El Equus caballus, forma junto al perro, la pareja de animales fieles que asociados a nuestro género han facilitado que lleguemos las tres especies hasta hoy en día.
El empeño de los etimologistas latinos en que su nombre proceda del macho castrado para rebajar su brío y destinarlo al tiro o al arado, ha cuajado y todas las búsquedas dan el mismo resultado que insulta al sentido común.
Quieren que el “caballus” latino proceda del “caballes” griego, que a su vez quieren que sea celta, porque en alguna de las lenguas derivadas de las celtas, se le llama “capall” ó “ceffiyl”, voces en que la secuencia de consonantes es familiar: “c-c”, “p-ff”, “ll-l”.
Se sabe que el antecesor de nuestro caballo actual tiene del orden de cuarenta millones de años y hay datos abundantes para atestiguar que desde hace un millón, una especie similar a la actual (vértebra más, vértebra menos) simultaneaba las mismas tierras que nuestros antepasados. Esto quiere decir que dadas las características de humanos y caballos, las relaciones serían inevitables.
Los “profesionales” de la latinidad, parten siempre de una sociedad sedentaria, urbana y altamente organizada para explicar procesos y nombres, así, obviando las vicisitudes, el aprendizaje y la transmisión oral de sociedades previas “altamente interesadas” en los misterios y claves de este mundo, se conforman con unos razonamientos parvularios que no pueden satisfacer a quien busca explicaciones coherentes y que sirvan tanto para el pasado como para ahora.
Porque, ¿es lógico que poblaciones enteras de numerosos países se “olviden” del nombre de “equs”, el caballo de los ricos, cuando lo usan diariamente en variantes como “equino, équidos, ecuestres, etc.”?.
Los “gurús” de referencia, Chantraine, Ernaut, Millet… igual de perdidos que sus oficiales, creían que había que ir hacia el Este, porque alguien les había dicho que Darío, los Hunos, los Escitas, etc. eran verdaderos caballeros y que de allí viene todo. Para ellos las imágenes de caballos de hace doce o trece mil años en las cuevas cantábricas de Ekain (Zestona) o Tito Bustillo (Ribadesella), no sugieren nada.
Cualquier antropólogo desarmaría sus apaños con explicaciones sencillas de cómo los grupos humanos han sabido siempre manejar los recursos, aprovechando los fáciles de explotar (en este caso, yeguas y potros) y observando los comportamientos de los difíciles, (machos garañones) para utilizarlos llegado el momento.
Mientras los antepasados fueron nómadas, les bastaba con las yeguas y sus potros para tener transporte, leche y carne y cuando llegó la agricultura y la guerra, dispusieron de los machos “enteros” para arrasar a los infantes contrarios.
La variedad de nombres para el caballo en el entorno euro asiático, es enorme; si los chinos usan el nombre más sencillo y agradable, “ma”, los húngaros le dicen “lo”, los turcos “at”, los uzbecos, “ot” y los curdos, “hesp”.
Entre los monosílabos, siguen los rumanos que le dicen “cal” y algunos eslavos, “kon, kun, konj” y los armenios, “dzin”, que recuerda una forma vasca de llamar a la marcha viva, “djin” y a los jinetes.
También entre las lenguas germánicas hay algunos monosílabos, “hest, hast, perd, pferd” y ya se pasa a nombres más complejos como los del subcontinente indio, “ghoda, ghodo, ghora”, los germánicos “hestur, horse, paara…”, los eslavos “kale, loshad, konja…”, a los bálticos “hobune, arklys…”.
La forma árabe, “hisan” no es replicada ni las griegas “alogo, hipos”, vuelven a sugerir nada.
Así se llega a las que quieren relacionar con el Celta, Irlandés, Galés y Escocés, donde la disparidad sigue la misma tónica: “Capall, ceffyl, each”.
Y se llega a las latinas que exhiben la eterna contradicción de nombres relativamente homogéneos entre los supuestos romances y un Latín que se desmarca: “Cabalo, cavall, cavallu, cavalo, cheval…” contra “equo”.
¿Explicación? La apuntada al principio, que durante los siglos negros tras la caída del Imperio Romano, las gentes sencillas quedaron desconectadas, se les olvidó hablar e improvisaron los romances. Como no había ricos, no había “equs”, solo “caballos” para trabajar; la forma distinguida desapareció y caballo se quedó.
Parece increíble, pero estas explicaciones se consideran correctas y son las que aparecen en libros de texto de estudiantes, en diccionarios y en ensayos y así, hacen masa crítica y son difundidas y repetidas en lo que es un ejercicio irresponsable de marginación de la ciencia, porque se parte para todo del axioma de que primero fue el Latín y se evita la verdadera investigación que ha de ser multidisciplinar, porque las palabras no son de los filólogos, sino de toda la sociedad.
En este punto, el Euskera ofrece dos posibilidades, una es que “kabale” es una voz nativa que designa un animal doméstico. Un bien económico mueble sin especificar.
Otra es que de forma antagonista a como yegua, “ie kua” (“ie”, transecto, “kua”, relativo a…), significa “ideal para el trayecto”, “ka ba al”, compuesta por el prefijo negativo “ka”, el verbo circular, “ba” y el sufijo posibilístico “ahal” indicaría “no válido para la marcha”.
No debe extrañar que la marcha de las tribus fuera parsimoniosa en cuanto que ancianos, mujeres, niños y ganado no debían someterse a los ritmos con que las avanzadillas escrutaban el territorio, yendo y viniendo; haciéndolo –seguramente- a lomos de machos.
Hasta que la forma vasca “zaldi” se ha generalizado a través de la euskaldunización, era muy corriente entre usuarios (carreteros, campesinos, distribuidores urbanos…) el uso de “kaballoa, kaballue”, según las comarcas.
Yo mismo recuerdo cómo con 6 ó 7 años explique a mis compañeros de aula que el cristal era más duro que el hierro y que al caballo, se le llamaba “zaldi”. Nadie lo sabía.
Es posible que mi asesor y yo estuviéramos equivocados y “kaballo” fuera el animal rentable en el trabajo y “zaldi” el montaraz que se criaba para carne.
Nunca sabremos quien mueve las decisiones en el Esperanto, pero la forma elegida ha sido “cevalo”. ¿Quizás para acercarlo al Galés?.