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De la lastra a terrés y a muchos “tres”.

De la lastra a terrés y a muchos “tres”.

Lastra es un término que aparece -con esta y otras formas aparentemente derivadas- hasta mil veces en la toponimia española, pero que ya el análisis de su distribución espacial aporta interesantes sospechas porque en Canarias, no hay una sola lastra, en Galicia hay pocas y en Cataluña, apenas alguna que ha escapado al espíritu diferenciador respecto de Castilla y ha quedado como la mosca en el pastel, La Serra del Pollastre, porque todas las demás han sido convertidas en “llosa” y sus derivados.

Puede que si en el futuro se dedican medios a estudiar la Toponimia en profundidad y no como si fuera un sucedáneo de la Lingüística lleguemos a acercarnos a la certeza, pero ya con la información científica que hoy se dispone y con el avance desarrollado en la aproximación a las raíces del Euskera, se puede asegurar que en Canarias no hay lastras porque su litología es totalmente plutónica y en ese ámbito no se dan estratos planos y fáciles de desmontar.

Algo parecido pasa en Galicia y sus contactos con León y Zamora, porque Galicia es en gran parte un batolito ígneo, entre cuyas morfologías tampoco hay losas de rango decimétrico, sino grandes bolos, con arenas y caolines como producto de degradación.

En Cataluña, si, pero a lo largo de los siglos, las “lastras y llastras”, han sufrido una evolución cultural para asumir el nombre “industrial” del material que se sacaba de ellas, las “llosas”[1], por ejemplo, cerca de Tarragona (Médol) queda el frente y el hueco de una fenomenal cantera de lastra caliza que los prospectos venden como “romana” y que muy probablemente los nativos o quienes visitaran el lugar hace tres mil años, conocían su potencial y ya la llamaban “llastra” ó “llosa”.

Pero no todas las lastras, lastrillas, lastrones ni llastras son tan distinguidos, sino que conforman tierras pobres, por lo que sus imágenes no se prodigan mucho.

Aparte de las numerosas lastras y lastrillas en las mesetas, quizás la formación con afloramiento de rocas con estratos sub horizontales más conocida sea la ”península de La Lastra”, antes una morra pastoril que las aguas del pantano de cabecera del Ebro convirtieron en “costa”.

En la imagen de portada se pueden seguir las formas de la erosión y las líneas de sus capas.

Los sabios españoles se “columpian” al apresurarse a decir que su nombre procede de la copia del idéntico nombre Italiano con el que llaman a las baldosas con que se pavimentaban algunas calles (“lastricare”) y este del latín vulgar “astricum”[2], tejuela cerámica, sin pararse a pensar si hubo que esperar a que se desarrollara la cerámica, hubiera calles e industria para construirlas y con ese nombre llamar a una morfología natural y abundante…

Mucho menos se les podía ocurrir que su nombre correcto, sin quitar ni poner nada, sin malabarismos ni viajes, explica lo esencial de su característica, “las tarra”, “lastra”.

“Las”, actualmente muy usado como “lasai”, significa facilidad, comodidad, parecido al “laxus” latino y basado en “la”, sujeción y “ez”, negación, es decir, algo flojo, combinado con “tarr, dar”, deslizar, arrastrar, explicando la facilidad con que se separan los estratos de roca según sus horizontes de formación en trozos a veces considerables con solo introducir cuñas entre los estratos.

Llevados por esa inercia boba que lleva a dar grandes patinazos a los que creen saber más que los demás, los académicos se “echan” al lastre que era un peso de rocas que se cargaba en los barcos de vela cuando tenían que navegar de vacío, para que fueran estables con viento de través, sin saber que si es cierto que se ha usado lastre de piedra en los barcos, pero eso ha sido solo en una etapa avanzada de la navegación, cuando las naves comerciaban desde puertos artificiales, porque antes, al principio, cuando se forjaban los nombres, el lastre era de arena.

¿Por qué?

Porque antes de los puertos las naves varaban en las playas y en los graos y cuando los marinos descargaban sus picudas ánforas clavándolas en la arena (para eso tenían ese pico que en ningún museo he visto así, hincado en un cajón de arena, sino en un ridículo aro de hierro con patas) y si no disponían de carga de vuelta, completaban la arena de la sentina del bajel con unos cientos de paladas de arena “laa astá”, literal y originalmente  “peso de arena”, que se hizo verbo “lastar” y metastizado, “lastre”.

Y muy cercano al “tarra” que era deslizar y “tarrás” que es el acto dinámico, tenemos en la Toponimia miles de lugares cuyos nombres que llevan los lexemas “terrés”, “terras”, “tras” y “tres”, que no siempre indican que haya tierra ni el aparente número ni la posición relativa respecto a algo importante, sino que están describiendo un lugar peligroso, un barranco o una pedrera resbaladiza por la que es fácil despeñarse.

Lo veremos pronto en “La Mesa de los Tres Reyes” y en otros muchos lugares que se caracterizan por esa característica.

[1] Llosa y losa son también voces de origen vasco, concentración de “lau txa” (cuadrilátero) y posterior monoptongación a “lotxa y losa”.

[2] Para ello se van al Griego “óstracon”

Sobre el autor

Javier Goitia Blanco

Javier Goitia Blanco. Ingeniero Técnico de Obras Públicas. Geógrafo. Máster en Cuaternario.

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