Hace mucho que no se oye “la pez” con la que antes se impermeabilizaban las botas y los pellejos de vino, esos dos elementos tan acertados para contener a la reina de las bebidas de forma insuperable, sin que se enranciara, avinagrara ni sufriera el riesgo de romperse que era consustancial con las arrogantes botellas.
Unos dicen que fue esta joya de la arena fundida y un hábil soplador, la botella, la que arrinconó al cuero sellado con la pez cuando la automatización las hizo tan baratas que se tiraban tras un uso, pero yo creo que fue ese invento de la lata de aluminio y -sobre todo- su definitivo tipo de anilla que no se desprendía, lo que lanzó a la insustancial cerveza 1) a dominar en mochilas y estadios, en fiestas cutres y en “botellones”. El caso es que botas y pellejos murieron y el vino se salvó gracias a que las botellas se cubrieron de lujo, multiplicaron el precio de su contenido por diez y se subieron a las mesas con mantelerías de lino.
Nos dicen los diccionarios que esa pez con artículo femenino, viene del Latín y de “pix-picis”, relacionado con una supuesta raíz indo europea “pei-peie”, que tiene que ver con la grasa de algunos líquidos. Se lo sacan de chistera y ni siquiera nos explican lo de la descoordinación del artículo, pero tienen autoridad y publicaciones periódicas de la Academia y que da sentado, pero cuantos académicos y expertos en lengua hayan intervenido para apoyar esto, no tienen ni idea.
Aparte de sellar vinos y otras bebidas, la pez era imprescindible para hacer lo mismo a gran escala, pero al revés, en todos los navíos de madera para embadurnar su interior y que no se colara ni una gota de agua , así que en los astilleros vascos era muy demandada la pez de la zona burgalesa-soriana de pinares y la Real Cabaña de Carreteros ha tirado de algunos abuelos que recordaban haberla visto obtener de niños y de apuntes perdidos en manuales de Marina y han revivido este desafío de volver a destilar teas de raíz de pino para extraer este tesoro que llevaba casi cien años olvidado.
Yo ya había visto antes “pejegueras” ó “pezgueras” en los pinares segovianos, donde también han salvado alguno de los viejos hornos.
Pero vayamos al nombre.
Los hornos que han llegado hasta el siglo XX eran de factura casi industrial, pero antes, quizás milenios antes, nuestros antepasados habían descubierto que cuando se calentaba el horno de asar con ciertas maderas, al enfriarse quedaba a veces un precipitado viscoso en la cúpula “lab bitx”, significa en Euskera, espuma, precipitado de horno (“lab” es el horno y “bitx”, gel, espuma…), así que no es difícil pasar de “lab bitx” a “lapix”, que se ha mantenido heroicamente en las bocas populares a pesar de los esfuerzos correctores de los arrogantes catedráticos.
De ahí viene lo de empecinado, por lo difícil que es desprenderse de la pegajosa pez cuando uno se ensucia con ella y resulta “empecinado” y de ahí viene también el verbo “pegar”.
Esto también pasa con el cieno, otra voz preciosa, “cieno”, que juran que viene del “caenum” latino, forma marginal de llamar al “limum”, que se repite en todas las lenguas llamadas latinas y que no ha dejado herencias en ninguna otra.
Este cieno que se da en las ciénagas es un coloide negro con contenido mineral y orgánico, que se pega como la pez y a veces huele fatal, pero que no viene de esa fuente, sino de la planta que mejor prospera (y a la vez genera) en las ciénagas, el junco, “zi-zii” en Euskera, complementado con la desinencia “ena”, pútrido, de manera que “zi ena aga” refleja lo que hay en esos lugares “lugar de peste de juncos” y de “ziena” a cieno no hay más que una corrección de género.
En la foto, jóvenes cariocas en La Ciénaga.
[1] No hay quien se crea que su nombre proviene de la hibridación del nombre de la reina de los cereales con la virilidad (ceres vis), sino de “zer (b) eza”, literalmente , “la que no tiene sustancia”