se sabe que aparte de remos, las velas formadas con tripas de cetáceos y otros mamíferos marinos fueron muy tempranas, como lo fueron pequeñas velas submarinas para aprovechar corrientes bajo la termoclina… Todos estos materiales son muy putrescibles y solo han quedado muestras mínimas de los mismos, muestras que han comenzado a ser más habituales desde que las embarcaciones se han hecho de madera, pero aún así, lo que se puede demostrar con pruebas físicas es escaso, siendo de gran ayuda la ayuda del Euskera en la etimología de elementos de uso marino.
Lo que si es evidente, es que los puertos tal como se conciben hoy con diques de abrigo, muelles comerciales, enlaces con otras formas de transporte y todo tipo de servicios, apenas tienen tres mil años. Antes o en escalas menores, las embarcaciones no precisaban de construcciones civiles ni necesitaban estar protegidas para ser eficaces. En mares “interiores” o con pocas mareas, como el Mediterráneo, las embarcaciones de madera movidas a vela, varaban en resaltos de las playas llamados “grao” (del Euskera “gara o”, alto relativo) y allí mismo descargaban o intercambiaban sus mercancías con otras embarcaciones similares, allí carenaban, se abastecían o esperaban hasta que se dieran las condiciones adecuadas para partir.
Los únicos servicios requeridos solían consistir en bueyes para el izado y amerizaje, aguadores y suministros de cabuyería o materiales de reparación.
Poca gente sabe que la aparentemente absurda forma picuda de las ánforas estaba perfectamente diseñada para dejarlas clavadas en la arena de la playa, lo mismo que a bordo, donde se hincaban en la arena del lastre, pudiendo añadir arena a sus cuellos para llegar a tres y más filas de estos recipientes hasta formar una “masa unitaria” que conjuraba la mayor amenaza de la navegación, el movimiento de la carga y si el barco naufragaba, permanecían así durante milenios.
El varado en playas era aplicable para embarcaciones de hasta diez a doce metros de eslora, un metro o metro y medio de calado, un solo palo y un desplazamiento máximo incluido lastre de unas diez toneladas. Las embarcaciones romanas (copias modificadas de las fenicias y cartaginesas) para asuntos comerciales, eran “muy mangudas”, llegando a tener mangas de cuatro metros para doce de eslora, lo que las hacía muy torpes, lentas y poco ceñidoras, aunque buenas para varar sin necesidad de puntales y eficaces para el transporte en mares “menos bravas”..
Cuando las exigencias comerciales y de imperio plantearon el paso a escalas superiores, el modelo de pequeño mercante romano multiplicó su tamaño por tres pero conservando las proporciones dimensionales, resultando barcos serios, que ya necesitaban instalaciones portuarias, al menos las básicas como muelles de amarre, aguada y áreas de carena o astilleros. Ya no valían para varar.
Este cambio de escala solo era apto para entes o ciudades ricas que podían permitirse costosísimas obras marítimas. Es obvio que los agentes más modestos siguieron utilizando los “graos” en el Mediterráneo (y las ensenadas con sus “aijenak”[1] en la costa cantábrica), como se puede ver en numerosas escenas de pescadores en cuadros costumbristas del siglo XIX, pero también en fotos de principio del XX con transporte de naranjas hasta los barcos fondeados, como en la imagen siguiente.
Hay excepciones donde la morfología de la costa lo permite, que la coincidencia de zonas de abrigo con calados suficientes y materiales rocosos trabajables, permitieron la existencia temprana y puntual de muelles sólidos para las labores de carga y descarga con obras no muy complicadas. En estos casos, los barcos atracaban en el muelle para las labores imprescindibles y luego permanecían anclados en las cercanías. Los diques de abrigo llegaron mucho más tarde.
El muelle también se ensayó en otros entornos con bordes o costas formadas por limos y arenas; tales lugares pudieron ser objeto de construcciones pesadas tan costosas como las destinadas a muelles comerciales en roca, pero siempre que un paso inicial fuera la hinca de pilotes, labor muy ingrata y compleja que consistía en acarrear troncos rectos y sanos talados en el momento adecuado, afilarlos y endurecer sus puntas al fuego, zuncharlos, ponerlos de pie en los puntos que determinasen los expertos y luego irlos clavando en el fango mediante la colocación de caballetes (como pequeñas torres petrolíferas) dotados de guías por las que corría una gran piedra que se elevaba mediante el tiro de bueyes y luego caía sobre la cabeza del pilote como se muestra en el dibujo adjunto.
Estos ingenios se llamaban martinetes y eran aplicados solo en lugares muy especiales porque exigían gran inversión de materiales y salarios y solo se acometían pensando en una duración muy larga, definitiva.
Labor ingrata, compleja, sucia y peligrosa, porque además de la fatigosa tarea de desmontar el caballete para llevarlo a la localización del siguiente pilote, durante el trabajo eran muy frecuentes inconvenientes que iban desde la desalineación del pilote hasta la rotura del mismo (teniendo que extraerlo) o la caída del castillete, todo ello en un entorno de gran dificultad para el movimiento.
Una vez hincados los pilotes que quedaban muy fijos, monolíticos, por haber “pinchado” en sedimentos consolidados y había garantía para dragar a un lado y edificar sobre ellos e incluso para que la obra durara siglos y que llegara a ser de uso casi perpetuo, porque si la zona expuesta al aire se cuidaba, la profunda no se corrompía por la anoxia del fondo.
Como alternativa de urgencia o para objetivos cortos, de guerra o de emergencia, se solía usar la técnica de “parrilla”, consistente en tender vigas de gran dimensión sobre el fango superficial y sobre ellas otras sucesivamente menores de forma ortogonal, rellenando los “pozos” intermedios de ripio que acababa siendo el pavimento final.
La obra encontrada en las excavaciones de Irún es de este tipo, lo que explica que el periodo para el que se ha datado actividad sea muy corto (para el siglo II ya no había uso). Este tipo de obras solían responder bien en un plazo corto, pero a la larga, por las sobrecargas muy superiores al peso del fango extraído, iban hundiéndose poco a poco con un fenómeno parecido a la solifluxión, basado en que ciertos sustratos de consistencia pastosa, reaccionan como un sólido a los golpes fuertes, pero una carga sostenida los hace comportarse como líquidos y “se tragan” lo edificado sobre ellos.
Por otra parte, el estuario del Bidasoa, además de presentar en su fondo (zona de Irún) calados muy modestos, sorprendía a su entrada desde el mar con una barra divagante que era impracticable con mala mar, vientos inadecuados o mareas muertas.
De todos es conocida la existencia de fondeaderos como el de Higuer en casi todos los estuarios de este tipo ( Zierbena en Bilbao, Matxitxako para Mundaka-Gernika, Insuntza en Lekeitio. …), pero el permanecer al ancla era una opción detestada y peligrosa. Todo esto quiere decir que hasta que el vapor permitió acometer dragados descomunales y hubo financiación y decisión para complementar los dragados con obras destinadas a cambiar la configuración de los depósitos que cegaban los pasos principales, la entrada en este tipo de “puertos interiores” estuvo limitada a embarcaciones “menores” del tipo de las que varaban en graos.
Embarcaciones de estas características no necesitan puertos porque intercambian sus mercancías estando abarloadas “a flote” o varadas entre pleamares en la arena y son adecuadas para pequeñas operaciones de cabotaje entre puertos cercanos pero es impensable que salieran a circunvalar la península llevando cargas de alto valor y muy pesadas, objetivo para el que serían necesarios barcos de –al menos- 25 metros y dos o mas palos, calando hasta tres metros en la orza y con una obra viva menos panzuda que hiciera segura la navegación en mares como el Cantábrico.
La complicada logística que se formó en torno a los complejos mineros desde la época calcolítica, se multiplicó cuando el objetivo fue el hierro. En el caso de Arditurri hay citas e indicios que señalan numerosos metales-objetivo y menas valiosas: Galenas, plata, cobre, zinc, carbonato de hierro… lo que explica la dimensión y diversidad de sus galerías y el volumen de las montañas de estériles o menas pobres, a menudo confundidas con colinas naturales.
El complejo minero que se localiza principalmente en el cuarto cuadrante del complejo de Aia, contó desde los comienzos de la explotación con el agua abundante del arroyo Arditurri y con el carbón de los densos bosques, dotaciones que hacen pensar en que en los primeros tiempos, el tratamiento de las menas y la colada de los metales fundidos se haría a pie de mina.
Es posible que la explotación masiva comenzara con el interés de Roma en esos metales y que el imperio invirtiera cantidades importantes, primero para tener una flota apta para el Cantábrico y luego para crear puertos, calzadas y las numerosas instalaciones necesarias para el cambio de escala de la explotación.
En este momento entra en juego la economía proyectada en la logística, que apunta cualquiera que sea la hipótesis, a preparar todo este entramado en la dirección de la cuenca de ese arroyo que tan pronto como se funde con el Tornolako, ambos pierden su nombre a favor del –ya río-, Oiarzun.
Esta cuenca muestra la máxima actividad minera, de la cota 160 hacia abajo, haciendo relativamente fácil el acarreo de las menas brutas o ligeramente refinadas hacia puntos cercanos a las zonas de influencia de marea a las que podían llegar los barcos de los clientes, como el meandro de Arragua (alrededor de la cota 10) y la explanada que luego se llamaría Rentería, ya a la cota 5.
El camino debió de ser cómodo para los carros, hasta el punto de que en cuanto llegó el ferrocarril, por él se construyó a principios del siglo XX un tren minero sobre vía ¾ de metro, del que hay una fotografía de la segunda locomotora y que terminaba en un cargadero “en cantiléver” (como el de Saltacaballos) en el muelle de Antxo (ver imagen). El desarrollo, de unos 8 kilómetros era una continua pendiente por lo que ni los animales primero, ni el tren después tuvieron que esforzarse para llevar los lingotes o los minerales a las zonas de venta, embarque o procesamiento. En verde en el Mapa siguiente.
La alternativa de llevar el mineral o los lingotes a Irún (indicada en rojo en el mapa siguiente), se topa con numerosos inconvenientes; el más importante es la necesidad de salir de la boca de mina subiendo para superar la loma entre Beltzaitz (500 m.) y Mualitz (420) a través de un camino de cabras para encaminarse a la marisma del Bidasoa siguiendo un camino quebrado paralelo al arroyo Malkorreko Erreka y acercándose a los doce kilómetros llenos de complicaciones.
Si es probable que el final de la calzada de Tarraco a Oiasso coincidiera con el río Bidasoa y que su tramo final, desde Bera lo hiciera por la margen izquierda, pero eso no quiere decir que terminara en las marismas de Irún, sino que podría seguir al pie del Jaizkibel hasta la bahía de Oiarzun.
Si se ha de tejer una conclusión que se apoye por una parte en la dimensión que debió tener el Puerto de Oiasso según su importancia estratégica basada en el binomio de exportación de metales (hierro, cobre, zinc y plata) para la urbe además de ser una base militar de auxilio y en la ponderación de las condiciones descritas aquí para uno y otro río, lo descubierto en Irún no pasa de ser una sucursal sin perjuicio de que haya restos de otras instalaciones auxiliares, conserveras, etc, incluso en lo que fue durante milenios el puerto pesquero de Fuenterrabía, hoy rellenado y transformado en parque, pero el puerto original y la ciudad (anexa o segregada) que se le suele suponer de Oiasso, han de estar debajo de las extensas urbanizaciones que desde el desagüe del Oiarzun en la bahía de Pasaia conforma el arco desde Lezo, hasta Rentería y Antxo.
[1] “Aijen” que significa “liana”, era un locativo utilizado en Bermeo hasta los años cincuenta y se refería a un lugar de amarre a tierra y a boya, reservado para cada embarcación.