El aseo (afeitarse, peinarse, enjuagar, cepillarse, atusar…)
Hay una persistencia cruel en los escritores que se empeñan en describir las generaciones y las sociedades anteriores como muy guarras, por cuanto –según ellos- en aldeas, pueblos y ciudades, las gentes estaban rodeadas de excrementos, residuos y plagas.
Para ello, se basan en citas tan breves como excéntricas que describen horrores durante visitas de sus autores, pero sin explicar cómo se resolvían estas cuestiones en los lugares de donde ellos procedían: Deposiciones líquidas por doquier, sólidas al cabo de cada esquina, vómitos y contenidos de orinales arrojados por las ventanas, etc.
Yo mismo, nacido en mitad del siglo XX, reconozco haber meado una vez desde el balcón durante mi vida de estudiante en alguna de esas noches previas a los exámenes finales en que los compañeros de piso alternábamos el estudio urgente de lo que faltaba, con escuchar “Radio Luxemburgo”. Imagínese el lector lo que hubiera dicho en sus columnas una cronista que pasara por allí y hubiera resultado rociada.
Estos escritores alarmistas forman parte de la misma casta de educadores que aprovecha la menor ocasión para recordarnos que somos las generaciones mejor preparadas, los que más empatía gastamos, mientras omiten decir que estamos destruyendo el mundo por una forma de vida que adornada con etiquetas “E”, es mucho más dañina para los sistemas naturales y mucho más favorable para la evolución de organismos patógenos, que ninguna de las míseras anteriores.
La cosa es que si se lee un poco más allá de titulares y primeras líneas, se descubre que la mugre llegó con el sedentarismo; que antes, cuando se viajaba sin parar, heces, orinas, mocos y legañas, pelos, escamas, cenizas y escorias, larvas y gusanos, no conseguían juntarse en esas cantidades monumentales que la vida sedentaria propició, por lo que, si bien siempre ha habido endemias (como la de la mosca “tse-tse”) y plagas (como la de las langostas), las epidemias, las pestes, no son conocidas hasta que los humanos se organizan en poblados y ciudades.
Aún siendo así que con el sedentarismo aumenta la concentración, recuerdo con agrado que mi primera salida de casa como estudiante (a los quince años) fue a una preciosa ciudad aragonesa con catedral y obispo… y a la vez con cientos de agricultores que vivían entre calles y que todos ellos compartían una fórmula estructural parecida: Casas de labranza-estancia estrechas y altas de adobe y ladrillo, con vigas sin labrar y con los tejados formados sobre cañizos. Casas que comenzaban a nivel de calle en unas cuadras oscuras que llamaban “cuartos”, donde descansaban uno o dos mulos, un cerdo y media docena de gallinas.
De allí salía una escalera estrecha y en zig-zag que pasaba por la cocina con su chimenea, por la “sala” con la foto de los abuelos, la Virgen del Pilar y cuatro sillas. Luego solía haber un retrete “robado” a la exigua escalera en el que apenas se podía cerrar su portezuela porque pegaba en las rodillas y en el que había un ventanillo y un botijo.
Luego, alternados llegaban las alcobas o dormitorios y arriba del todo otra chimenea, un lugar para el adobo de la matanza y –a veces- un altillo o ático con barandilla y vistas a los tejados para secar la ropa y los chorizos.
Hace de esto más de cincuenta años, pero recuerdo que mis amigos y sus padres, aún preferían ir a la cuadra a hacer sus necesidades que hacerlas en el retrete de la escalera.
En la cuadra siempre había un grueso sustrato de paja que absorbía heces y orinas, dominando las tendencias odoríferas de los productos nitrogenados de aquéllos residuos con sus activos compuestos de carbono que las pisadas y revuelcos de los animales aceleraban en lo que ahora llamamos “compost” y que cada sábado era retirado a las fincas para completar su maduración.
No recuerdo malos olores ni aguas pútridas; no recuerdo moscones ni nada de lo que hablan esos cronistas exagerados, lo que me hace creer que en las grandes ciudades la cosa funcionaría de forma parecida, combinando los lechos de las numerosas cuadras de caballeros y muleros con las inmundicias de los seres vivos para obtener los abonos sintéticos que desde que Haber consiguió su famosa “síntesis”, se obtienen del aire y de los kilovatios.
El título general de “aseo” para este ensayo, engloba otras acciones que yo defiendo se aplicaban desde épocas remotas, cuestión que trataré de resolver con la ayuda del Euskera.
El cártel de los sabihondos asegura que el aseo es moderno, tan moderno como el Latín…, bueno, como el que ellos llaman Latín Vulgar, donde han encontrado una forma tal que “assedare”, que equivale a “poner cada cosa en su sitio” y entienden que eso es asear, que cada rizo esté en su punto.
Se ve que el “munditiae” de la limpieza latina no les da juego y por eso se echan a ese invento del “LV”. Silencian, no nos dicen que el “endreçar” catalán, tampoco casa con el eje latino, ni el “propre” francés…, así que para cada lengua se enganchan a lo que puedan pillar, resultando que la semántica parezca caótica cuando bien tratada, es una disciplina seductora y envolvente como pocas.
El caso del “aseo” se me antoja mucho más cercano a una fórmula que no plantea el quitarse inexistentes cascarrias del cuerpo, sino el tratar de engalanarse, simplemente, manipulando algo como el cabello. Para ayudar en este arte, se recurría a ceras, grasa y mantecas, sebo, arcilla, o trenzados, persiguiendo un modelado artístico y distinguido.
En el mundo de la antropología es harto conocida esta técnica cuyo objeto es impresionar y que los británicos de ahora llaman “hair sculp”.
Su ejecución, con tan solo los dedos (“atz”) que manipulan y amasan (“eo”) los mechones de pelo, constituye el “atz eo” o “aseo”.
Pero el origen de las formas cercanas a “afeitar”, –que solo se usa en las lenguas latinas de España- no es muy diferente, porque se intuye que inicialmente no era un corte radical de la barba, sino un “reordenado” de la misma, el “atz eite” (eite, ejecución, manipulación con los dedos) parecido a lo descrito arriba, que pasó de la forma verbal “aseite” a “afeite” y ”afeitar”.
La solución académica asegura que su origen a diferencia de las demás lenguas latinas, está en el verbo latino “affectare”, tratar de hacer algo, dedicarse a algo…
Si el alumno es dócil, lo acepta y lo añade a su acervo, bien aunque la propuesta sea esencialmente absurda (¿qué tiene que ver un rasurado con dedicarse a algo?), pero si es rebelde y se pregunta porqué no se dice “radi” como en el Latín, o algo que se parezca a “rasa, raser, rasatura razor…” o “barbear, barbierit…” como en esas lenguas, quizá cueste menos aceptar la propuesta del Euskera.
¿Y el peinarse?. La Academia, que no es capaz de razonar lejos del Latín, quiere que el origen esté en “pectin-pectinis” y lo relacionen con los pelos del pecho (“pectus-pectoris”) y desvarían con que los machos se peinaban el pecho, no cediendo a la evidencia de que esa “c” es una intrusa.
Aquí se postula que peinarse no consistía en conseguir volumen ni formas arrogantes como las citadas arriba en la cabellera cardándola con un peine, sino, simplemente, aplastar el cabello contra la piel mediante ungüentos, como tantas veces nos hacían de niños con aquel fijador que olía tan bien o como hacían los divos del tango y la milonga desde los años veinte, con gomina.
De igual manera, como no comprenden que nadie copiara el “abluere” latino para algo equivalente al enjuague, nos quieren convencer de que esa acción preliminar o final de otros manejos, es una nueva alteración ignorante de otro producto del LV, “exaquare”, es decir, sacar el agua, porque el “aqua” la ven clara y el pueblo lerdo le metió una “n” (porque era moda) para tener “enxaquare” y ya enjuagar.
El enjuague y los enxuagues de portugueses y gallegos no vienen del Latín, como no lo hacen los diversos “rincer, riscia…, clatire…”, etc. de lenguas familiares, porque aquéllos lo hacen de una combinación lógica del Euskera en la que participan los vocablos “entz”, rellenar, estar saturado, “ua”, agua y “ge”, quitar, retirar, todo seguido, “retirar el agua sobrante”, es decir, dar un clareo…
Del cepillo y de cepillarse se puede decir otro tanto, ya que la sabiduría de los capos y consejeros de la Academia solo da para decir que el cepillo es una miniatura de los cepos (“cippus”) o troncos afilados clavados en torno a los campamentos romanos para dificultar ataques de la caballería bárbara. Con este mensaje aparentemente inocente, hacen creer a cualquier mente propensa, que antes de los cepillos para cepillarse el pelo o la capa, fueron los ejércitos y el Imperio.
La cosa es que ni de “peniculus” ni de “setis”, ninguna lengua latina ha tomado ejemplo y el recurrido cepillo solo se llama así en Castellano, contra nombres tan pintorescos como escova, perie, pinceau, raspall, spazzola o xesta, ninguno de ellos con pistas evidentes, de no ser el propio cepillo que nació probablemente más de la función que de los materiales o formas.
Eso parece –al menos- el análisis desde el Euskera, donde “sep, sepa” es el residuo, la parte indeseable de algo, principalmente la ganga que flota sobre el crisol y “ará” es un adverbio que equivale a “más allá”, de donde la forma conjunta “sepa ará” (verbo separar), señala la acción de retirar lo inútil y “sep eillo” es el elemento que realiza la acción, el separador, dando a entender que los primeros usos de este elemento no fueron para la belleza corporal sino para alguna industria incipiente.
Para terminar por hoy, hablemos de atusar, verbo que hace décadas que no oigo, pero que en ciertas épocas era muy recurrido y que transmitía la idea de ajustar, revisar y aprestar los adornos y las propias partes del cuerpo adornadas en alguna fiesta o ceremonia.
Nos dicen que su origen es el “tondeo” latino, el esquile de las ovejas, que al paso a ese Latín Vulgar tan recurrido, debió quedar como “attonsare”, aunque no lo han encontrado escrito y siguen buscando…
No es la rapada lo que embellece a los sujetos, sino el pelo lozano y brillante, el pelo trenzado, anudado o cardado, así que estos buscadores de fuentes, andan mal orientados; de hecho, no hay nada en la zona latina ni en la germánica que recuerde al atuse, por lo que se ha recurrido a una antigua planta que probablemente revolucionó el mundo.
Se trata de la “Stippa tenacísima”, el simple esparto, la “tercera cosecha” de Almería, argumento con el que –ignorantes nosotros- nos reíamos de los inmigrantes de los años cincuenta (mocos, legañas y esparto), desconociendo lo importante que fue esa planta durante milenios. Su nombre en Euskera, “ató”, se encuentra en infinidad de topónimos como Atocha y en muchos apellidos célebres como Atutxa, nombres, ambos, que significan “espartal”.
El corto nombre de una humilde planta que rechazaban las cabras, pero que pasó a ser referente del mundo del amarraje, del “atar” y se extendió por lenguas y países, llegándose a olvidar su humilde procedencia, pero siendo un elemento tecnológico clave para la sociedad compleja que se aproximaba.
Atusar, “atu tzea”, se aplicó a los procesos de sujeción, desde la carga y ajuste de los fardos que los rebaños y caravanas transportaban, hasta las trampas, las redes o los peinados…
Desaparecidos los dos primeros ejemplos, el “atusar” quedó para los peinados de los jóvenes más hermosos y los viejos más ricos.