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Gregorio

Los nombres de lugar son un inmenso reservorio de información completamente virgen, sobre el cual las incursiones ensayadas por la ciencia oficial han sido hasta ahora menos efectivas que los dientes de un ratón a un gran queso de corteza dura que no consiguen raer para dar paso a la rica crema que guarda. Todo lo que tiene que hacer el investigador es comenzar desconfiando de que tal variedad sea debida a casualidades, a la abundancia de santos, héroes ni a restos árabes o godos, proveerse de paciencia y aplicar sus conocimientos con una suspicacia descarada, rechazando de entrada toda fantasía que una inteligencia racional no sea capaz de asumir.

Aquí se van a repasar algunos nombres de sitios que suenan inmediatamente a hagiónimos o antropónimos 1), pero que las características físicas de cada lugar o los complementos que les acompañan advierten de que “no hay seguridad” de que lo sean. Por ejemplo, “Liborio”, un personaje de cómic de los años cincuenta que yo adoraba y que trabajaba en un laboratorio (seguramente en honor a San Liborio, santo con poderes sobre la piedra hepática), aparece en media docena de lugares dispares (en Lugo, en el Maestrazgo, valle de Hecho, pantano de Yesa y en Baza…), es obvio que Liborio no caló o ese nombre no significó tanto como Gregorio, por ejemplo, nombre recurrido por santos, obispos, cardenales y tipos célebres, hasta bien entrado el siglo XVII, cuando parece que la Ilustración acabó con las fantasías seculares.

Al menos eso es lo que se deduce de un vistazo a los más de cuatrocientos lugares que llevan Gregorio o Gregoria en España y que se reparten por toda la geografía con prevalencia por las zonas quebradas y ásperas, donde aparecen rocas sueltas de diferentes litologías y singulares procesos de modelado.

La metodología para un análisis masivo de un nombre como Gregorio, debe partir asumiendo que la forma que más potencia estadística presente, es la que menos ha evolucionado; en este caso, “gregorio” a secas, esto es, sin variantes de género, de número ni de complementos, adiciones o pérdidas.

Esa unidad pasa a ser modelo de otras de sonoridad parecida que se han conservado con variadas peculiaridades territoriales.
Por ejemplo, aparece como “crego”, que en Gallego es la forma de llamar a los curas, pero hay casi cien lugares que llevan este nombre o complemento en Galicia y no es fácil concluir qué influencia pudiera haber tenido un sacerdote en cada uno de ellos; por ejemplo, “A Pena do Crego” (La Peña del Cura) es un auténtico menhir natural de más de 20 metros que se encuentra cerca de Betanzos.

No menos abundante, las versiones sonorizadas de “greg”, “creg y cres” se suelen tomar en literatura como “cruz”, pero muchos de los lugares que llevan ese apellido están cuajados de bloques pétreos como “Cregüeña” que se prodiga en el alto Pirineo donde se dan coronas de picos rocosos y cresteríos como las Crestas de Armeña, de Calavera, de las Espadas (en la imagen), de Urdiceto o del Gallo, que llenan la geografía de peñascos.

También hay formas menos agrestes, más cuadriculadas que dan en “cretas, gredas y gredos”, familiares cercanos del “greg…” de Gregorio que se rodean de rocas cuarteadas como esta Roca La Greda en Calamocha.

Y cien lugares más en la Sierra de Gredos, la cima de Crevillente (punto alto de la Sierra de Crevillent) y lugares que parecen alterados, como la Sierra Crebada en La Ribagorza, que cualquiera apostaría que su nombre era Sierra Quebrada, pero que no lo es.
También “grell”, que en Catalán equivale a un brote, un churro o una greña, apareciendo en husos occidentales y “grem”, variante mucho menos frecuente, muestra en el fondo cultivado de una antigua laguna llamada ahora El Gremedal (en Tébar) un centenar de brotes calizos dispersos, separados menos de cien metros, que son una formación muy valiosa para atestiguar un nombre con contenido innegable.

El caso es que la raíz vasca “gerr” (suena “guerr”), emparentada con el acto de punzar, ensartar, con la guerra y con la sujeción de piezas largas pinchadas en una masa, viene a la memoria tan pronto como el investigador comienza a proyectar sobre mapas de escalas progresivas los abundantes nombres con casi todas las variantes imaginables, por ejemplo, “Guerra”, que es un apellido común en Euskalherría y un topónimo que solo o compuesto (Alto, Barranco, Cabezo, Cerro, Poyo, Llano, Monte, Punta… de Guerra) se prodiga por toda la geografía nacional y que es imposible relacionar con guerras absurdas en lugares remotos, pero si con roquedos superficiales como las franjas rocosas de la siguiente fotografía que se intercalan con pastos, labrantíos y plantaciones como esta parcela mixta llamada Guerra en La Nava de Ricomalillo.

Igual de abundantes son los guerreros y guerreras que se prodigan por caminos, arroyos, cerros y cocinas, llanos y lomos, navas prados y picos… Incluso las guerrillas y los guerrilleros, mucho menos abundantes que se multiplican cuando la sintaxis prescinde de la “u”, como en “Gerri de la Sal” y sus rocas emergentes como domos en el Baix Pallars.

“Guergo”, “Güergu”, son nombres de cumbres erizadas que aparecen en la zona occidental de Picos de Europa y se repiten hacia la costa en la zona de Cangas de Onís y tan al Este, en pleno Mediterráneo en la Punta des Gergal del islote de Las Ratas de Ibiza.

Tras este aperitivo de parientes, el casi medio millar de gregorios y sus derivados, merece una explicación mejor que la de consumo en las enciclopedias que siempre acaba perdiendo su esperado valor científico, porque se hunde en la mitología que tanto gusta a los que carecen de explicaciones.
Gregorio era un viejo desafío que -recientemente- revisando los alrededores de Tudela de Navarra se me coló entre los topónimos de allende el Ebro, de las faldas suroccidentales de las Bardenas por donde desagua de vez en cuando el Barranco de Tudela.
Ese morro áspero y cuajado de largas rocas del monte Cantabrana llamado San Gregorio, en cuya ladera hubo una ermita (de adobe y fábrica) con el nombre del santo no es el único que pedía explicación, porque a cien kilómetros río abajo, frente a Zaragoza, por donde el Gállego se entrega al Ebro, estaba el monte, ermita y gran cuartel militar de San Gregorio, que arrancando en un morro pedregoso recordaba al de Tudela, ambos a unos pasos sobre un vergel de regadío.
Luego fueron otras muchas ermitas con la misma advocación, pero la que revolucionó la idea definitiva fue la inexistente de Sorlada. Inexistente porque debió de ser tanto el éxito de Gregorio, el obispo de Ostia, que el escandaloso papa Benedicto XI enviara a Santiago en peregrinación y se quedó entre Viana, Logroño y Calahorra, que la plata recogida en las infinitas rogativas, ya no cabía en la modesta ermita que el pueblo de Sorlada le construyera en lo alto de “La Sierra” y sobre ese mismo cimiento se edificó y reedificó un magnífico templo o basílica, cuya silueta destaca a kilómetros, solo emulada por las grandes columnas naturales de arenisca miocena roja, que los caprichos de la tectónica han mantenido enhiestos y verticales a lo largo del cresterío y que se muestran -también-, en la zona de la propia basílica (foto siguiente y de portada).
La novela de cómo llegó el pueblo de Sorlada a acoger la tumba-ermita de Gregorio, es tan digna de una novela, como el éxito que tuvo él mismo y luego tuviera su cabeza de plata para conjurar la maligna langosta y otras plagas que asolaban a los agricultores y rebajaban los diezmos y primicias para el clero…
El caso es que si hay que hacer caso a la tradición, la mula italiana que trajo al obispo desde Roma, recorrió desde Logroño hasta el alto de La Sierra con el ataúd al lomo, cayendo muerta allí donde se apresuraron a enterrarlo y edificar la primera ermita.

El caso es que la parte occidental de esta sierra, donde se prodigan las columnas figura en los primeros mapas topográficos, (imagen de 1929) como “San Gregorio”, pero pudo llamarse anteriormente solo “Gregorio” y la adición del prefijo pudo ser derivada del enterramiento allí del obispo, cuestión nada atípica, porque una gran parte de los topónimos de esta serie no llevan prefijo hagiónimo, figurando como Grego, Gregorio, Los Gregorios, Gregoria, Gregorias, La Gregoria, Gregori, Gregorín, Gregorico…, mecanismo que ha hecho que nombres de lugar que sonaban a Gregorio, se hayan dotado del acrónimo por la gran influencia de la Iglesia y el coincidente desinterés del pueblo.
No sería de extrañar que en aquel tiempo medieval de disputa por las reliquias, los vecinos de La Berrueza y en concreto, de Sorlada, pujaran fuerte por su monte como enterramiento predicho, ya que llevaba el nombre del obispo; lo que no está nada claro es que Gregorio fuera canonizado, aunque este “detalle” no importara gran cosa a quienes gestionaban la fe en su poder contra las plagas.
Para redondear el razonamiento, la línea de cumbre rectilínea conocida como La Sierra (nombre genérico), se pudo llamar inicialmente “guerre gor i o”, donde el primer componente se refiere a los elementos pétreos descomunales insertos en la tierra; “gor” se refiere al color rojo de las areniscas locales, “i” habla de su multiplicidad y “o”, de la amplia dimensión del fenómeno, equivaliendo a “el gran columnar rojo”.
Quizá sea este el lugar donde la presencia de rocas esbeltas sea mucho más patente, pero muchos otros en España, Portugal, Francia, Italia, etc. comparten el hecho de que sobre la superficie de la tierra de los lugares que se llaman así, surgen rocas que alcanzan alturas o configuraciones llamativas, como:
El Morro de Gregorio, en Canarias.

El Risco San Gregorio, en la Sierra de Montánchez,

El Peñón San Gregorio, en Ciudad Real,

El Barranco Gregorio, en Teruel,

Las Cinglas de Gregorio en el Turia medio,

También hay cientos de “guerreros y guerreras” en lugares donde no pinta nada un soldado.
Se encuentran desde Canarias hasta lo alto del Pirineo (Cresta de Guerreros en el mapa siguiente) y -casi siempre- con rastros pétreos muy llamativos como este domo rocoso conocido como Las Guerreras en Valencia de Alcántara, en la última foto.

La explicación de “gor” como rojo, puede no ser adecuada para otros lugares donde el color no es lo distintivo y donde la interpretación puede hacerse según otras fórmulas como “guerre gori a”, donde “guerre” sigue refiriéndose a elementos que brotan del suelo y “gori” es un adjetivo que expresa abundancia, con lo que ese topónimo pasa a significar “muchas piedras erizadas”.

 

[1] En nuestra cultura geográfica hay una propensión secular a relacionar los lugares con personajes que en algún momento hubieran estado allí, pero más allá de la simple mención y de algunos casos memorables, no hay argumentos que expliquen cómo un suceso breve pudo haber modificado-quizás- nombres anteriores y cómo los nombres pudieron perdurar milenios.

Sobre el autor

Javier Goitia Blanco

Javier Goitia Blanco. Ingeniero Técnico de Obras Públicas. Geógrafo. Máster en Cuaternario.

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