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Desde las veredas a las autopistas

A lo largo de estos folios de un tratamiento muy somero, se viene a decir que hay en la Lengua Castellana un surtido de nombres para las vías y medios de comunicación, cuyas etimologías según el Euskera nos llevan a épocas prehistóricas, siendo un tema de gran interés para expandir y profundizar.

La reconstrucción del proceso de la movilidad de contingentes humanos no es un ejercicio fácil porque los paradigmas que se manejan están circunscritos a un modelo de población  “asentada” que en términos absolutos es reciente y aparte de algunos trabajos elaborados en el siglo XIX sobre la vida de los indios norteamericanos en las grandes praderas y a las recomendaciones de algunos manuales de primeros auxilios, a nadie parece haber importado saber y valorar cómo se movían nuestros antepasados por el mundo antes de que hubiera calzadas y ruedas.

 

En las imágenes, modelo de parihuela para un “tirador” o “stretcher” para semovientes

Es como si la pobreza o la carencia de dispositivos de transporte refinados nos horrorizara y los responsables de la transmisión cultural se hubieran entregado desde hace un siglo al comercialismo más brutal, a contar solo cosas magníficas y hubieran desconocido deliberadamente cómo fueron nuestros “primeros pasos” en el larguísimo proceso de descubrir y poner nombre al mundo y sus fenómenos, así que  elementos rudimentarios como las parihuelas o las balsas de pellejos de carnero inflados y atados a parrillas no hubieran existido.

Parece que la movilidad comenzara con las calzadas romanas y con las naves comerciales fenicias, saltándonos de un golpe cientos de miles de años de ensayos esforzadísimos con centenares de fracasos y algunos triunfos esporádicos.

Es difícil saber si esta grave carencia cultural es inocente o deliberada, pero los paneles y llamadas gráficas casi siempre ignoran los cientos de miles de años previos al artificioso mundo actual y casi nunca muestran elementos que fueron tan corrientes y extensos como las parihuelas para caballo que usaban a partir del siglo XVIII profusamente muchos indios “pieles rojas” o las balsas de pellejos inflados que fueron tan usadas para llevar líquidos como para cruzar ríos y estrechos.

Mucho menos se atrevían a hacer o plantear abstracciones tan elementales como que si los apaches usaron muy tempranamente parihuelas para caballos para moverse por sus amplios territorios, sería porque antes, usaban este artefacto en una escala “menor”, hechos a medida de adultos e incluso niños, para llevar sus ropas, armas y utensilios y su adaptación al nuevo cuadrúpedo que les llevó a la gloria y a la hecatombe, fue cosa de “menor complejidad”.

Porque la parihuela es el elemento precursor de todo transporte terrestre, es la forma elemental que en un momento de zozobra se le ocurre a cualquier inteligencia, consistente en tronchar una rama y transportar una pieza de caza o carroña, madera para el fuego, un compañero herido o un fósil llamativo a su grupo.

No es fácil diseñar un cartel que sea didáctico y que de un vistazo muestre a los niños cómo ha ido evolucionando el transporte en el mundo, pero en ninguno de los que he ojeado he visto referencia alguna a ese “vehículo sencillo” de arrastre que se utilizó en todos los continentes hasta que la doma llegó a los animales de carga.

Los dos palos cruzados haciendo una cuna para arrastrar cualquier cosa son (o deberían de ser) un símbolo, pero hay algo que afecta tanto a profesores como artistas y casi todos lo marginan y comienzan con un carro de bueyes o una carreta tártara.

Hay algo irracional en la preponderancia que la cultura da a la rueda, pero es un hecho que todos los ensayos la colocan en cabeza de las listas de los grandes inventos y -parece- que así lo acepta la gente.

En esas listas tampoco suelen aparecer las balsas de pellejos inflados, sino las canoas, que son muy posteriores.

Los que conocemos la Lengua Vasca, cada vez vemos más posibilidades de aprovechar su capacidad semántica oculta para, cruzando infinidad de voces suyas con otras de lenguas cercanas que a primera vista no aportan nada, deconstruyéndolas ordenada e integralmente, se “superan” las explicaciones tradicionales desde Latín y Griego, dándonos una visión indiscutible de una trayectoria mucho más larga y coherente del proceso de la cultura humana a través de un mecanismo lingüístico armonioso indiscutible, pura ciencia elemental.

Herramienta o mecanismo sugerente, de verdad, en un momento en que el mundo no para de recibir alarmas que amenazan con extinción de unas especies, con crecimientos súbitos de otras invasivas y con pérdida de muchos de los nudos de una red en la que cada malla abierta es un coladero adicional para situaciones que amenazan la estabilidad de la Naturaleza adquirida durante millones de años a través de interacción de armonía, diversidad y economía; sugerente, en fin, porque nos muestra modelos sencillos con los que se han resuelto antaño problemas de inestabilidad que ahora vuelven a asomar.

Entrando en la movilidad y dejando para más adelante los instrumentos, parece una buena idea trabajar sobre los nombres de los soportes del territorio sobre los que se movían nuestros antepasados: “vereda, senda, atajo, calle, acera, camino, vía, ruta, cordel, calzada, rúa, cañada, carretera, carril, estrada, azagador, pista, avenida, bulevar, trayecto…”, y del análisis que se realiza a continuación se llega a una conclusión general que niega que en la mayor parte de ellos, su origen sea el que se dicta de forma sistemática desde el Latín, Griego, Celta o Árabe, sino que tienen un fondo mucho más profundo que enlaza con formas de vida distintas y con la Lengua Vasca que es la única capaz de dar alguna coherencia  semántica a los significados.

Por ejemplo, “azagador” no es una voz muy conocida, pero en la Toponimia aparece casi 200 veces: “Loma del Azagador, Azagador de la Pedrera, Rincón del Azagador…” y que se refiere a un camino estable pero tan estrecho, que los animales han de recorrerlo en fila india y cuyo nombre está relacionado con “zagal” y con “saka”.

Esta última voz vasca expresa empujar, forzar desde atrás, arrear a los ganados para que no se entretengan.

De ella viene zagal, muchacho, rapaz que aún no se ha ganado el respeto social y al que se mandaba hacer los trabajos menos gratos como arrear al ganado “saca al” (“ahal” expresa ejecución, dedicación); viene de esta dura tarea que consistía en ir tras el rebaño pisando lo que caga el ganado, respirando su polvo y ventosidades y esquivando su orina y huella de pisadas en el barro y no del Árabe andalusí “joven gallardo” (saben uasimon).

Azagador recibió una “a” protética, que completó la frase previa, “saga ator”, donde “ator” equivale a procedencia y llegada, así que un azagador es ese caminito por el que llega el rebaño “empujándose” de uno en uno.

O la vereda tan española, verdadera expresión mínima de un camino que forma mallas extensas que nos la venden, bien derivada del Celta “vo reidh” (cabalgar) a través del Latín vulgar “veredarius”, mensajero, bien como derivada de la voz árabe “barid” que se refiere al correo, dando a entender que como el correo se llevaba a caballo e iba por caminos, de “barid”, llegó la vereda.

Esta es una explicación de tipología “hiperculta” que solo se fija en la semejanza fonética, forzando lo racional hasta el absurdo. Según ella, hasta que no hubo correo, no hubo veredas y una vez las hubo, solo unieron los puntos entre los que se creaba correo, es decir, las veredas -según esto- no irían jamás a los pastos de montaña ni a lugares fuera de itinerarios importantes; carece de sentido común, pero enlaza con el paradigma de que la cultura comenzó con los imperios y lo anterior, la vida pastoril, no dejó escritos y por tanto, no existió.

En realidad “ber eda” es una expresión que compara la red de caminos con el sistema circulatorio sanguíneo o radicular, donde los vasos finos son los que llegan a los lugares remotos como las veredas llegan a valles aislados. “Ber”, es la expresión de novedad y “eda” es la extensión, el crecimiento, la expansión, así que “bereda” es la extensión reciente de una vía ya existente.

La senda, apenas una sombra o un clareo de hierba pisada, un pasillito de grava compactada que compartimos con el Catalán, se hace derivar del Latín “sémita”, callejuela, pero la senda es todo menos un itinerario urbano o una calleja; la senda es un lugar de paso seguro apenas perceptible… a menos que uno se fije en las señales que lo anuncian.

De ahí viene “sein ta”, donde “sein, señ” es la evolución (“k x z”) del verbo “keiñ”, avisar, señalar y “ta” es el participio que indica que ese tramo responde a los avisos o indicaciones que antes podían consistir en trazos o pilas de piedra (pilar = “bil har”, piedras agrupadas), que sus tramos estaban señalizados como hoy en día señalamos loe “GR”.

Imagen del GR 11.

El atajo se asigna, sin más al Latín “taliare”, despojar un árbol de sus ramas, pero el verdadero origen está en el lexema “ta” del Euskera, que significa “corte transversal”, raíz que complementada con “jo”, ejecución inmediata, expresa el efecto de una cuerda sobre un arco, es decir, el acortamiento de un itinerario. La interposición de la “a” protética, deja la forma definitiva de la idea reiterativa de “atajar”, acortar.

La calle, aparente invento urbano, nos la explican -sin convicción-, ora desde el nombre latino del talón (“calx, calcis”) sugiriendo que la calle se forma por la pisada del ganado, ora del mismo nombre para la cal, sin importar a los ministros culturales latinófilos que solo un par de lenguas védicas tienen algo parecido como “calee, galí” (Hindi y Punjabí) junto con el Euskera “kale”, emparentada con “kali”, piedra calibrada, reducida a unas dimensiones para poder ser colocada sobre el suelo en la forma de adoquín ( “ato kin”, conjunto enlazado).

Calle es la cinta de terreno tapizada de piedras talladas a una medida para que ajusten, avance notable en lisura y capacidad portante sobre la forma primitiva en la que los cantos rodados de forma aplanada, se “clavaban” uno junto a otro a golpe de mazo.

 

La calzada parece familiar ya a primera vista, pero el forzado cultural es patente desde la propuesta de que procede de un inexistente Latín Vulgar “calciata” o, dando un bandazo, desde el otro lado del Atlántico, Nahuatl, ambos inconsistentes; el primero, porque las calzadas romanas no se basaban en una superficie enlosada, sino, al revés, en un edificio que parte de un cimiento de grava gruesa y bolos, se rellena con grava media y fina y se remata con zahorras o mezclas de áridos finos compactados, que ofrecen un pavimento adecuado para rodar, cabalgar o marchar sobre él. “Kal tza ta” es una frase vasca que concita “kal”, la idea de clavar, hincar profundamente los elementos pétreos en el suelo, “tza” o hacerlo de manera extensa y “ta” participio de ejecución.

El segundo, propuesto a partir de “calli”, casa, y “tzalantli”, intermedio, no atiende en absoluto a la fonología ni al modelo de red de vías romanas ni justifica irse a las lenguas americanas antes de haber hecho una incursión en una lengua básica de Europa, el Euskera.

Forzado que se manifiesta de forma inconsciente en los ámbitos culturales y de enseñanza, mostrando las calzadas romanas como vías formadas por una superficie hecha de losas de piedra, modelo que solo se daba en las entradas a las poblaciones (zonas de paseo), mientras los verdaderos troncos viarios (ver investigaciones de Isaac Moreno Gallo) se conformaban como en la imagen siguiente, con la idea de clavar la base y subbase en el terreno y ofrecer una pavimento ejecutado con fracciones granulares, pensado sobre todo para el transporte rodado y dotado de una infraestructura estable de ventas y casas de camineros que se responsabilizaban de conservar la comunicación rodada y la circulación de  legiones con las atenciones debidas a las mismas.

Tal estructura se ha conservado hasta las carreteras y autovías actuales porque responde muy bien a la facilidad de ejecución y a las solicitaciones y necesaria estabilidad de taludes y calzadas, siempre que el uso no sobrepase de forma continuada los límites de cargas y el entretenimiento sea el adecuado. En la imagen,

 

Y la acera?

La humilde y necesaria acera que se creó como paseo peatonal elevado respecto al carril para liberar a las personas del agua y otros riesgos y proyecciones de vehículos y semovientes, es presentada como derivada de “faz-facera”, fachada, (nombre que no se repite en los idiomas cercanos) el Euskera relativiza al proponerla como derivada del arranque del vial principal: “Hazi era” , donde “hazi” es el comienzo y “era” la generalización.

Quizás se debiera haber comenzado con el camino que nos lo resuelven como de origen celta, variante de “cammin”, aunque solo haya algo parecido en el Catalán “camí” y el Vasco “kamiño” y en los registros celtas, no se encuentre otra cosa que “bautru, biti, sentu, era…”, así que hay que dudar de ese “cammin” y escuchar al Euskera, que a través de “kame”, pisar, ahoyar, ahondar y de “eiño”, participio del verbo ejecutar, explica que el camino trasciende de ser la cama, el encame de una liebre o de un recental que espera a su madre, para describir un trazado donde la hierba y arbustos pisados por contingentes humanos o de ganado, ha cedido a la presión del pisoteo para ofrecer un pasillo de menor resistencia al desplazamiento y de menos riesgo respecto de ataques de insectos y reptiles, un lugar amigable.

Tampoco la vía está libre de someterse a la discusión de si es o no de origen latino, vía que está en varias de las lenguas latinas y en algunas germánicas y en el Vasco “bidé”, lengua esta que tiene -además- numerosas variantes que apoyan que sea patrimonial del Euskera (bialdu, biali, bidagune, bidai, bidagin, bidaide, bidale, bidari, bidaro, bidarte, bidau, bideazko, bidegatu, bidegin, bideko, bideratu, bidezkunde…), discusión que no es fácil de zanjar para una voz tan corta, por lo que la duda sobre su origen queda abierta hasta que haya argumentos más contundentes.

“Cordel”, voz cada vez menos usada al ritmo al que la estabulación desplaza al pastoreo, está relacionada directamente con la cordillera, secuencia lineal de montañas que “cierran” áreas interiores a las que se accede por los puertos de montaña. Cordillera está relacionada con la idea de “guardar”, de circundar y limitar el ámbito en que los rebaños pueden moverse bajo la custodia de los pastores y que está igualmente relacionada con la “corte” y con la “korta”, expresiones castellana y vasca para la cuadra o establo y con el cordero, ese animalito suculento que por haber nacido tardíamente (antes solo había un parto al año), se ha criado en la cuadra (corte) y se presenta para el sacrificio en Navidades.

Así, “cordel”, que los sabios oficiales quieren que sea una versión menor de una cuerda de tripa (“khorde”, intestino, tripa en Griego), es evidente que en su acepción de camino o senda, nada tiene que ver con los cordones ni con las cintas, sino con un corredor que discurre próximo a la divisoria de aguas y que “domina visualmente” el valle circundado; la clave está en “gorde illera”, formada a partir de “gorde”, guardar, limitar e “ilera”, alineación.

En cuanto a las celebérrimas “cañadas” entendidas como rutas o vías pecuarias, no hay oferta alguna de significado aparte de relacionarlas con los barrancos que desgarran las mesetas, haciendo posible el enlace de las vegas bajas con las tierras altas; no la hay en el entorno amplio europeo ni en los dialectos ibéricos por lo que puede ser oportuno sugerir su parentesco con “ganatú” del Euskera, dirigirse, acceder, bajo la forma “gana eta, gañata, kañada”, una especie de “redes de acceso” entre los cuarteles de verano e invierno.

La carretera y el carril que los etimologistas vacilan a la hora de asignarlos (según ellos) a la carreta y al Latín “carrus”, tomado del Celta y este del indo europeo inventado, “kers”, correr, se está en completo desacuerdo, porque se tiene la certeza de que se origina en “garr, karr, larr, narr…”, variantes euskérikas de arrastrar, deslizar, primera e innegable modalidad del transporte muy anterior a la rueda y que fue usada profusamente no solo en el medio rural (con útiles como el de la imagen), sino en calles adoquinadas del País Vasco hasta finales del siglo XIX por medio de las “larras o narras”, también llamadas “narrias” en los territorios cercanos, especie de trineos tirados por bueyes y por equinos, siendo el ingenio precursor de los carros durante largos milenios, hasta que un mundo sedentario necesitó el movimiento de crecientes cantidades de productos y dedicó parte de su esfuerzo a hacer carreteras, una versión estructurada y mejorada de lo que antes fueron los pasillos y arrastraderos de narrias.

Hasta la actualidad ha llegado en Euskera la idea del arrastre que se conserva como “Garraio”, tal como se puede ver en el sello del Departamento de Ordenación Territorial, Vivienda y Transportes del Gobierno Vasco, voz contundente que no se puede desvincular de ese “carro” que los eruditos se empeñan en que sea celta, porque en el chapucero proceso de reconstrucción de ese conjunto de lenguas se ha alternado la forma “karro”, con “kolo”, “en-sedo”, “erret” y aún con otras tanteadas para el transporte, como “bere-bero” o “ufo-bere” y que resultan igualmente lejanas para la forma que se ha otorgado a la carretera, “bautru”, “mantalo” y que dicen muy poco a favor de cómo se han pasteleado las supuestas lenguas celtas.

No es de extrañar que carros y carretas dieran nombre a la carretera que solo se comparte con el Catalán y que apunta a un origen pre celta.

No menos curiosa es la estrada que se comparte con el Gallego, Portugués, Italiano… y que en el dialecto vizcaíno se conservaba aún fresca hace sesenta años con un significado muy concreto, el de “camino entre parcelas o huertos”, generalmente estrecha pero suficiente para que los asnos con albardas pudieran circular e incluso cruzarse en algunos puntos. Su etimología no tiene duda posible porque parte de “esi tartea”, “estarta”, “estrada”, donde “esi” es el cercado que delimita una propiedad y “tarte” indica una localización intermedia, es decir, lugar entre parcelas, una concesión social que se remonta a la época en que los pastores comenzaron a hacerse propietarios.

En cuanto al bulevar, que todos tomamos como versión lujosa de un paseo urbano, la única propuesta con que pelotean los investigadores de gabinete, es que se importó del Holandés “bol werk”, empalizada, término militar como obra de defensa urbana por donde se paseaba, solución que se pone en duda porque hay opciones como “bur e barr”, compuesta de “bur” elevación, parte alta y “barr”, barra ribereña, playa de arena alargada y elevada, lugar verdaderamente agradable para pasear y solazarse.

Con la pista y la duda de que el Latín Vulgar existiera y le hubiera dado ese nombre porque era pisada, (pisar es “calco”, en Latín) y viendo más probable su relación con “pix ta”, donde “pix” es la traza o el conjunto de trazas lisas que deja una corriente de agua en la arena, se cierra este ensayo que apunta a épocas prehistóricas y que invita a rebuscar y a profundizar en el sugerente tema de las vías de comunicación

Sobre el autor

Javier Goitia Blanco

Javier Goitia Blanco. Ingeniero Técnico de Obras Públicas. Geógrafo. Máster en Cuaternario.

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