Este rotundo nombre se lo puso Carlos Linneo mediado el siglo XVIII a la modesta haya, porque con el primero de estos nombres la llamaban los romanos y así se repetía en los medios cultos, al menos tras el Renacimiento, como lo confirma la explicación de Esteban Covarrubias casi dos siglos antes, quien quería implicar también al Griego “fegos”, aunque en este idioma su nombre común sea “oxia”.
Su nombre en los idiomas cercanos varía entre tres o cuatro versiones principales; algunas lenguas latinas lo tienen parecido al Latín (“hagi, faiu, fago, faggio, fagu, faia, fag”), en Francés la llaman “hetre”, las eslavas y los húngaros, con variantes de “buk, bik”, parecido a algunas bálticas y germánicas “bok, bukas”, las germánicas en torno a “beech, buche…”, las védicas, no muy diferente, “bika, bech…” y el vasco “pago”, casi como el Esperanto, “fago”, así que para nuestros sabios y académicos ha sido más fácil asegurar que el “pago” vasco viene directamente del “fagus” latino, que el meterse en berenjenales que tan poco gustan a la cómoda clientela de las universidades y los mentideros de hoy.
Pero el haya tiene una gran personalidad y algunas propiedades muy particulares que –aparte de algunos botánicos y algunos ingenieros forestales- pocos conocen hoy en día, tan alejados como vivimos del conocimiento de la selvicultura, de la botánica y de otras artes –que no son tan menores- como la construcción de viviendas y barcos, la carpintería o el carboneo.
Una de ellas es que las hayas son árboles recios donde los haya; tan recios, que cuando nacen y crecen sin intervención humana y sin que las parta un rayo, su estructura consiste en un tronco robusto, derecho y único y una constelación de ramitas que solo en los grandes ejemplares consiguen un cierto grosor: Es un árbol sin ramas aprovechables ni accesibles y con un tronco tan monolítico, que es difícil de arrastras desde las umbrías donde crece hasta los aserraderos.
El ejemplo de la siguiente foto puede dar idea de la desproporción entre ambos elementos de esta especie, sobre todo si se compara con sus competidores caducifolios: Robles, fresnos, nogales, etc., todos ellos dotados de grandes y utilísimas ramas.
Nuestros antepasados nómadas sabían que el haya joven partida por un rayo u otra acción fortuita, respondía a la guía perdida con una serie de “varas” de gran vitalidad que surgían de las modestas ramas y crecían enhiestas, rectilíneas y potentes, decenas de metros.
Esta propiedad dio lugar a la actividad forestal del “trasmocheo”, que consistía en seccionar el tronco principal a una altura “moderada” de unas tres varas y en los años siguientes favorecer a tres o cuatro de los chupones, que en dos décadas producían unos cuerpos cilíndricos y sin apenas ramificaciones, con lo que era fácil subir a las ramas portadoras y abatirlos con el hacha, obteniendo de un mismo pie una cosecha estable durante siglos, aunque el abandono de –ya casi- medio siglo de esta actividad, ha convertido a hayedos antes frescos y climácicos en montes viejos donde la absurda manía por la protección no razonada los ha condenado a una muerte próxima por exceso de biomasa…
La ignorancia y dejadez de montes y campos tiene su reflejo en las universidades donde la teoría, una sabiduría sin raíces, ocupa el tiempo y los esfuerzos de los estudiantes, cuando “ahí fuera” hay tanta necesidad de un trabajo inteligente y amante de la Naturaleza.
¿Qué tiene esto que ver con el nombre de la especie?
Pues que algunos y yo entre ellos, no nos creemos que “fagus” nació de la nada en una tertulia de la Roma de hace casi tres mil años, creemos que el nombre vasco original fue “ba aku”, no tan lejano del “pagu” que se dice en Bizkaia o del “pago” que ofrecen los diccionarios.
“Ba” no es el apócope de “bai”, “sí”, sino la afirmación misma; así, “ba nator”, “ba nekí”, “ba delá” que se entienden como “si que voy”, “si lo supiera” y “que sí es”, son frases tan contundentes como el “ba aku” citado, donde “aku” es la vara, la rama derecha, siendo el nombre del árbol, la confirmación de que produce brotes rectos y utilísimos.
De este “baku” ha salido “pagu” y el “fagus silvática” de Linneo, una prueba más de que las leyes fonéticas no van solo en la dirección que al “sistema” le interesa para mantener inflada la hegemonía del Latín, una hegemonía que pierde aire como la rueda trasera de mi moto, que paso cada tres días por la gasolinera para darle tono.
Tanto que el “gasolinero” mosqueado me preguntó qué me pasaba.