Prólogo.
Tenemos un grave problema en la Tierra desde hace unos setenta años: Que nos hemos alejado tanto de los procesos de producción, transformación y manejo, que no tenemos una idea cabal de cómo funcionan nuestros sistemas. Casi todos nosotros somos especialistas y solo conocemos nuestro sector, pero si conociéramos los otros, nos escandalizaría comprobar el ritmo con el que destruimos recursos.
La admiración por lo grande.
No es de extrañar que en nuestra civilización haya una gran admiración por lo grande.
Federico el Grande de Prusia
Lo que se oye en casa, lo que dice la calle y lo que cuentan los refranes[1] es como un viento que hace más fácil navegar a su favor que enfrentarse o ponerse a pensar; además, a primera vista, lo que dicen las voces de la calle, parece cierto y lo solemos dar por bueno.
Sabemos que hay vida en la tierra hace más de 3.500 millones de años y también sabemos que los primeros seres vivos fueron microscópicos, virus, bacterias y otros microbios que hicieron del agua caliente con sales un soporte fabuloso. Algunos también hemos oído que hace unos 1.200 ya comenzó a haber algas poli celulares y que hace unos 500 millones las cosas ya estaban tan organizadas, que salieron a escena los primeros bichitos cordados, unos peces elementales y muy sencillos pero eficaces.
Desde entonces todo se aceleró y contra los millones de especies que fracasaron, se fueron acumulando cientos, miles y al fin millones de otras que tenían un éxito parcial, suficiente como para dejar fósiles y que los pacientes biólogos y paleontólogos nos hayan preparado una preciosa lista que detalla milenio a milenio y región por región, cómo se fue poblando el mundo y qué estrategias eran válidas para sobrevivir en un mundo en que unos se peleaban por los recursos espaciales o minerales, por la luz, el agua y el aire (las plantas y hongos) y otros, más complejos, por devorar a esas plantas o a sus vecinos y luego, todos ellos, reproducirse.
Así se ha ido tejiendo la vida hasta mostrar una estructura complejísima que se puede estudiar de maravilla en un sencillo huerto jugando con lo que llamamos “malas hierbas”. Hay plantas que germinan en cuanto termina el invierno y tras una vida muy corta florecen en un mes, otras lo hacen en abril y al principio son tímidos hilitos, pero un descuido de cinco días las vuelve fuertes y extensas, otras esperan al fin de Mayo y optan por echar una raíz muy profunda y una parte aérea casi imperceptible, haciendo difícil erradicarlas.
Otras tienen una raíz mínima, pero de cada uno de sus anillos salen raíces adventicias que en una semana pueden llegar a correr un metro…
Otras tienen estructura que imita al perejil, a la patata o a la zanahoria para evitar que las arranques hasta que ya sea tarde…
Muchas se dotan de pinchos o venenos, de mal olor o tintes que te ensucian…
En fin, las estrategias por sobrevivir pueden llegar a ser antagónicas, unas plantas llegan a sobrevivir con exceso de sol y otras aprovecharse de la sombra.
En esta feria de oportunidades, el tamaño es un factor continuamente presente. Como sucede con otros parámetros, algunos seres eligen el tamaño pequeño y lo hacen con éxito y otros optan por el tamaño grande.
Esta clase, los que optan por el gigantismo lo hacen siempre para librarse de sus predadores. Los primeros que crecen son los herbívoros, que inicialmente tenían inmensidad de pasto a su disposición y sus predadores tienen que crecer si quieren optar a cazarlos.
Quizás el mejor ejemplo sea el búfalo o la jirafa de los bordes de la sabana, y el león que prefiere cazar al acecho presas grandes y carnosas, que sudar persiguiendo a ligeros ñúes y gacelas.
Pero el búfalo y la jirafa han optado por crecer y si llegan a ser adultos, el león no podrá con ellos y tendrá que esperar a que la vejez o enfermedad mermen sus posibilidades y solo si el hambre es insuperable se arriesgará a probar los cuernos de uno (que lo puede arrojar a diez metros y romperle la espalda) o la coz de la otra (que puede partirle el cráneo o hundirle las costillas).
El león nunca podrá crecer más que su presa, porque cuestiones termodinámicas se lo impedirían y por eso, cuando los predadores exceden de cierto tamaño, vuelven a predar presas pequeñas, como las ballenas y el tiburón ballena.
Ahora llega la cuestión principal, ¿por qué el ser humano tiene este tamaño notable que le coloca a la cabeza de los animales terrestres?
Es evidente que los humanos crecieron antes de tener una inteligencia extraordinaria, cuando eran simples monos con abundante alimento, pero con muchos cazadores tras de ellos. Entonces crecieron más que leopardos, lobos y otros carnívoros medios y tuvieron que dejar algunos territorios donde había otros predadores mayores, pero esperaron a tener tecnología y organización para volver para ser dueños de todo el planeta.
Los humanos sapiens eran capaces de cazar un gran oso blanco con –tan solo- una costilla y un poco de grasa de foca, torear toros y uros con un trozo de piel o un tigre de la taiga con sangre fría y un cayado.
El hombre, una vez manejó su inteligencia y la capacidad de organización no necesitó este tamaño “gigante”, pero ya éramos grandes y solo en algunos casos especiales de aislamiento sin riesgo de ser devorados[2], comenzamos a rebajar nuestra talla.
El “Hombre de Flores” rebajó su talla a 1 m.
De consultas a expertos en neurología y otras ramas, estimo que para seguir manteniendo la capacidad de nuestro cerebro y seguir dominando este mundo, nos bastaría con ser del tamaño de un gato.
Para la humanidad actual el ser grande no es una ventaja, es la herencia de un pasado difícil, pero si dedicáramos parte del esfuerzo de la ciencia a reducir nuestro tamaño, en dos o tres siglos podríamos llegar a los dos kilos de peso y disfrutar de un mundo que podría haber recuperado gran parte de la armonía perdida en los últimos cuatro milenios.
En cuanto al dinero, las ganancias y pérdidas se conocen al finalizar cada ejercicio económico, pero los efectos a largo plazo, principalmente los negativos, no comenzaron a evaluarse en España hasta 1986 (realmente 1988) cuando se emitió el primer decreto de Evaluación del Impacto Ambiental, que en USA comenzó quince años antes como respuesta al libro de Rachel Carson, Primavera Silenciosa, dedicado a los perjuicios de los pesticidas.
Lo grande es ponderado por los ambiciosos porque en el plazo corto aumenta los rendimientos y permite acumular recursos y riqueza, pero lo grande es en general muy pernicioso para esa armonía[3] que la Naturaleza ha tardado miles de millones de años en alcanzar; veamos algunos ejemplos.
Navegación, comercio, pesca y ocio.
Los barcos y los puertos son un ejemplo muy claro de cómo el mercantilismo ha dominado a otros criterios éticos, técnicos y sociales, fomentando el gran rendimiento en el corto plazo y obviando consecuencias posteriores, algunas advertidas por observadores independientes.
Sobre características como el aprovechamiento de los recursos, la propulsión, la seguridad, la funcionalidad, la incidencia en el medio o las relaciones humanas de la tripulación, ha primado una que ha sido el común denominador siempre y en todo el mundo, la lucha por la mayor eslora que significaba mayor capacidad de transporte y mayor negocio.
Olvidados los botes de cuero y las balsas, que eran objetos de aventura o juego, la madera ha sido durante al menos tres milenios, el principal material para construir barcos, pero a comienzos del siglo XX, se llegó al límite técnico para este tipo de barcos (100 metros) y el acero desplazó a la madera, que, dedicada desde ese momento a barcos cada vez más pequeños, desaparecía de la construcción naval en los años setenta, tras haberse limitado a dragaminas, barcos de lujo y de pesca en los últimos cincuenta años de su reinado.
Los barcos de acero han seguido creciendo hasta los 400 metros, arrastrando con esta carrera a otra similar por adaptar los viejos puertos o por crear otros nuevos que pudieran recibir a estos gigantes. Estos grandes “Hubs”, concentran los impactos debidos a obras marinas y terrestres ingentes, a grandes astilleros, gradas y talleres para construir motores de 100 MW y los equipos correspondientes.
Obras como la del Superpuerto de Bilbao, que llevan sesenta años de trabajos, han dejado la ría vacía después de sacrificar mil hectáreas de marismas y de haber “rellenado” más de cuatrocientas (casi medio kilómetro cuadrado) en el Abra para conseguir suelo industrial.
Estas acciones conjuntas, unas desarrolladas a lo largo de seis siglos y otras en los últimos doce lustros, han destruido el mayor criadero de vida del Cantábrico, a la vez que han colaborado a la degradación de la costa al Oriente de Punta Galea, por casi un siglo de vertidos de cenizas, de dragados y de residuos de coladas de alto horno, que han trastornado el delicado equilibrio de amplias zonas bentónicas, colaborando a la pérdida de la pesca tradicional vasca, cuyos esforzados “arrantzales” han tenido que izar banderas de conveniencia y desplazarse a aprender a pescar en otros océanos aún no devastados.
Antes de ocupar el Abra con kilómetros cuadrados de rellenos, los atuneros “hacían carnada” en sus aguas,
La tecnología ha ido aportando soluciones para los problemas que iban surgiendo y para los desafíos planteados, pero las grandes ideas nunca han sido capaces de prever los daños que su aplicación generalizada e intensiva llegaría a producir.
Mi abuelo Paulino conoció la navegación a vela cuando esta se apoyaba en el vapor para las encalmadas y las maniobras. Él era “Maquinista Naval” en una línea que tocaba Liverpool y contaba continuamente las maravillas de esa técnica. Tan enamorado estaba de ella, que montó un taller para hacer máquinas alternativas con su caldera y montarlas en pesqueros, taller que funcionó hasta que en los años cincuenta, el “Diesel”, probado sin límites en la segunda guerra, demostrara poder servir-con igual coste- a barcos mucho mayores.
Desaparecían las grandes carboneras, el paleo y trasiego, las cenizas, los condensadores, tanques de agua y chimeneas y un barco podía zarpar cinco minutos después de arrancar su motor, mientras una caldera necesitaba dos horas para tener buen vapor…
Todo parecía mejor, pero los barcos de vapor que casi eran como los veleros en cuanto a ir a donde quisieran (solo precisaban agua dulce y carbón) y en caso de emergencia podían quemar otros combustibles y ser engrasados con productos alternativos, al pasar al motor se vieron obligados a recalar donde hubiera gasóleos y aceites adecuados y a ser clientes cautivos de marcas y sellos.
Aparte de esta servidumbre, con el tamaño llegaron otras muchas de la mano de otras ideas intermedias como el “contenedor”.
El Dali en Cheaspeake Bay. Atención a la doble línea eléctrica de 200.000 V. que señala la flecha y que la suerte quiso que no cayera sobre el barco.
Las vías y el Transporte Terrestre.
Aunque en la cultura oficial se suele tomar la Ruta de la Seda como el primer itinerario de transporte de dimensión regional, hay infinidad de datos que apuntan a que ya los grupos de nómadas del Paleolítico acostumbraban a llevar consigo elementos valiosos y apreciados como sílex, ocre, ámbar o conchas de caracoles marinos para regalarlos o intercambiar con otros grupos, lo que ayudaba a mantener unas relaciones cordiales y beneficiosas para todos.
Caravana a principios del siglo XX. Imagen de portada.
Las caravanas de beduinos y las representaciones de barcos de comerciantes fenicios han sido las figuras gráficas más reiteradas, aunque unas y otros eran aún de dimensiones tan modestas que solo podían mover unas pocas toneladas, por lo que transportar solo lo esencial era una condición permanente, como lo era la de intervenir lo menor posible en caminos, calas y graos para que las caravanas y las embarcaciones pudieran llegar a sus destinos y cumplir sus objetivos.
Durante largos periodos de tiempo los productos a transportar siguieron siendo aquéllos elementos imprescindibles para el avance social y los reclamados por su lujo o rareza, pero según las sociedades se fueron volviendo sedentarias y sus gentes dividiendo en grupos especializados, comenzó a haber excedentes de unos productos y demanda de otros, multiplicándose la dependencia respecto del transporte y la escala del mismo, que -por tierra- evolucionó de hacerse a lomos de caballerías a necesitar ruedas, carretas y puentes y por mar a exigir muelles de atraque y sirga, canales, grúas y aduanas.
Si la fase prehistórica duró decenas de miles de años, esta apenas pasó de dos mil en algunos lugares concretos y su cambio hacia el gigantismo fue rapidísimo, así que en los doscientos años que han pasado desde que el carbón y el vapor sustituyeron a bueyes, caballos y mulos, el mundo ha dado un vuelco tan radical como impredecibles son sus consecuencias.
En estos doscientos años, desde un breve prólogo de barcos que compartían vela y vapor y unos trenecillos con dos vagones, la técnica ha cedido a las tentaciones del poder y la carrera por dominar tierras, aguas y elementos no ha conocido descanso.
Se han abierto canales entre océanos, se han represado los grandes ríos, se han cerrado bahías enteras, se han horadado montañas, se han talado selvas, se han vaciado acuíferos, se han vertido miles de toneladas de desechos diarios al mar y se ha llenado el mundo con cien mil vertederos y se ha hecho todo eso sin que nadie calcule o estime los perjuicios que cada una de esas acciones y su conjunto podrían devolver como venganza en el futuro.
Mil millones de vehículos de motor pasan la mayor parte del tiempo aparcados en calles y garajes y quince mil aviones vuelan constantemente en los cielos de un planeta que hace medio siglo que “quedó pequeño”.
Estados Unidos y Alemania fueron desde los años treinta un mal ejemplo que copiamos casi todos haciéndonos creer que tener un automóvil para cada uno era un signo de civilización y así, cuando terminó la segunda guerra, lo primero que dijo el gobierno italiano fue que “un país tan pobre necesitaba autopistas”, lanzándose con gran alborozo del pueblo a llenar Italia de túneles y viaductos.
El pueblo siempre ha creído que las obras eran precursoras de abundancia, seguridad y felicidad, valorando muy poco lo que significa la armonía de la Naturaleza, siendo este un pecado persistente.
Los generosos sistemas de transporte actuales han favorecido más y más la especialización de la agricultura, la pesca, la industria y la minería, haciendo desaparecer a las pequeñas unidades que abastecían en gran medida la demanda local y creando grandes vacíos en la Geografía a la vez que las grandes conurbaciones muestran una gran debilidad en cuanto el transporte flirtea con huelgas y todo el mundo tiembla cuando un gran barco con veinticinco mil contenedores se atasca en el Canal de Suez o cuando un gran gasoducto submarino del que depende media Europa es saboteado.
Si el consumo de transportar una unidad de carga en barco fuera “1”, el de hacerlo por tren, sería “3”, si se hace en camión, “12” y si es en avión, “60”.
La agricultura, la Industria, las minas y el Urbanismo.
Aunque la gente se cree que somos parte de un mundo industrial y de servicios, somos indiscutiblemente agricultores, porque de la agricultura y sus derivados viene la mayor parte de nuestro alimento, incluso los peces criados en régimen de acuicultura, lo que pasa es que los parásitos que vivimos de los servicios somos diez veces más numerosos después de tres mil años de ensayos que al final han dado con fórmulas engañosas que nos hacen creer que dominamos la producción de la tierra.
La agricultura de los comienzos aprovechaba las tierras de aluviones de los ríos y sus heridas apenas eran perceptibles, pero siglo tras siglo se fue extendiendo allí donde había suelos profundos y la humanidad se entregó a talas, rozas, desbroces y quemas que ya no eran las quemas pasajeras de arbustos y matorrales de los milenarios pastores, sino fuegos que permanecían meses ardiendo y quemaban miles de toneladas de gruesos árboles que llevaban milenios creando un rico suelo y generando diversidad y riqueza.
El pan era el objetivo y los pueblos que lo conseguían eran ricos.
Un par de milenios de esa agricultura en la que la energía se conseguía de los animales que la obtenían de allí mismo y regalaban al suelo su estiércol[4] para fertilizarlo y multiplicar la vida, había conseguido neutralizar las grandes pérdidas de biodiversidad de los milenios anteriores, pero el aumento disparado de la población gracias a la higiene y a una mejor alimentación, trajo inventos como la síntesis del amoniaco y el tractor, retirando bueyes y mulos de los campos y labrando cada vez tierras más pobres y hundiendo las rejas cada vez más en las ricas.
Luego llegaron los herbicidas, pesticidas y fungicidas que llamamos eufemísticamente “agrosanitarios” y la magnitud de la alteración que estamos induciendo en suelos y aguas continentales es solo comparable a la que produce la pesca industrial, la marina mercante y los vertidos en el mar y nadie es capaz de modelar su comportamiento ni valorar sus perjuicios, aunque cada año se descubren nuevos desastres.
Hoy no hay agricultura sin un consumo ingente de energía y sin envenenar fauna, suelo y agua.
Minas y chimeneas se han trasplantado a los horizontes de países emergentes y los elegantes ciudadanos occidentales nos hemos olvidado de que existen y cambiamos de ropa cada estación, de teléfono cada tres años y de coche cada cinco, sin tener conciencia de lo que nuestro estilo de vida perjudica al mundo en el que vivimos. Es como si los estados, los medios de comunicación y el negocio de la enseñanza hubieran dado con la fórmula de narcotizar a la población como hacían los sacerdotes mayas antes de sacar el corazón a los jóvenes esperando el sacrificio.
Los grandes edificios, las grandes avenidas, los embalses hiper anuales, los inmensos “resorts”, los grandes tractores y la gran maquinaria son una muestra de cómo ingenieros, arquitectos y economistas hemos cedido a las tentaciones y hemos abandonado nuestra sensibilidad deontológica, prestándonos a poner en marcha todo cuanto los ambiciosos promotores veían posible.
Para cualquier análisis ponderado conviene empezar por “traducir” a kilogramos o toneladas equivalentes de carbón cualquier manufactura, obra o evento que se nos ocurra o al menos tener una idea de lo que suponen las unidades básicas, por ejemplo,
Un kg de hormigón ½ kg
Un kg acero de chatarra de acero 2 kg
Una botella de cristal 3 kg
Un kg de acero a partir de hierro 4 kg
Un kilogramo de hierro de mina 6 kg
Una gabardina de material sintético 25 kg
Un kg de aluminio de mina 35 kg
Un kg de titanio 125 kg
Un kilogramo de circuitos electrónicos 800 kg
Un automóvil pequeño 2.000 kg
Corolario:
Tenemos un grave problema en la Tierra desde hace unos setenta años: Que nos hemos alejado tanto de los procesos de producción, transformación y manejo, que no tenemos una idea cabal de cómo funcionan nuestros sistemas. Casi todos nosotros somos especialistas y solo conocemos nuestro sector, pero si conociéramos los otros, nos escandalizaría comprobar el ritmo con el que destruimos recursos.
[1] Ande o no ande, caballo grande. La mujer, grande aunque me mande. El pez grande se come al chico. La vaca grande y el caballo que ande,
[2] Los hominos de la Isla de Flores en Indonesia, rebajaron su talla media hasta algo más de un metro en 40 ó 50.000 años.
[3] La armonía está directamente relacionada con la diversidad. Se puede comparar a los nudos; imaginemos una serie de cordeles anudados para formar una red. Si se prescinde de los nudos, los cordeles cruzados pierden toda su función.
[4] Nos dicen que estiércol viene del Latín “estercus-estercoris” que ni viene del acusativo ni significa nada comparado con el Euskera “este erre kol”, lo que sale consumido del intestino.