Todos sabemos que la elegancia es un don que poseen algunos seres que manejan con soltura y estilo las proporciones, la estética, la cinemática, las combinaciones de prendas y la armonía… y que son agradables a los demás por sus evoluciones y expresiones…, así que cuando del Francés al Noruego, pasando por el Inglés nos dicen los árbitros del conocimiento que su origen está en un verbo latino que significa “arrancar seleccionando” (“eligere”), algo se revuelve en el cajón de la lógica porque parece que la elegancia no fuera para los padres de la lengua latina cosa del sujeto, sino del poderoso que decide qué se tira a la basura y que se entroniza.
La práctica totalidad de las lenguas europeas (excepción del Finés y alguno de los idiomas celtas y el Euskera), usan variantes con evidente origen común, origen que ya no se corresponde con la forma griega ni con ninguna de las lenguas de más allá del Indo, con lo que se rompe la cadena “indo europea” a la que suelen recurrir los profesionales cuando la latinidad está en duda, así que no puede extrañar que los disconformes propongan otras tesis que planteen una mayor autoría o intervención de los agentes y un rechazo a que la elegancia sea una mera gracia en la elección y distribución de prendas.
No puede caber duda de que las organizaciones humanas paleolíticas que –ya- basaban la supervivencia y el bienestar en unas relaciones sociales refinadas, entre las que no podían faltar la diplomacia y cortesía, compendio de muchas virtudes y aptitudes y que todas ellas debían de tener nombres de mayor detalle que el genérico “giza-lege” (ley, comportamiento humano) con que hoy se resume todo este ámbito.
En este sentido, hasta épocas bien recientes, los grupos viajeros (marinos, transportistas y muleros, investigadores, misioneros…), solían seleccionar alguno de sus componentes de trato afable para iniciar relaciones en lugares nuevos. Estas personas cuyo aspecto no podía ser comparable al de los “urbanitas”, sí solían disponer el don de manejar las lenguas con discreción y habilidad, lo que se conocía como “ele gan”. “Ele” es el lenguaje en su conjunto, en todos sus matices y “gan” equivale a elevado, supremo, haciendo de “ele gan tzia”, el arte del manejo del lenguaje.
La idea preconcebida que se maneja desde el siglo V de que el Latín es la madre de las lenguas latinas y la madrina de las germánicas y otras ramas, ha anulado a lo largo de los siglos infinidad de planteamientos que sugerían un mecanismo distinto y que discutían desde lo general a lo particular; por ejemplo, en este caso, que no solo la forma “elegans” no tiene que ver con elegir las flores lozanas, sino que incluso otras variantes que se dan por latinas, “concinnus, venustus, pulchrum, formosus…”, tampoco son de patente latina sino de un sustrato anterior y que su presencia en esas lenguas es muy anterior a la expansión del Latín, en este caso, del Euskera.