¡Cuidado que cerro suena a áspero ibérico, a montaraz e indómito!, pues bien, los “profesionales” de interpretar las lenguas y sus trayectorias se empeñan en que estos montecitos arrogantes con aspecto de flanes, donde lo oscuro de la corona suele ser una costra geológica más dura que las subyacentes, montecillos que comienzan en una cuesta suave que se va “empinando” según sube y que a veces, al final se torna en pared imposible hasta el punto en que para acceder con caballerías al “parmo” que casi siempre los culmina, ha sido necesario abrir rampas, se empeñan, digo en que su nombre venga de un rizo del cabello.
¡Ah!, previamente se centran en advertir que nadie crea que el cerro ni la cerca tienen algo que ver con cerrar…, como si temieran que ese verbo pudiera traer malas consecuencias.
El menú por el que un rizo de crin se transforma en montecito solo tiene un plato, que en Latín al rizo de la crin se le llama “cirrus”. Bueno y una salsa que consiste en que a las patricias romanas, entre rizo y rizo sus asistentas les construían un moño que finalmente se llamó “cirrus” y como los moños se parecen a los cerros, los lerdos ibéricos tomaron la refinada voz de peluquería para llamar a unas formaciones geológicas, que, como veremos, fueron esenciales para la supervivencia de los pastores nómadas durante muchos milenios, pero no debían tener nombre.
Muchos de mis amigos defienden las explicaciones doctrinales que se dan en los ambientes de interpretación etimológica, asegurándome que los agentes son inocentes y que es tan clara la preponderancia de Latín y Griego, que no es por mala fe que los profesores no consideren lenguas como el Euskera.
Yo nunca me lo he creído; nunca he tenido un caso en que uno de estos filibusteros se “rebaje” a atender alguna de mis explicaciones, siempre me han parecido como los malos carniceros de posguerra, que seguían vendiendo la carne de la vaca aunque los pulmones del pobre animal estuvieran llenos de cavernas tuberculosas.
En este caso, tratan sibilinamente de dar a entender que la cultura procede de las ciudades refinadas, bien de sus bibliotecas o foros, bien de sus baños o peluquerías, negando tácitamente cualquier idea brillante a los rústicos y ponzoñosos pastores, cazadores o labradores. Es una especie de carrera de largo recorrido en que se vende una idea de superioridad intelectual y moral y se perpetúan mentiras sistemáticas y la persistencia de patanes sin inteligencia ni moral que aprenden y transmiten infinidad de citas y latinajos, pero son incapaces de responder a preguntas profundas.
Veamos los cerros.
Los cerros son un tipo de elevaciones muy concretas, no son parte de cordilleras, no son montes que pertenezcan a sistemas orogénicos, no son lomas, no son oteros, no son picos, no son altos, no son extensos… sus cumbres son planas, sus faldas (que se llaman cuestas), suelen comenzar con una rampa suave que va intensificando su pendiente con la cota, suelen presentar abarrancamientos que a veces facilitan su acceso a la llanura superior: Son productos de la erosión de agua y viento que a final de la era Terciaria comenzó a roer los depósitos Cenozoicos y que continuó ese trabajo durante el Cuaternario, por lo que abundan en las cuencas sedimentarias como las de los ríos Duero, Ebro, Tajo, Guadiana, alto Guadalquivir, Segura…, pero que en otras zonas, como Galicia, se han tallado sobre rocas ígneas y en Canarias (hay una veintena), sobre volcánicas. Lo que si son los cerros es conspicuos. Se hacen y dejan ver desde amplias cuencas, así que teniendo en cuenta la personalidad de sus perfiles, se puede decir que en la antigüedad, bien han podido servir como mojones de “rango medio” en los recorridos entre los grandes sistemas montañosos.
No en balde, cuando iniciado el siglo XIX España se empeñó en crear una red de telegrafía óptica, cientos de cerros de los valles se llenaron de unas torrecitas en cada una de las cuales se aposentaba un “pelotón de ingenieros transmisores”, que con un catalejo y un par de banderas, transmitían en dos horas una breve noticia desde Irún hasta Cádiz. Pena de una tecnología que solo duró treinta años y pena de unas ruinas que podían dar mucho juego en el turismo del futuro, que será muy distinto al actual.
La toponimia en cuyos nombres aparece parcial o totalmente la voz “cerro”, es de las más abundantes en España, contabilizándose más de 20.000 lugares, lo que da lugar a infinidad de calificaciones, entre las cuales, las que más me han llamado la atención es la de Cerro de Gurugú con siete localizaciones en Madrid, Cuenca, Albacete, Cáceres, Jaén, Almería y Cádiz.
“Gor ugú”, literalmente cima agotadora, se encuentra en otra media docena de montes (el más famoso, en Melilla), todos los cuales tienen el mismo perfil, una cuesta que va empinándose y que al final es… agotadora.
Con los cerros hay un antes y un después, hay una escala, porque una vez iniciada la aventura de América, la voz se trasladó “neta” a aquel continente y durante siglos se ha llamado cerro a montañas de otra genética, siempre que su corona, su parte superior fuera agreste, casi vertical, por lo que hoy en día, si algún interesado busca “cerros” en Internet o incluso en bibliografía de viajes o paisaje, los cerros que aparecen nada tienen que ver con los modestos pero arrogantes cerros que en un tiempo prehistórico fueron el eje de una economía como la que se va a describir en la segunda parte de este epígrafe y que tiene que ver con “zerratu”. En la imagen, el “Cerro Aprisco”, junto a un cordel ganadero.
Ahora toca solamente explicar que cerro no tiene nada que ver con “cirrus”, con rizos ni con moños, sino con un profundo conocimiento de los procesos geológicos que los pastores paleolíticos aplicaban con cierto aire “literario” al dar personalidad a los relieves del terreno.
Su forma original, “se aerro”, pequeño orgulloso, pequeño presuntuoso, indica que aquéllos corremundos sabían que los cerros eran partes de las grandes parameras que habían resistido las acciones demoledoras del tiempo y se exhibían pretenciosos mostrando su resistencia; no en balde los cerros más populares se conocen como “cerros testigo”.