Árbol mediterráneo de hoja perenne, madera y corteza oscura, que da unos frutos sabrosos.
¡He aquí, en el modesto madroño que se esconde en los densos bosques de encinas o pinos carrascos, una voz del ovillo ibérico que aún no han podido devanar los sabios!.
Y no es porque no lo hayan intentado; lo que pasa es que las “versiones cultas”, aquéllas que a ellos les hubiera gustado relacionarlo, se hallan muy lejanas y la voz se halla casi inalterada desde que se hallara escrita en aljamías del siglo X.
Las otras versiones tampoco se adaptan como ellos quisieran y a ellos mismos les parecen disparates, como quererlo relacionar con el útero de las vacas, con que “matan al padre”, maduran en un año o que por su tono morado “morotonu”, podría haber sido alterado a “motoronu” por esos idiotas del campo y de ahí a madroño.
Aunque parezca increíble, es esta última la que gusta a la academia.
Pero algo especial ha debido tener el Madroño cuando –solo en España- se le conocen más de cincuenta nombres.
El caso es que nadie ha buscado en el Euskera, donde “mardo” es un adjetivo que indica una textura suave, una consistencia casi pastosa, como la de los frutos que aún quedaban en Diciembre pasado en nuestros esqueléticos madroños que sobreviven entre los esquilmadores eucaliptos y que nos comimos mi nieto y yo, espachurrados entre los dedos.
“Ña”, abreviatura del “ñam” de los tebeos, es una de las diversas formas vascas de llamar al alimento, así que “mardo ña” son ese tipo de frutas como el caqui, el níspero o el madroño, que solo se comen cuando están a punto de desprenderse…
La aplicación del género del Castellano, hizo “mardoño” del original “mardoña” y así, como lo dicen los andaluces deberíamos decirlo sin avergonzarnos: ¡Mardoño!.