“Corylus avellana”, la nuez europea por antonomasia
Arbusto con infinitos brotes que parten del suelo, su polen se extiende desde al menos dos millones de años por todas las riberas templadas de Europa, siendo su nombre latino “corylus”, nombre que no parece extrañar a los expertos que no haya cuajado en idioma europeo alguno.
Así, los germánicos que la llaman con varios nombres claramente emparentados entre sí, (“hazelnoot, hazelnuss, hasselnod, hazelnut, hesilhnetu, hasselnöt…”) reconocen no saber de donde procede la raíz “hazel”, pero nuestros sabios (a partir de San Isidoro) no se cortan un pelo para decir que el nombre castellano y catalán, que es el que figura en este título, pero también el gallego y portugués, “avelâ”, se originaron en una comarca de la Campania italiana, concretamente en una población llamada “Abella”, ya que en la Eneida –nada menos- se hacía mención a unas manzanitas que cuajaban las murallas de esta ciudad.
No importa que los propios italianos las llamen “nocciola”, igual que los corsos; que los franceses les digan “noisette” y los rumanos algo tan distante como “alunâ”, voces a la vez tan lejanas de un “corylus” que debía haber sido el patrón, que a cualquier investigador equilibrado le hubiera generado deseos de hurgar. No importa la ausencia de verdaderos buscadores, porque estos que se llaman sabios, lo único que buscan es una referencia escrita lo más antigua posible, para darla por buena por disparatada que parezca.
Así, lo que en su día escribieron el obispo sevillano y sus acólitos, fue cálidamente recibido por el Renacimiento ávido de ensalzar lo itálico y reflejado sin demora por Covarrubias en su diccionario (ver imagen), de manera que en adelante las “nueces penestrinas” se llamaron avellanas y el mito se transformó en ciencia por arte del birla-birloque.
“Corylus avellana”, la nuez europea por antonomasia
Arbusto con infinitos brotes que parten del suelo, su polen se extiende desde al menos dos millones de años por todas las riberas templadas de Europa, siendo su nombre latino “corylus”, nombre que no parece extrañar a los expertos que no haya cuajado en idioma europeo alguno.
Así, los germánicos que la llaman con varios nombres claramente emparentados entre sí, (“hazelnoot, hazelnuss, hasselnod, hazelnut, hesilhnetu, hasselnöt…”) reconocen no saber de donde procede la raíz “hazel”, pero nuestros sabios (a partir de San Isidoro) no se cortan un pelo para decir que el nombre castellano y catalán, que es el que figura en este título, pero también el gallego y portugués, “avelâ”, se originaron en una comarca de la Campania italiana, concretamente en una población llamada “Abella”, ya que en la Eneida –nada menos- se hacía mención a unas manzanitas que cuajaban las murallas de esta ciudad.
No importa que los propios italianos las llamen “nocciola”, igual que los corsos; que los franceses les digan “noisette” y los rumanos algo tan distante como “alunâ”, voces a la vez tan lejanas de un “corylus” que debía haber sido el patrón, que a cualquier investigador equilibrado le hubiera generado deseos de hurgar. No importa la ausencia de verdaderos buscadores, porque estos que se llaman sabios, lo único que buscan es una referencia escrita lo más antigua posible, para darla por buena por disparatada que parezca.
Así, lo que en su día escribieron el obispo sevillano y sus acólitos, fue cálidamente recibido por el Renacimiento ávido de ensalzar lo itálico y reflejado sin demora por Covarrubias en su diccionario (ver imagen), de manera que en adelante las “nueces penestrinas” se llamaron avellanas y el mito se transformó en ciencia por arte del birla-birloque.
Nos hemos ido a Abella y hemos rebuscado superficialmente para descubrir que todas las historias se han copiado mutuamente y que tanto los latinos como los germánicos cuentan que el nombre de la avellana procede de este pueblo porque en su entorno había abundancia de avellanos que daban fruto de gran calidad.
En la fotografía reproducimos una imagen de la zona en la que –efectivamente- hay avellanos. Avellanos pertenecientes a cultivares modernos, injertados sobre un franco o portador “no rebrotador”, práctica ahora común, pero que es seguro que nuestros antepasados ensayaban desde antiguo, al menos desde que los asentamientos fueron sustituyendo al nomadeo y –principalmente- cuando el comercio fomentó la generación de excedentes y su trasiego.
Esta información puede parecer a cualquiera tan interesante a primera vista, que pudiera convencerle de que –efectivamente- las avellanas han nacido en ese pueblo, pero la mínima aplicación de la lógica elemental es suficiente para iniciar un camino de rechazo, que completado con otras aportaciones que se hacen a continuación, llegue a una conclusión radicalmente distinta y mucho más verosímil.
La lógica que configuran las ciencias naturales a partir de datos ciertos, nos dice que el avellano es un arbusto vivaz natural de Europa y que se extendía de forma general en los biotopos de zonas templadas, prefiriendo las zonas húmedas que circundaban a unos ríos cuyo régimen determinaba crecidas anuales y que a lo largo de todo el cuaternario se habían ido formando a partir de materiales sueltos; es decir, había avellanos en casi todas partes; es seguro que nuestros antecesores usaban sus varas para cestería, sus hojas para forraje y sus frutos como complemento estacional de sus dietas.
Es seguro que tendría un nombre desde que los “homo sapiens sapiens” deambulaban por tierras e islas de Eurasia y el Norte de África (de eso hace ahora 300.000 años) y que no hubo que esperar a que hace 3.000, las poblaciones se hicieran sedentarias y lo plantaran en sus tierras de labor y creciera por sus murallas para llamarlo con el mismo nombre de una de las ciudades que se distinguió en su cultivo; es decir, el nombre vernáculo suele ser el que se mantiene.
Aunque son frecuentes las ensoñaciones cultistas que quieren convencernos de que el pergamino se llama así porque se inventó en Pérgamo, la lona, lo mismo, porque la tejieron por primera vez en Olonne, etc., lo cierto es que esto no son mas que chistes que nuestra cultura urbanófila premia con la cita repetida, hasta el punto de que nadie se preocupa de saber si hay lógica en ello.
El caso de la avellana es igual.
¿Alguien puede pensar que un fruto y un árbol que han sido conocidos desde cientos de miles de años antes, puede cambiar de nombre porque una ciudad destaque en su cultivo y venda las avellanas más hermosas o tempranas que nadie?.
Nadie duda que en Italia existe esa ciudad y que es citada desde muy antiguo, pero tan antiguo como su nombre es el de cualquiera de los millones de topónimos que hay –tan solo- en el Sur de Europa.
Acabo de echar un vistazo a los nombres de lugar de España que contienen la secuencia “…abell…” y he encontrado 564; desde A Abelleira a Abellán, pasando por Abella (como la italiana, nada menos que en tres lugares), Abellada, Abellós, Abellín…
Como es obligado, la búsqueda con uve, es decir, lugares que contengan “…avell…”, son aún más; algo así como 747: Avellán, Avellanal, Avellanales, Avellanares, Avellaneda, Avellanet, Avellano, Avellanos… , barranco, balsa, barrio, braña, ca’, cabeza, can, casa, caseta, cerro, coll, cortijo, ermita, fuente, la, las, los, loma, peña, poza, puig, punta, rego, ríu, serra… del avellano, los avellanos, etc.
Mil trescientos lugares, que unidos a otras formas cercanas, podrían llegar a dos mil.
Pero esto no es exclusivo de España; una búsqueda por otros países meridionales daría un resultado parecido que no incluyo aquí, porque no es el objetivo central el de aportar nombres masivamente, sino el de hacer recapacitar a los interesados sobre cómo ha sido el larguísimo proceso de denominación de objetos, lugares, procesos y fenómenos, proceso que no ha sido como nos los cuentan los académicos, sino de una forma mucho más natural y progresiva.
Mi fuente principal de argumentación es la lengua vasca, donde –hoy en día- la avellana se llama “urr, urratx, urretx, urrutx”, además de otras variantes en todas las cuales figura el lexema “urr”, nuez, fruto con cáscara. Pero el Euskera olvida, abandona con mucha frecuencia designaciones muy recurridas, cuando estas son aceptadas por otras lenguas; así, es muy probable que la forma “abel ianá”, literalmente “comida para ganado”, se usara peyorativamente para el forraje y fruto de los avellanos, en referencia al pequeño tamaño de estos y el esfuerzo específico que exige su cascado o pelado en comparación con otros frutos que aportan más con menos intervención.
El nombre de la popular bellota ibérica, con una explicación desde el Euskera casi idéntica a la de la avellana “abel ota”, “alimento de ganado”, que ha perdido la vocal inicial por una aféresis muy corriente, se empeñan los académicos en acercarla al “balanos” griego (prepucio, glande), ya que los nombres en Catalán, Francés, Italiano, Latín, Corso e incluso Rumano ( “gla, glande, ghianda, glandulae, ghinda…) les parecen claramente helenos y “fuerzan” el Castellano para acercarlo a esa parte de la anatomía que a ellos les parece determinante para asignar un nombre.
El análisis sistemático de miles de voces nos dice que no, que los nombres se asignaban inicialmente por cuestiones de funcionalidad y características; por ejemplo, su valor económico para el alimento.
En cuanto al “corylus” latino, del que no hay referencia alguna, muy bien puede estar relacionado con la sentencia “kor iloe” del Euskera, que viene a decir “cajón duro”, ya que la raíz adjetival “gor-kor” se refiere a la dureza y consistencia y “il oe” es el ataud, el cajón hermético que encierra un cuerpo seco, ambos en referencia a la cáscara de este fruto y a que ha de ser rota para extraerlo. La necesidad declinatoria del Latín, acaba deformando las voces originales.
Nos hemos ido a Abella y hemos rebuscado superficialmente para descubrir que todas las historias se han copiado mutuamente y que tanto los latinos como los germánicos cuentan que el nombre de la avellana procede de este pueblo porque en su entorno había abundancia de avellanos que daban fruto de gran calidad.
En la fotografía reproducimos una imagen de la zona en la que –efectivamente- hay avellanos. Avellanos pertenecientes a cultivares modernos, injertados sobre un franco o portador “no rebrotador”, práctica ahora común, pero que es seguro que nuestros antepasados ensayaban desde antiguo, al menos desde que los asentamientos fueron sustituyendo al nomadeo y –principalmente- cuando el comercio fomentó la generación de excedentes y su trasiego.
Esta información puede parecer a cualquiera tan interesante a primera vista, que pudiera convencerle de que –efectivamente- las avellanas han nacido en ese pueblo, pero la mínima aplicación de la lógica elemental es suficiente para iniciar un camino de rechazo, que completado con otras aportaciones que se hacen a continuación, llegue a una conclusión radicalmente distinta y mucho más verosímil.
La lógica que configuran las ciencias naturales a partir de datos ciertos, nos dice que el avellano es un arbusto vivaz natural de Europa y que se extendía de forma general en los biotopos de zonas templadas, prefiriendo las zonas húmedas que circundaban a unos ríos cuyo régimen determinaba crecidas anuales y que a lo largo de todo el cuaternario se habían ido formando a partir de materiales sueltos; es decir, había avellanos en casi todas partes; es seguro que nuestros antecesores usaban sus varas para cestería, sus hojas para forraje y sus frutos como complemento estacional de sus dietas.
Es seguro que tendría un nombre desde que los “homo sapiens sapiens” deambulaban por tierras e islas de Eurasia y el Norte de África (de eso hace ahora 300.000 años) y que no hubo que esperar a que hace 3.000, las poblaciones se hicieran sedentarias y lo plantaran en sus tierras de labor y creciera por sus murallas para llamarlo con el mismo nombre de una de las ciudades que se distinguió en su cultivo; es decir, el nombre vernáculo suele ser el que se mantiene.
Aunque son frecuentes las ensoñaciones cultistas que quieren convencernos de que el pergamino se llama así porque se inventó en Pérgamo, la lona, lo mismo, porque la tejieron por primera vez en Olonne, etc., lo cierto es que esto no son mas que chistes que nuestra cultura urbanófila premia con la cita repetida, hasta el punto de que nadie se preocupa de saber si hay lógica en ello.
El caso de la avellana es igual.
¿Alguien puede pensar que un fruto y un árbol que han sido conocidos desde cientos de miles de años antes, puede cambiar de nombre porque una ciudad destaque en su cultivo y venda las avellanas más hermosas o tempranas que nadie?.
Nadie duda que en Italia existe esa ciudad y que es citada desde muy antiguo, pero tan antiguo como su nombre es el de cualquiera de los millones de topónimos que hay –tan solo- en el Sur de Europa.
Acabo de echar un vistazo a los nombres de lugar de España que contienen la secuencia “…abell…” y he encontrado 564; desde A Abelleira a Abellán, pasando por Abella (como la italiana, nada menos que en tres lugares), Abellada, Abellós, Abellín…
Como es obligado, la búsqueda con uve, es decir, lugares que contengan “…avell…”, son aún más; algo así como 747: Avellán, Avellanal, Avellanales, Avellanares, Avellaneda, Avellanet, Avellano, Avellanos… , barranco, balsa, barrio, braña, ca’, cabeza, can, casa, caseta, cerro, coll, cortijo, ermita, fuente, la, las, los, loma, peña, poza, puig, punta, rego, ríu, serra… del avellano, los avellanos, etc.
Mil trescientos lugares, que unidos a otras formas cercanas, podrían llegar a dos mil.
Pero esto no es exclusivo de España; una búsqueda por otros países meridionales daría un resultado parecido que no incluyo aquí, porque no es el objetivo central el de aportar nombres masivamente, sino el de hacer recapacitar a los interesados sobre cómo ha sido el larguísimo proceso de denominación de objetos, lugares, procesos y fenómenos, proceso que no ha sido como nos los cuentan los académicos, sino de una forma mucho más natural y progresiva.
Mi fuente principal de argumentación es la lengua vasca, donde –hoy en día- la avellana se llama “urr, urratx, urretx, urrutx”, además de otras variantes en todas las cuales figura el lexema “urr”, nuez, fruto con cáscara. Pero el Euskera olvida, abandona con mucha frecuencia designaciones muy recurridas, cuando estas son aceptadas por otras lenguas; así, es muy probable que la forma “abel ianá”, literalmente “comida para ganado”, se usara peyorativamente para el forraje y fruto de los avellanos, en referencia al pequeño tamaño de estos y el esfuerzo específico que exige su cascado o pelado en comparación con otros frutos que aportan más con menos intervención.
El nombre de la popular bellota ibérica, con una explicación desde el Euskera casi idéntica a la de la avellana “abel ota”, “alimento de ganado”, que ha perdido la vocal inicial por una aféresis muy corriente, se empeñan los académicos en acercarla al “balanos” griego (prepucio, glande), ya que los nombres en Catalán, Francés, Italiano, Latín, Corso e incluso Rumano ( “gla, glande, ghianda, glandulae, ghinda…) les parecen claramente helenos y “fuerzan” el Castellano para acercarlo a esa parte de la anatomía que a ellos les parece determinante para asignar un nombre.
El análisis sistemático de miles de voces nos dice que no, que los nombres se asignaban inicialmente por cuestiones de funcionalidad y características; por ejemplo, su valor económico para el alimento.
En cuanto al “corylus” latino, del que no hay referencia alguna, muy bien puede estar relacionado con la sentencia “kor iloe” del Euskera, que viene a decir “cajón duro”, ya que la raíz adjetival “gor-kor” se refiere a la dureza y consistencia y “il oe” es el ataud, el cajón hermético que encierra un cuerpo seco, ambos en referencia a la cáscara de este fruto y a que ha de ser rota para extraerlo. La necesidad declinatoria del Latín, acaba deformando las voces originales.