Rafael Lapesa fue uno de los grandes de las letras españolas del siglo XX, tanto por los profesores que tuvo como por su oportunidad de trabajar en el Centro de Estudios Históricos, sus servicios a la República, su exilio, su retorno para recibir asiento y reconocimientos y sus obras de confirmación de los paradigmas latinos.
Uno de los grandes porque colaboró a mantener sellada la roca del silo 2) en el que duermen muchas de las claves para explicar el pomposo título de ese libro y porque cerró filas con todos los demás “grandes” internacionales y aún con muchos de los regionales para mantener todo ese cuerpo de información en una permanente cuarentena y lejos del alcance de la Ciencia, mientras académicos de sillón, catedráticos y academias editan y reeditan nuevos títulos con las mismas carencias con que empezó Antonio el de Lebrija.
Porque la ciencia consiste principalmente en descubrir las leyes naturales y –si es posible-, dotarlas de algoritmos que las reproduzcan y den explicación para los fenómenos que las originan. Pero algunos de nosotros, algunos humanos que nos sentimos humanistas, queremos extender el paraguas de ciencia a las elucubraciones que hemos hecho desde la más remota antigüedad histórica para “recomponer” con fallos flagrantes la forma en que vivieron nuestros antepasados.
Últimamente se llama ciencia –sin reparos- a lo que enredan antropólogos, arqueólogos y lingüistas para reconstruir el ambiente funcional y sonoro de Atapuerca, lo que dice el plomo de La Serreta o la aljamía descubierta sobre la viga de una casona medieval. Se le llama Ciencia –creo yo- porque se usan instrumentos de precisión, se aplican fórmulas contrastadas, se recogen y gestionan los datos escrupulosamente y no se manipulan los datos.
Es decir, el procedimiento es científico, aunque el guion tiene carencias notables que afectan no solo a cada yacimiento o unidad, sino a una gran área continental e insular en la que se obvia algo muy importante.
Es como si en la construcción de una reproducción de un precioso galeón, no se hubiera escatimado rigor histórico y costes en la definición de los planos, se hubiera empleado el mejor roble para sus cuadernas, el mejor pino-tea para forro y cubierta, los mejores abetos para los palos y el más fino lino para sus velas… pero se hubieran olvidado de la modesta estopa que encajada entre la tablazón, cierra el paso al agua y el precioso barco se hubiera ido a pique en cuanto lo hubieran botado.
En la imagen, galeón Vasa hundido el día de su botadura.
Así, general como la estopa y necesario como ella es el recurso que echamos en falta en los trabajos de recuperación de la memoria de la lengua desarrollados desde Antonio, por no decir, desde San Isidoro.
Aunque esta misma sensación se repite cada vez que se lee algún ensayo lingüístico, me ha servido muy bien de guion la Introducción de Rafael Lapesa en las sucesivas reediciones de su Historia de la Lengua Española, donde este discípulo de Ramón Menéndez (RMP), que reconoce ansiar la ejecución de un trabajo científico, recorre sin rubor y como si fueran hechos físicos, numerosos teoremas, numerosos recursos al dogma central, tan nefastos para la búsqueda de la verdad, que si fueran estopa, uno solo de ellos bastaría para enviar el galeón al fondo.
Ya en el prólogo de RMP, el maestro se congratula de que la obra se ha escrito “sin asomo de conflicto entre ellas”, en referencia a las muy valiosas obras que le han servido de referencia. Congratulación que parece dramática para alguien crítico y que solo puede halagar a quien trabaje bajo un dogma; es decir, a quien no esté abierto a los “disgustos” que la Ciencia nos aporta cuando nuestro camino no es el correcto.
Y el autor –lamentablemente, siguiendo la misma tónica-, prefiere que la obra guste a los “profesionales” que a los aficionados; es decir, que sea del gusto de los que ya están encarrilados en lugar de abrir los ojos de aquéllos que pudieran barruntar nuevos caminos. Esta obsesión con la especialización y la producción es uno de los problemas que ayudarán a rematar esta sociedad nuestra de la opulencia, tan alejada de las sociedades primitivas, paleolíticas, en las que todos los elementos de los distintos grupos nómadas llevaban consigo un conocimiento “general”, capaz de reiniciar la sociedad tras un cataclismo, cosa imposible hoy en día en que los conocimientos de los sabios muy raramente abarcan varias disciplinas.
La Historia de la Lengua Española tiene un inicio aceptable en su primer párrafo al reconocer que tal historia antes de la conquista romana, “encierra un cúmulo de problemas aún distantes de ser esclarecidos”. Solo aceptable, porque ese cúmulo no deja de ser masivo en los quince siglos pasados desde entonces para quienes consideramos que la esencia de lo escrito no refleja la realidad.
El autor nos revela que los investigadores tienen que construir sus teorías apoyándose en datos heterogéneos y ambiguos: Restos humanos, instrumentos, testimonios artísticos, mitos e indicaciones de autores griegos y romanos, monedas e inscripciones en lenguas ignoradas…
Pero aparte de olvidarse de algo importantísimo –como es la Lengua Vasca- en este primer párrafo, cae en los vicios habituales de los eruditos, como creer y airear que “pueblos y tribus de distinto origen, pulularon en abigarrada promiscuidad”, sin tener prueba alguna de ello.
Este tipo de coletillas no son lo inocentes que parecen, sino una propaganda subliminal que inoculan para hacernos creer que los antiguos carecían de criterios, de moral y de pautas inteligentes y que todo esto llegó con Grecia y Roma. Y es que no hay prueba de ello, sino más bien de todo lo contrario; el “origen”, no tiene sentido hablando de tiempos remotos; homínidos y humanos no proceden de un manantial y se han ido extendiendo según itinerarios como los que nos pintan en los libros de texto, sino que su extensión por la región afro euroasiática al menos, ha sido “browniana” y lo suficientemente anterior a las cifras que se manejan como para que la armonía y determinación necesarias para sobrevivir, recorrer el mundo y multiplicarse, hayan dado con claves como la de evitar la consanguineidad, entender y manejar los procesos naturales y las estaciones climáticas y conocer su localización –sin necesidad de mapas- con mucha mayor precisión que Ptolomeo.
Es falso, pues, tanto lo de “pulular” si se dice con la idea peyorativa de quien anda perdido, como lo de la promiscuidad, ya que estas tribus, estos pueblos, conocían el comportamiento sexual de los animales en libertad y sabían perfectamente qué relaciones eran adecuadas para sus propios miembros. Fueron capaces de poner millones de nombres a los lugares (solo en España manejo más de 1.300.000) y de superar los problemas cotidianos y los extraordinarios durante varios miles de generaciones.
Valga como contraste, que las apenas cien generaciones transcurridas desde la fundación de Roma están mostrando en estas nuestras últimas, un riesgo como el que nunca antes ha habido, de generar un colapso social con miles de millones de bajas si llegan a fallar los grandes estados y esta forma de vida basada en el consumo, en el transporte masivo y en la concentración y especialización, de las que estamos tan orgullosos.
Otro recurso permanente que se adosa al origen de la Cultura es el del asentamiento.
Tampoco hay inocencia en su mención. Se recurre al asentamiento porque se da como hecho que la ciudad es la base del conocimiento, el centro que capta inteligencias, que las pule y explota; así, cuando se dice “…iberos asentados en la zona de…”; ¿por qué se dice que estaban asentados?, ¿quién asegura al autor que el edificio excavado, las monedas encontradas o las óstracas enterradas no eran simplemente la consecuencia de un lugar de encuentro?, uno de los miles de puntos adecuados para “quedar” los distintos grupos, puntos en los que por estar protegidos de los vientos dominantes, por haber agua permanente, por ser lugares adecuados para anclar, por haber vados estables, etc., eran sitios frecuentados; ¡nada más!.
Se nos quiere hacer creer que “el asentamiento” era la condición previa necesaria para pasar del salvajismo al civismo y eso no es así; antes de las ciudades y monasterios, de las tablillas de cera y de los pergaminos, ya había una comunicación oral completísima que tenía nombres certeros y unívocos para los elementos, los fenómenos, las características y las acciones: La Cultura existía en forma de soporte verbal, de la misma manera que el Conocimiento era fruto de la experiencia, de la ejecución particular o de la participación activa en acciones, siendo ambos campos mutuamente soportados.
En lo referente a los nombres de lugares, la idea central es que los topónimos han sido establecidos por pueblos “avanzados”, por comerciantes que venían de oriente, o sea, en esta época cercana en que nos movemos, de menos de 3.000 años. Otros tenemos indicios para decir que no, que los nombres son antiguos y que se repiten a lo largo de una amplia franja continental y de islas.
“Tartessos, Tartéside”, (“tarte esi”, literalmente, “El recinto central” en Euskera, en referencia a su localización entre África y Europa) que es mencionada como existente desde muy antiguo, nos dice el autor que “…hubo de recibir tempranas influencias de los navegantes venidos de Oriente…”. ¿Qué otra cosa podía hacer pensar a Rafael que los influentes fueron los orientales más que el haberlo oído en repetidas ocasiones?. ¿Por qué habían de ser los fenicios o los griegos quienes tenían barcos e intereses y no los tartesios los navegantes si el propio profeta Isaías menciona las naves de Tarsis o Tartesi ?.
Y al llegar a Cádiz nos recuerda que fue fundado por los fenicios que le llamaban “Gádir” y que en su lengua significaba “recinto amurallado”, ¿cómo el “Agadir” que se halla en pleno Atlántico marroquí al sur de Marraquech?.
Pero un recurso a la toponimia española, nos dice que hay más de 400 topónimos que comienzan por “cad ó cat” como Caden, Cades, Cadi, Cadianes, Cadiego, Cadiellos, Cadillar, Cadiar, Cádiga, Cati, Catite… y otros muchos que terminan en “diz”, como Gordiz, Górliz, Jundiz, Lendiz, Ondiz… y tan solo uno que lo hace con “gad”, Gádima, lo cual quiere decir en primer lugar, que los morfemas (presuntos lexemas) que componen Cádiz, son autóctonos y preferidos respecto a su variante sonora y afectada de rotacismo, “Gadir”.
Vamos, que lo más probable es que el nombre original fuera Cádiz y no Gádir y que quienes lo escribieron así o lo entendieron mal o no podían reproducirlo con sus signos, tal como pasa a lo largo de toda la historia con numerosos nombres.
Lo mismo se puede aplicar a otros topónimos que cita como Asido, Malaka, Cartago, Mahón, Hispania ó Ebusus, todos ellos con similares abundantísimos “tierra adentro”, lo que obliga a poner en cuarentena las asignaciones de los mismos a griegos, fenicios o cartagineses.
Nos dice el autor que “…al contacto con las civilizaciones oriental y griega, se desarrolló el arte ibérico…”, en referencia a monedas y trabajo del metal, lo que vuelve a carecer de fundamento, porque siendo la península muy rica en metales, es lógico pensar al revés; es decir, que fueron los occidentales los que en buena lógica obtendrían el oricalco y se lo ofrecerían a los orientales. Y si lo sabían obtener, que es lo difícil… solo hay un paso a entrar en el arte, que es el esmero que siempre viene detrás de la técnica.
Y se llega a los celtas (“keltoi”) y se dice que “parece” que hubo inmigraciones desde el centro de Europa y como Heródoto dice que venían de las fuentes del Danubio, se adaptaron citas y arqueología para confirmar su trayectoria, trayectoria que ahora se discute en profundidad, proponiéndose que no eran centroeuropeos sino costeros occidentales y que las fuentes que citaba (de oídas) el historiador, no estaban en el centro, sino en el Sur de Europa…
Y vuelve el autor a querer relacionar el paso del tiempo, con la configuración de las etnias, cuando la cosa es al revés; así propone que hubo presencia de ligures, ilirios, vénetos y germánicos indoeuropeos, en base a tres o cuatro topónimos coincidentes entre esas regiones e Iberia, cuando la coincidencia es masiva si se recurre a la toponimia disponible en bases de datos y no con tan solo media docena de nombres sacados de las crónicas; el referente RMP se basa en cuatro “Langa” para proponer que los ligures anduvieron por aquí, ya que hay un “Langa” en Liguria.
De un solo golpe de ordenador acabo de obtener 180 topónimos 3) que contienen secuenciados esos dos lexemas, “lan”, “ga”. Según esta masa de nombres serían los íberos los que fundaron la Langa de Liguria.
Lo mismo sucede con la terminación “asco”, sufijo que los sabios dan igualmente como ligur y que con otro toque de tecla me han salido 697 topónimos 4) ¡nada menos!, pero estos “asco”, son parientes “sigmatizados” de los mucho más numerosos con “arco”, que llegan a 3952 una vez descontados los 70 que han sido “euskaldunizados” a “arko” y de los 968 que han sido sonorizados a “argo”.
Lo de los brigas y su celticidad es otra historia parecida, pero esa voz no es la fortaleza celta que nos aseguran, sino una voz nativa, “bir igá”, que significa “doble resalto”, en referencia a que esos recintos más ganaderos que guerreros, se erigían en lo alto de los cerros, mediante la construcción de un cerco o muro perimetral: Una elevación en la cumbre de un otero.
Así es todo; los “maestros” de esta ceremonia se inventaron las teorías con dos o tres nombres, ante unos lectores que les consideraban dioses y que se apresuraban a citarlos como si hubieran descubierto el neutrino. Pero lo que hay detrás de los nombres exige un recorrido mucho más largo y una dejación absoluta de las ideas preconcebidas de culturas orientales, de migraciones recientes y de supremacías exteriores.
Hace falta un nuevo corpus de información y de razonamientos.
Seguimos. Ni Osma procede de “Uxama” ni significa “muy alta”, sino “propenso a los pozos”, habiendo hasta 56 topónimos que contienen esos morfemas, cinco de ellos, puros: “Osma”. Uno en Soria, dos en Bizkaia, dos en Álaba.
Lo mismo se repite con la pretensión de que los “carab, carav” de la toponimia, sean derivados de “carau”, piedra, ya que si en Italia se encuentran una docena de ellos (Caravaggio, Caravino, Scaravini…), también los hay en Túnez (Kaf el Garab), en Marruecos (Takarabat), en Portugal (Alcaravela) y por cientos en España: Algo así como 451 con “carab…”, Carabaña, Carabajo…, 237 con “garab…”, Garabato, Garabal… y notablemente menos, 129, con “carav…”, Caravaca, Caraval y con “garav…”, 14 tales como Algaván, La Garavita…, con lo que de nuevo deberíamos decir que la Liguria es española y no al revés.
Como resumen se ha de decir que eso no es toponimia; la elección de una docena de fonemas que autores previos han relacionado con celtas, ligures, iberos, fenicios, griegos o etruscos, no representan nada en un cuerpo ingente como es la toponimia general que, en el caso de la geografía ibérica, puede pasar de dos mil elementos fónicos, verdaderos lexemas concretos y unívocos que –en su mayoría- son explicados por el Euskera, lengua con la que nadie ha contado con verdaderas ganas.
Un nuevo capítulo de ese libro que se abre con el título de “Las lenguas de la Hispania prerromana”, augura la misma vaciedad, ya que comienza como dando por resuelto el enigma de la grafía ibérica, cuando la realidad es que cincuenta años después sigue sin encontrarse coherencia definitiva al resultado fonológico de la aplicación de las transcripciones de Gómez Moreno y muchos apuntamos a que esas que se dieron por buenas, no lo son del todo.
Se da por un hecho real que el Oeste y Noroeste fueron celtas en base a argumentos mínimos, como la lápida de Arroyo del Puerco o la supuesta pérdida de la “p” inicial por los celtas, que no se da en otros lugares, todo ello en base a un solo nombre… Con igual escasez de argumentos diferencia las supuestas lenguas celta y celtíbera, contrastando el topónimo portugués “Bletisama” con Ledesma: Una insensatez.
Minimiza las coincidencias Vasco-Ibero y se sale por la tangente argumentando contaminación étnica y recurre con demasiada frecuencia a términos como “parece”, o acude a citas disolventes como “…posibilidad de que en época remotísima…el Vasco o lenguas afines se hablaran en regiones peninsulares muy alejadas de los modernos límites del eusquera…”
Da por cierto (sin argumento alguno que lo avale) que se aceptó el latín como lengua propia “olvidando sus idiomas primitivos”. Pero, ¿qué es esto de que una nación olvide sus idiomas primitivos? ¿Cómo se puede explicar que desaparecida la supuesta presión imperial que no acabó con las lenguas vernáculas, sea al desaparecer el Imperio cuando estas se pierden?.
Cita varias palabras vascas, supuestamente latinas y además sentencia que “no hay esfera material o espiritual, cuya terminología no esté llena de latinismos”, pero no es verdad eso, sino lo contrario, si se profundiza suficientemente en una etimología real, no académica de voces axiales: La verdadera riqueza antes de la sedentarización eran los animales domésticos, “abere” y de ahí los “haberes”, lo mismo que rey no es un derivado de “rex”, sino de “erre ge”, el preciso, el que no yerra y la “cepulla” latina deriva de “sep oia”, la desfoliable en Euskera.
Otra cosa son los neologismos abundantes latinos.
El autor no aporta investigación alguna sobre el origen de la lengua vasca, limitándose a repetir lo que se decía en el momento de la primera edición (especialmente, que recibió influencias indoeuropeas pre célticas y célticas y que acogió abundantísimos latinismos, pero sin analizar que el mecanismo no sea el contrario) y falsea datos, alargando maliciosamente el periodo (22 siglos) que supone de implantación del Latín en España, para explicar su alteración hasta el Castellano actual y –comparándolo con “…la transformación del Vasco a lo largo de sus cuatro o cinco milenios de probable existencia…”, querernos convencer 5) de que esta lengua ha tenido que cambiar mucho más.
Estas ideas precocinadas son comunes a todos los eruditos y han sido adoptadas sin el menor contraste por sucesivos autores, desde RMP a Caro Baroja, Luis Michelena o los actuales responsables de cátedras de Euskera e Indoeuropeo de la Universidad del País Vasco, así que se horrorizan cuando los arqueólogos descubren multitud de óstracas del siglo III, en las que aparece un Euskera idéntico al actual.
Es decir, el cuerpo académico de hoy tiene las mismas ideas preconcebidas de hace ochenta años y se resiste a cambiar porque ello supondría que sus trabajos de este periodo han sido vanos; peor, han servido solo para alejarnos de la verdad.
El autor rechaza las sugerencias de Humboldt sobre topónimos vascos en la toponimia antigua y moderna y se ciñe obsesivamente a una docena de lexemas a los que circunscribe la vasquidad. Yo tengo registradas hasta 1664 partículas (raíces, afijos, desinencias…) que intervienen en la toponimia Euro afroasiática y Macaronésica, que desbarata totalmente esas limitaciones.
Es decir, la tipología vasca en toponimia no se circunscribe a esas voces con muchas erres, ches y kas que estos entusiastas latinos quieren, como” berri”, “urri”, “aranz”, “tegi”, ni se pueden excluir las que terminan en “ona”, “eno”, “ena”, ni se pueden sacar conclusiones sobre un cuerpo de cuarenta nombres, que no dan potencia estadística.
La toponimia en este entorno europeo es abundante y variada, pero –salvo raras excepciones-, los nombres están formados por secuencias de lexemas nada extravagantes, en los que esas partículas expresan casi siempre características físicas, fisiográficas o condiciones funcionales; nada de hagiónimos, antropónimos ni menciones a gestas épicas; “ara” significa llano, “kil” significa estrecho, angosto; así “Arakil” es el valle estrecho; “u” es una de las varias expresiones de tamaño grande y “ña” es muela, colina cortada, de manera que “Uña” (ver la foto) es la gran muela; “lak, lag” es una laguna y “arte” es un conjunto, de manera que “Laguardia” (laguartea), no es un cuartel romano, sino un antiguo entorno lacustre en el que ahora solo quedan tres lagunas (ver fotos de dos de ellas), pero hay rastros de hasta siete, que han sido desdibujadas por milenios de agricultura y así hasta completar más de un millar de opciones, que dejan en ridículo a quince siglos de zarandajas.
Uña, Cuenca
Laguardia Araba
A diferencia del autor, que asegura que “…cuando se trata de topónimos situados lejos del País Vasco, la atribución de vasquismo ha de hacerse con reservas tanto mayores…”, los datos actuales apuntan a que no es así, a que una lengua parecida al vasco se habló en las llanuras europeas de donde fue barrida por el sedentarismo y es en el país vasco donde ha quedado el último resquicio de la misma, por lo que no es en absoluto extraño que desde el río Amur en el Asia continental septentrional, hasta Portugal, se encuentren topónimos con estructuras, con órdenes secuenciales parecidos, que denotan un origen común.
Solo falta dar a conocer la teoría que lo sustenta, teoría que es coherente.
Nuestro autor, en fin, no escatima subjuntivos y potenciales en sus relatos, aunque a la postre, los da por reales y se acaba creyendo lo que relata tan condicionadamente. Por ejemplo, en relación con varias citas (alguna de Cicerón y otras posteriores, del siglo II) en las que se hacen chistes sobre el acento del latín de los béticos (cultos), concluye que si las élites tenían ese acento, el latín del pueblo sería aún más gracioso.
¿Qué le hace pensar que el acento provenía de un Latín degradado y no del Castellano “andalú”?.
Finalmente, las llamadas Leyes fonéticas, carecen de aplicabilidad, porque casi todas ellas son “circulares”, es decir, funcionan lo mismo en un sentido que en el opuesto; nos dicen que el “hilo” procede de “filu” y éste de “pilus”; sin embargo, el Euskera demuestra que el concepto inicial y básico fue “ül”, fibra unitaria mínima, pelo, tal como hoy se dice en Euskera según las comarcas, “il” en unas, “ul” en otras.
Que los latinos lo entendieran aspirado, le cosieran una “hache”, que luego la “hache” se hiciera “efe” y de ahí pasara a la “be” de “vello” o a la “pe” de pilus y pelo, es justo lo que pasó y no lo contrario.
El autor recurre a menudo a elucubraciones de Tovar y de Corominas, quienes no se diferencian de cualquier otro en sus continuas conjeturas que los llevan a dar por seguro que había “habitantes previos” cuya lengua tenía conexión con el vasco, a los que los “indoeuropeos preceltas y celtas y como ellos, los iberos”, se les impusieron. Cuando dicen “habitantes previos, se están refiriendo a gente asentada, ya que esa modalidad de vida les priva, pero en la antigüedad pre agraria, no había un solo motivo para vivir “asentado”; la única forma de vida posible era la basada en el pastoralismo nómada o trashumante y esa forma no tenía límites territoriales, por eso la toponimia europea se repite tanto.
El atrevimiento de los latinistas les lleva a escribir que “la romanización de la península fue lenta, pero tan intensa que hizo desaparecer las lenguas anteriores excepto en la zona vasca”; así, cuando comprueban similitudes entre las fonologías castellana y vasca, no se les ocurre plantear que el Castellano fuera una lengua pre romana aunque esté plagada de voces idénticas.
Así, no dudan en decir que “arraza” o “errotura” del Vasco, tienen sus vocales iniciales protéticas para adaptar las “raza” y “rotura” del Castellano, en lugar de profundizar sus enclenques analíticas y deducir que “arr asa” significa limpiamente “linaje varonil”, de “arr”, macho y “asa” origen, linaje o que “erro tu” significa desarraigar a partir de “erro”, raíz pivotante y “tu” acción, que complementada con la desinencia “era” indica una generalización y son rotura y raza, las que provienen del Euskera.
Igual sucede cuando quiere que “altar” proceda de “altare”, cuando en Vasco, “aldu, altu” es el adjetivo “poderoso, alto” que equivale al “elevatus” latino y “ar” es la piedra, la losa que puesta en alto, “alt ar”, hace el altar. O cuando quieren que “laxare” sea latino, desconociendo que “la” es la raíz vasca de la fijación, de la sujeción y “esa, exa” es la negación actual “ez”, haciendo que la voz original sea “la exa”, soltar.
¿Cómo va a haber una solución definitiva, integral, si los componentes de que parten son todos erróneos?
Hay veces que reconocen que voces como “barrueco, berrocal”, son prerromanas, pero ignoran completamente que proceden de “bae ar oka”, literalmente “roca compacta inferior” o batolito, pero a continuación vuelven a querer que el sufijo “asco” sea ligur y que la borrasca, no deba su nombre a la “liberación de semillas volanderas” que suele preceder al ventarrón, sino a nuestros vecinos genoveses.
No es difícil acertar con muchas de las voces prerromanas del castellano, pero en cuanto se mete en celtismos, el yerro es total; la “camisa” no procede de “camisia”, sino de “gan isa”, tejido cobertor ni “carro” de “carrus”, sino de “ga arra”, transporte, “sin arrastrar” (es decir, rodando), donde “ga” es la negación y el “arrá” de “arrambla” (rambla) y de arrastrar, eso, el arrastre.
En resumen, se ha hecho una gran ensalada… sin sal.
Ninguna de estas obras vale para otra cosa sino para aumentar el desconcierto existente desde hace siglos y no valen, precisamente por no considerar al Euskera como se debe hacerlo, con un análisis profundo de las raíces, las desinencias, los afijos y otras partículas, que como la lija sobre la matriz de papel, son las que dejan la marca en la superficie tratada.
Todo lo que ahí se muestra, son puntadas en una gran manta; hay que empezar por hacer bien la vainica en un pañuelo pequeño.
[1] Este ensayo se escribió en 2017, antes de la Pandemia, de que el Ever Given se atascara en el canal de Suez, de que Putin atacara Ucrania y China amenazara a Taiwán, de que Europa entera se muera de frío y tenga que parar sus fábricas por falta de gas. . [2] Pozo cerrado en el que yacen desde hace milenios sistemas enteros como la lengua vasca, que ninguno de esos grandes quiere destapar ni estudiar porque tendrían que desechar la mayor parte de lo que han publicado. [3] Petrolanga, Alto de Mariano Langa, Carlanga, Berlanga, Langa, Llangardaix, Langayo, Carralanga, Carronlangas, Chirlanga, Langarilla, Virlanga, Palangar, Hoya Langa, Hoyolanga, La Langa, La Langadera, Langagorri, Langaundi, Langallo, Langarcía, Langarika, Langarilla…. [4] Rasco, Carrasco, Velasco, Churrasco, Frasco, Tarasco, Gasco, Basco, Vasco, Soblasco, Lasco, Pasco, Peñasco, Casco, Petrasco, Viasco… [5] En línea con lo que han teorizado algunos catedráticos de Euskera de la UPV, verdaderos legos ignorantes y pretenciosos, solo preocupados de que no se desbaraten sus teorías.
Este artículo rebosa contundencia y verdad. Enhorabuena amigo