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Fuego

Los resultados de cruzar datos y razonamientos de personas con el don de la crítica y formación científica, coinciden en proponer el inicio de la era Cuaternaria (unos 2,5 millones de años), con el dominio del fuego por grupos cohesionados de humanos.

Apenas hace cien años que las sociedades modernas desterraron al fuego de hogares y factorías, relegándolo a los bolsillos de los fumadores, rincón del que en las últimas décadas también está siendo expulsado.

Es posible que en el futuro el fuego sea una voz que se limite a las acciones de guerra, pero en el pasado, a lo largo de una interesantísima Prehistoria y hasta hace esos cien años el fuego no solo fue la solución para la defensa, el hambre y el frío, sino que su entorno fue universidad y academia donde las experiencias de los antepasados contadas por los viejos corrían entre susurros alrededor del círculo mientras duraban las llamas.

Las culturas clásicas de Eurasia siempre han considerado al fuego como uno de los cuatro o cinco elementos fundamentales, comparándolo con el aire, agua, tierra o éter y todos los investigadores coincidimos en que en la Prehistoria la distinción debió de ser la misma, a juzgar por la íntima relación entre fuego y supervivencia.

Entrando en aspectos de identificación, también hay acuerdo general en que los elementos y fenómenos reconocidos tempranamente, debieron de recibir nombres breves, contundentes y con un fácil acceso a la memoria mediante la intuición, así que no es extraño que en Euskera su nombre sea el más corto y sonoro de este entorno continental: “su”.

Otros lexemas que suelen acompañar a “su”, son “fu”, “ise”, “ke” ó “erre”, que significan sucesivamente soplo, candente, humo y quemar.

Las lenguas latinas carecen de uniformidad para ese fenómeno candente del fuego, variando desde las del tipo “feu y foc” hasta “ignis” o “lume”.

Tampoco las germánicas, “brand, brann, brasa, faia, feier…” tienen homogeneidad.

Como las eslavas, “vatra, ogien, ogon, ogenj, vohon…”

Ni las bálticas, “uguns, ugnis, tulekahju…” son cortas o de un origen común.

Las de origen celta, “tine, tiene, tan…”, más breves, si parecen compartir fuente, pero no el hecho de estar emparentadas con otras.

Otras como el Finés, voces largas como “tulipalo”

Las que si muestran un origen común son las del otro lado del Indo (“aag, aga, ago, aguna…”), pero carecen de cualquier cercanía a las formas germánicas o al Griego (“fotió”), por lo que los impulsores del axioma “IE”, no entienden cómo un elemento así no esté comprendido en este pretendido eje.

Buceando en el Euskera, no solo “su” está implicado en docenas de voces vascas relacionadas con el fuego, estándolo también en otras latinas que nadie podría imaginar que estuvieran implicadas con el manejo del llamas, incendios o brasas.

Por ejemplo, se da por indiscutible que el “soil” británico y el “suelo” proceden del Latín “solum”, pero nadie explica porqué a la tierra desnuda se le llama así.

Para entenderlo no basta con visitar referencias del Imperio de hace dos milenios y medio.

Hay que irse mucho más atrás, hay que hacer una profunda abstracción y asomarse al momento en que un grupo humano que haya trabajado semanas en talar y rozar un monte o un soto, decide que es el día adecuado para quemarlo y prenden un fuego que pronto atiza el viento y que con la paciente ayuda de sus miembros, en dos días solo quedan cenizas que remueve ese viento y bajo ellas aparece la tierra desnuda que antes solo se podía ver agarrada a las raíces.

¡Eso es “su el”!, “el” es lo conseguido, lo traído por algún agente, lo afianzado y ese agente es “su”, el fuego. “Suel” es el compuesto mineral y orgánico de naturaleza árida agregada sobre el que se asentaba la cubierta vegetal, que ahora se puede coger a puñados.

Pocas interjecciones son más recurridas que ¡gracias!, pero no hay para su génesis otra explicación de la que dice que procede de la “gratia” latina, derivada de “gratus”, agradable.

Otros pensamos que su origen es muy profundo, tan profundo como la proyección de agradecimiento por parte de un miembro de la sociedad a las fuerzas desconocidas cuando consigue resolver una tribulación que puede ser vital para el grupo, porque el fuego hay que encenderlo para que prosiga.

¿Cuántos de los lectores han tratado de encender una barbacoa disponiendo de todo lo necesario y cuantos se han visto en la necesidad de encender un fuego cuando alguno de los elementos en liza se mostraba contrario?.

El fuego es y ha sido siempre un fenómeno que cuesta iniciar. Sabemos por voces como “ascua” ó “yesca” que veremos enseguida, que los antepasados tenían técnicas muy avanzadas para ayudarse en las secuencias iniciales del fuego y trabajamos para descubrir los nombres de otras que –seguro- tenían para los pasos siguientes, pero el inicio de la primera “llama mayor”, la que indica que se está rompiendo la inercia del frío, debió de ser muy importante porque indicaba que el fuego “quería arder”.

“Gar hasía” se dice hoy y se decía hace milenios para expresar la aparición de la primera gran llama con vocación de seguir. “Gar” es la denominación del gas candente, la llama y “hasía, asía” es el adjetivo que la califica de grande, mayor, creciente y esta “garrasía” transformada en gracia, en gratia, grace, grazia… expresaba un agradecimiento verdadero a los seres o fuerzas venerados.

“Socarrat” es una voz que se oye en valenciano en cuanto alguien se acerca a un fogón donde se cocinan paellas. Se llama así a la parte del arroz donde la llama ha sido más fuerte y la parte exterior se ha carbonizado parcialmente adoptando un tono marrón y un gusto característico que a algunos les priva. Su origen es muy anterior al dominio del metal y al tostado indirecto y –antiguamente- se refería a las carnes o pescados al “espeto”, que no habían sido asados solamente por la radiación infrarroja de brasas y llama, sino que habían sido lamidas por la llama.

“Su” es el fuego genérico, ”garrá” es la llama voluminosa y “ta” es el tiempo verbal en participio, así “su garra ta” significaba “pasado por la llama” y esta voz casi íntegra se ha conservado para el efecto de exceso térmico a través del metal.

Muy parecido es el verbo “gratinar” que a nuestros sabios les suena a francés, pero que está basado en la misma “garra”, llama y la terminación “ina” es el participio verbal con una “t” intervocálica que suaviza la voz.

“Is, ise” es otra de las formas que existen en Euskera de llamar al fuego en abstracto. En las Glosas Emilianenses aparece como “içi” y en otras voces aparece como “iz” con un valor –también- como de elemento candente o rusiente.

El guiso que deleita a todos, la carne cocinada con verduras y grasa en cazuela, que los académicos desconocen de donde procede, también tiene explicación a partir de “gi”, tejido magro, carne e “ise” fuego.

O el barniz, que se quiere hacer derivar del nombre de la pintura en persa, “barnika”, pero que en realidad procede de una refinadísima técnica olvidada que consistía en calentar con gran precisión tablas de ciertos árboles de especies cupresáceas o coníferas para que los aceites internos salieran hacia la superficie, protegiéndola de una forma superior a lo que hoy en día se consigue.

La explicación a través de “barn”, interior, meollo e “ize”, calentamiento: Calentamiento del interior.

Acercándose a la tecnología que creemos moderna, el acto de unir dos metales en la forja o con soplete, pudo haber empezado mucho antes con cera, lacre u otros materiales cuando los antepasados descubrieron que con calor y presión se conseguía unirlos: “Su” que es el fuego, seguido de “eld” que equivale a afianzar, sujetar, ha podido ser el origen de “Su eld a”, soldar, y no la explicación latina de derivar de “solidus”, que nada dice.

El propio proceso de fundición de metales, exigió un doble esfuerzo tecnológico en lo que a temperatura a conseguir se refiere. Pudo ser un proceso de decenas de miles de años el que llevó –primero- a condensar la energía calorífica de la madera, consiguiendo el carbón vegetal y –segundo- y de mayor componente imaginativa, al dar con la forma de insuflar el aire (precioso comburente) en el centro del hogar que sustentaba la mezcla de carbón y mineral.

Del carbón y su precioso nombre, “i ke tza”, ya se ha hablado en otras ocasiones, pero el arte para forzar al aire a entrar en esa masa compacta, consiguiéndolo finalmente, se asimiló a “fu ende”, que dio el “funde” y el verbo fundir. “fu, bu” es la acción de impeler el aire, de soplar y “ende” la consecución exitosa del empeño, cuyo resultado es un salto en la temperatura conseguida y la fusión del metal que cuela al lingotero.

Las explicaciones oficiales diciendo que el verbo derramar nació “fundere” (“effundam”) en Latín, no aporta nada porque las voces complejas no nacen íntegras, sino compuestas.

El “ascua” del Castellano, trocito de brasa conservado entre cenizas, merece un lugar entre las técnicas del “arranque” del fuego, porque consiguió llevar el germen de la lumbre a otro futuro fuego y hacerlo con garantía de éxito, es decir, sabiendo que por medio de ella el nuevo fuego sería una realidad en minutos. Su nombre sencillo y contundente significa “lo de iniciar” a partir de “has, as”, empezar y “koa”, correspondiente, relativo a…

La rebaba que los mecánicos de hoy conocen como un resto cortante de la mecanización, antes no era eso, sino las salpicaduras redondeadas que rodeaban a los cazos y crisoles formadas por salpicaduras de metal fundido: “erre baba”, algo así como espumarajos quemados.

Otra forma de iniciar un fuego –la genuina- consistía en provocar la primera ignición de un material combustible ligerísimo formado por filamentos, estambres y otras fibras vegetales que los antiguos portaban en bolsitas y que eran prendidas por medio de sílex o fricción de madera. Su nombre “ies ka” equivale a huidiza, esquiva, debido a que la menor brisa se la arranca de la mano.

Sobre el autor

Javier Goitia Blanco

Javier Goitia Blanco. Ingeniero Técnico de Obras Públicas. Geógrafo. Máster en Cuaternario.

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