Alcalá de los Gazules
Uno de los lemas a los que recurro frecuentemente para animar a los jóvenes para que se inicien en el análisis de la Toponimia, es el de asegurarles que muchos de los nombres de lugar tienen un significado guardado durante siglos o milenios, que parecen estar deseando comunicarlo.
Esto se cumple a veces sorpresivamente, como por casualidad gracias a la intuición y otras, ronda durante mucho tiempo en la cabeza con nombres como Alcalá de los Gazules, el bello pueblo gaditano a orilla del Barbate, que muchos aficionados a este “arte” sentimos que trae mensaje, pero que pueden pasar años hasta que se encuentre la punta del ovillo y se pueda devanar su lana.
Anoche leía cómo dos compañeros del grupo Lengua Ibérica comentaban acertadamente uno de los recados que este topónimo parecía traer y me he apuntado a su esfuerzo para confirmar que sí, que este Alcalá trae un mensaje salado y triple sino doble; lo trae en el prenombre y en la cola.
Empecemos por la cola, “Los Gazules”, para entrar luego de lleno en uno de los mitos culturales españoles, “Alcalá, el Castillo”.
En Alcalá de los Gazules ha habido siempre una fuente conocida como “La Salada”, que la cultura oficial ha definido sin duda alguna como “…bien cultural construido en época romana y utilizado sin interrupción durante Medievo, edad Moderna y Contemporánea…”. La fuente que ha servido al pueblo durante milenios, consiste en dos elementos separados y está dotada de una obra de fábrica primorosa que sucesivos descriptores han dado por seguro que era de factura romana, aunque reconocían la habilidad de los que tallaron la piedra (que, seguro que no eran romanos).
Algo de remordimiento de conciencia debían tener estos “cultos oficiales” por no sugerir con transparencia que tal obra pudiera haber sido anterior a Roma, ya que (tímidamente) manifestaban extrañeza porque el conjunto no cumplía los parámetros de orientación y dimensiones del maestro Vitrubio.
Los nativos conocían tan bien como los invasores el funcionamiento de las aguas subterráneas, los secretos para la talla de las rocas, los intríngulis del temple del acero, la geometría y la belleza de una adecuada proporción en la construcción; otra cosa es que hasta la llegada de los conquistadores del Latzio no había un imperio que promoviera u obligara a hacer obras extraordinarias; por eso y por nuestra tradicional pereza, no se prodigaban.
Las excavaciones en torno a esta fuente dejaron constancia de que relacionados con ella, había dos grandes depósitos de decantación como reserva de agua y la coincidencia de varios datos apunta a que la gran masa rocosa en que se sustenta el pueblo (ver en la foto de portada el afloramiento rocoso en la derecha), la existencia de un manantial con agua ligeramente salada, pero potable transformado en fuente y la singularidad de los depósitos han sido los elementos que han dado en tan curioso y complejo nombre: Alcalá de los Gazules o, dicho a la manera antigua, “Har kalá gatz zul”.
“Gatz” es el nombre genérico de las sales y especialmente del cloruro sódico o sal común.
“Zül”, voz que significa hoyo, foso, silo… popularizada a finales del siglo pasado, cuando los activistas de ETA, usaban bidones enterrados para guardar armas, dinero y consignas, voz que es ampliamente usada en el Euskera actual con esta misma forma, pero también con variantes como “zulo, sulo, sillo…” no plantea dudas de que quien la usaba se refería a depósitos subterráneos como los asociados a la fuente.
Así, “gatz zul” equivale a foso o depósito salino, nombre que pudo dársele al construir o mejorar el primero que hubo, pero que después pudieron construirse varios mas (aún sin descubrir) como suele ser habitual para aprovechar las aguas rodadas. Apoya esto la existencia de una calle llamada “De los pozos”.
Sigamos con el comienzo, con Alcalá.
Se nos ha dicho desde que éramos niños, que “Alcalá” significa “El Castillo” en Árabe, cosa parcialmente cierta, porque esa “k” tiene en Árabe un sonido gutural más próximo a la jota, “aljalatu”, pero antes del 711 ya había una voz local prerromana compuesta, “har kalá”, que puede significar “roca profunda o roca perforada” y es de todos conocida la facilidad con que “l” y “r” se trasmutan según regiones e incluso comarcas y la sonrisa con que los del Norte escuchamos a un andaluz pronunciando “arbedrío” ó “arbóndiga”.
Entre los humanistas hay una desviación “profesional” a ver la Toponimia como un fenómeno circunstancial que determina por un suceso humano concreto (una batalla, un pacto, una construcción, una aparición…) el nombre de los lugares, así, para ellos, si en un lugar se construía un castillo, en adelante el lugar se llamaría “Castillo de tal o de cual” (en la versión árabe, “Alcalá de tal o de cual”).
En España hay casi 4.000 topónimos que llevan el componente “castil”, cierta cantidad de ellos son entornos urbanos o periurbanos y tienen castillo o indicios de haberlo tenido, pero la mayoría, no y aún muchos de aquéllos en que hay evidencia de ruinas, estas eran meras garitas o miradores tenían ese nombre por su condición física de dominancia visual de una amplia cuenca, pero con Alcalá los números son distintos, muy parcos. Alcalá a secas hay como una media docena; aparte hay Alcalá de Ebro, de Guadaira, de Gurrea, de Henares, de la Selva, de la Vega, de Moncayo, de Júcar, del Obispo, del Río, del Valle, Alcalá la Real y Alcalá de La Jovada.
Además, en lo remoto hay Cabezo de Alcalá, Cerro Alcalá, Muela Alcalá, Plá de Alcalá y hasta una Rambla d’Alcalá, aparte de estos Alcalá peninsulares, hay otros dos o tres lugares más con ese nombre en Canarias, que se dejan para otra ocasión.
Esos eran Alcalás con acento, pero los hay sin él como Alcalalí, Alcalarina, Alcalaboza de igual manera que también existe la variante Alcaraz y las más lejanas Algal… y Algar…
De la docena de Alcalá urbanos, no todos tienen castillo, pero lo que si tienen todos es una roca más o menos contundente que ha servido como “estribo” para apoyar las viviendas y –en su caso- para construir el castillo, por eso se insiste en que su nombre es más probable que proceda de “Har kalá”, roca profunda, que de “aljalatu”, el castillo.
Alcalá de Ebro es un ejemplo modesto de roca poco prominente y sin castillo, pero que ha servido para que el poblado haya desafiado a los embates del Ebro, siendo una de las pocas poblaciones que emulan a Zaragoza, teniendo una calle “pegada al río” en lugar de alejarse de él.
Soy de los que no se creen que la ciudad sevillana de Alcalá de Guadaira que (si tiene castillo) se sabe que ha sido frecuentada desde el calcolítico, fuera la “Hienipa” de los griegos mercaderes. Localizada en una zona del valle del Guadalquivir donde el relieve se debate entre la erosión y la deposición, donde conviven los “cerros testigo” con amplios depósitos aluviales, la parte principal de la ciudad se asienta en la mitad sur oriental de uno de estos cerros partido por el río, cuya masa rocosa emerge cien metros por encima del cauce.
El Lugar se llamaba ya “Harkalá” antes de que hubiera ciudad y castillo, igual que el río se llamaba “Aira” ó “Aria” y su nombre nada tiene que ver con la ira de unos moros ni de sus oponentes cristianos, sino con los extensos arenales de su curso medio.
Alcalá de Gurrea en Huesca, tampoco tiene castillo, pero si una enorme roca yesífera visible desde un amplio derredor.
En Huesca hay otro Alcalá, este, apellidado “del Obispo” y en él debió haber un castillo sobre el que se edificó la iglesia. Lo que si es bien patente es el costrón calizo sobre el que se ejecutó la construcción más contundente, la iglesia.
En Alcalá de Henares, que nadie busque castillo ni roca donde ahora se asienta la ciudad, en la margen derecha del Henares. Hay que acercarse al cauce y mirar hacia la margen izquierda, lo que se llama “Alcalá la Vieja”, una gran roca cortada en primer término y ruinas de edificios y torres en la exigua superficie del emplazamiento que pudo ser lugar de defensa y retreta del amplio y feraz valle de enfrente, que ahora ocupan polígonos, vías de comunicación y trama urbana.
Como en otros lugares, habrá quien quiera que el nombre de la ciudad se derive del castillo que hubiera en esas ruinas; otros opinan que el nombre es prehistórico y procede de la gran roca, “Har kalá”.
Alcalá de La Selva en Teruel, vuelve a tener los dos elementos, la roca y el castillo, este último que se dice ser musulmán, pero cambió de manos varias veces.
Alcalá del Valle en Cádiz, se extiende sobre un terreno poco accidentado y no tiene memoria de haber tenido castillo. Lo que si tiene es una sierrecita muy particular, que parece un edificio, la Sierra de Mollina, un roquedo en medio de terrenos sedimentarios.
Otro Alcalá es el de La Vega en Cuenca, donde abundan topónimos como Los Castillejos, La Talayuela, El Castellar, que dan fe de una topografía de relieve. La ruina del castillo que hubo se mantiene sobre la roca prominente en que se construyó, refrescando –de nuevo- la pugna sobre si el nombre tiene que ver con el castillo o la roca.
En Alcalá de Moncayo aún perdura la memoria de que hubo un castillo “engastado en las viviendas” y de él queda apenas un lienzo curvo y una ventana; lo que si es evidente es la potente roca en que se cimienta el pueblo y su iglesia.
Alcalá de Júcar, en Albacete, presenta uno de los perfiles más atrevidos con el contrafuerte de roca que remata todo un margen acantilado y su castillo restaurado, destaca –exagerado- por encima de la roca, mirando a la vez al hondo y a la llanura superior.
Alcalá del Río, tratada habitualmente como la antigua Ilipa, es un caso parecido al de Alcalá de Ebro. En este, dos mogotes pétreos destacaban en la vega del Guadalquivir, río que siempre los respetó, acabando estos como soporte de la población anterior a los romanos y de las posteriores. Aunque con la muralla que tuvo, no era necesaria torre fortificada alguna, la tradición asigna hechura musulmana a los restos de una torrecita urbana.
En la foto de principios del siglo XX, en primer término el mogote principal y los arrabales del pueblo en la zona en que estaba el vado o pasaje y luego se construyó una presa.
En este Alcalá no hay castillo propiamente dicho aunque si hay historia de escaramuzas.
Alcalá la Real, en Jaén, tiene de todo y a gran escala, castillo y cerro o peñón. Además de una historia muy cocinada al gusto de la España sufrida que asigna su calificativo de Real a una gracia de Alfonso XI, pero para quienes analizamos los nombres “en crisol”, las citas históricas solo nos sirven como confirmación de algo ya comprobado; en este caso, “larreal” en sus dos variantes, “La Real” y “larreal”, se repite en España más de 150 veces y está relacionada con tradiciones ganaderas, más que con gracias reales, de forma parecida a los miles de “La Reina” que tapizan la geografía incluso en lugares donde una reina no se atrevería a pasar.
Por fin, Alcalá de La Jovada en Valencia, es un pueblecito serrano remoto que no tiene castillo, pero si una gran peña horadada que se ve de cualquier lugar del pueblo y es atracción turística.
Alcalás que son solo lugares, hay varios como un Río y Cañón de Alcalá en Teruel, la Rambla y Talaies d´Alcalá en Castellón, el Pozo de Alcalá cerca de Medina Sidonia, la Laguna de Alcalá en Cádiz, la Muela de Alcalá en Cuenca o el Plá d`Alcalá en Alicante, lo que apoya la duda sobre la univocidad oficial de Alcalá equivalente a Castillo.
Terminamos con “El Cabezo de Alcalá” en Teruel, el lugar de España que más me ha impresionado porque junto a las ruinas del poblado ibero de Azaila edificado en ese cabezo, aún es perceptible (incluso en la fotografía aérea que recomiendo) la enorme rampa de tierras que los romanos hicieron para asaltar un pueblo inexpugnable, rampa que denuncia el drama que se vivió hace dos mil años y que es una prueba viva de la crueldad de los conquistadores.
[1] No olvidar que el propio Vitrubio se admiró de las obras y máquinas que los nativos operaban en las minas onubenses.