La existencia de los “dolium” (o su plural, dolia) y su uso en entornos de producción y almacenaje, era conocida por referencias desde el siglo tercero antes de nuestra era, pero el descubrimiento relativamente reciente de varios pecios con una o varias líneas de dolias[1], algunas en buen estado, las ha despertado del olvido, estimulando a los más imaginativos sobre lo complejo que sería construirlas al mismo tiempo que los barcos, dado su tamaño y que parecen estar monolíticamente unidas a los cascos.
Elementos enormes (con pesos de 300 ó 400 kilos en vacío y cabida de más de mil litros), tenían que elaborarse y ser horneadas cerca de almacenes y astilleros con procedimientos que se desconocen y que debían de ser sofisticados y todo apunta a que si bien el uso en almacenes era comprensible, su instalación en barcos debió de surgir por la ambiciosa regla para el incremento de beneficios en cualquier negocio que se conoce como “economía de escala”.
En este caso, dando el salto de ánforas a dolias, para transportar más producto en cada viaje.
En la figura se plantea la comparación entre un ánfora típica de alrededor de una cántara de capacidad (16-20 litros) y una dolia, cien veces más capaz. La primera debía su forma tan puntiaguda a dos cuestiones esenciales, una a la resistencia estructural porque su estabilidad se conseguía hincándola en arena y continuamente había que sacarla e hincarla para abastecerse o limpiarla, pero más importante y revelador aún, era que estaban diseñadas para el transporte marítimo y su inmovilidad a bordo se conseguía hincándolas en la arena de lastre.
Este mismo potencial facilitaba el que si una vez hecha la estiba para una condición de viento esperada e iniciada la navegación, el viento o el rumbo cambiaban, en un corto tiempo se podían pasar “a mano” las ánforas necesarias al lado de barlovento, equilibrando el barco y haciendo más cómoda y eficaz la singladura.
Otra observación inmediata es que los barcos varaban en playas, no amarraban en diques y la carga se desembarcaba y dejaba hincada en la arena hasta que fuera distribuida. Un ánfora llena podía pesar entre 25 y 35 kg., peso cómodamente manejable por dos personas.
Se ve que una parte de la filosofía de construcción de las dolias seguía íntegra; material, forma de revolución y fondo apuntado, pero esta última condición se fue rebajando hasta acercarse a fondos planos, lo que indica que la estabilización sobre arena se fue abandonando al ser destinadas a localizaciones definitivas. Esta variación pudo traer mejoras económicas a corto plazo, pero al encajarlas solidariamente a la estructura en barcos mayores que resultaban incapaces de corregir la escora durante temporales o situaciones de emergencia, debieron dar lugar a continuos hundimientos y a grandes pérdidas económicas por lo que esta modalidad de transporte solo parece haber resistido dos o tres siglos para desaparecer y volver a recipientes menores.
El hecho de que los odres, botas y pellejos que también eran muy usados para el manejo de líquidos como el vino hayan desaparecido por degradación en yacimientos terrestres y pecios, hace que todos los análisis se centren en la indestructible cerámica, lo que genera un enorme sesgo en los planteamientos basados solo en arqueología, siendo difícil recrear las condiciones en que almacenes, factorías, astilleros y embarcaciones se desenvolvían, a menos que se recurra a otras varias disciplinas y a la extrapolación.
El Euskera puede ayudar mucho en este objetivo.
En cuanto al nombre “dolía”, los lingüistas se afanan en buscarle padrinos donde sea; bien en el antiguo eslavo o en el ruso (“dolina”, valle, depresión); en el griego antiguo “δολιχός”, “dolicos”, que se suele traducir por “largo”… pero las dolias tienen poco de valles y nada de largas, así que su nombre se acerca mucho más por fonología y función a las “tolas” como se llama aún hoy en día en Euskera a los potes de hierro con el reborde repujado y cubiertos totalmente de esmalte, nombre que antes se daba en los ambientes de forja y metalurgia a unas chapas de hierro embutidas o abolladas[2] como cuencos en las que los herreros calentaban alimentos.
Este nombre es también muy cercano a las tinas que se usaban hasta los años cincuenta, una especie de medios toneles de gran diámetro cuyas dovelas se sujetaban con aros de hierro y en las que se preparaba un caldo a base de agua y tanino para empapar en él las redes de pesca de lino o algodón y hacerlas resistentes a la putrefacción. Este era un proceso muy laborioso que se repetía todas las primaveras antes de comenzar la costera de la anchoa, en él la actividad de las tripulaciones y las “neskatillas” auxiliares era intensa en los exteriores de cada lonja en que los barcos guardaban sus equipos.
Recuerdo especialmente el fuerte olor de aquel caldo y las redes tendidas durante días en unos tinglados a base de largueros articulados y cómo cuando se iban secando, los niños corríamos por entre las redes.
Hace casi setenta años que no hay tinas[3], pero aún puedo ver entre mis recuerdos al último “tonelero” que reponía duelas y aros a las tinas averiadas.
Respecto a la posible etimología de “tina”, no se ha avanzado gran cosa desde Covarrubias (ver facsímil) que la comparaba con la caldera (“cortina”), sin razonar que la siguiente voz en su lista, “tinaja”, que reconoce ser un vaso “capacísimo” aunque la desinencia “aja” del Castellano se suele referir a los elementos pequeños o despreciables de una serie, fuerte contradicción que podía haber resuelto con preguntar a cualquier vascongado que le hubiera dicho que “asa” al final de un sustantivo, suele referirse a elementos separados de un conjunto o ente.
En este caso la tinaja no se refería a un hoyo o tina de tintorero enterrada en el suelo, sino al recipiente elaborado por el alfarero, que generalmente era enorme.
Las explicaciones disponibles hoy, son las de J. Corominas, copiadas de las de Covarrubias de hace cuatro siglos y simplemente ampliadas con opiniones como: “Tina, se testimonia como tinia y tinum, vieja voz dentro del Latín, que no tiene paralelos en otras lenguas”[4].
“Tinatu” es un verbo vasco relacionado con la retención, la acumulación, de forma que tinas y tinajas son recipientes que inicialmente se horadaban en el suelo y luego se fabricaron en arcilla y para su seguridad se seguían enterrando hasta que la capacidad para labrar madera facilitó que se hicieran con dovelas o duelas apretadas (primero) con aros vegetales y luego con tiras de acero, pero conservando el nombre.
La imagen de portada muestra una hilera de dolias asomando en un pecio y la solidez de sus bocas, que -seguramente- iban tapadas con una piel fuertemente atada.
En cuanto a potes, botes y botas, que los profesionales quieren hacer derivar de orígenes tan diversos como disparatados (del Latín Vulgar “pottus”, del proto indoeuropeo recreado “bheid”, partir u tronco, del Latín “buttis”…), lo más probable es que todos procedan del originario “bod, bodæ” del Euskera, pellejo entero y curado de animal, técnica con la que se hicieron los primeros recipientes y embarcaciones y que al ampliar el uso de la cerámica[5] a los recipientes, estos tomaron el nombre del pellejo en que se transportaban e incluso en la bolsa en que se calentaba el agua para sopas o caldos con piedras rusientes, como en la figura siguiente, recreación de cómo antiguamente se podía hervir agua sin necesidad de olas de metal ni pucheros de barro.
Lo que si tiene visos de ser cada vez más eficaz, es la utilización del Euskera arcaico, combinado con conocimientos de antropología, cinegética, navegación, carnicería y otras disciplinas generalmente ignoradas por los hipercultos.
[1] O tinas como se llaman aquí.
[2] Tolestu, abollar, plegar
[3] La entrada del “nylon” en los cincuenta, desplazó a las fibras naturales y sus pesados tratamientos, aunque con la nueva técnica llegaron nuevos e irresolubles problemas.
[4] Esto lo dice la sabia valenciana E.P., que se ve que no ha consultado los diccionarios vascos.
[5] Inicialmente solo se hacían figuras y proyectiles para hondas.