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Mequinenza

El último tercio del Río Ebro, a partir de Velilla, mas o menos, es eminentemente meandriforme y lo es no solo a la pequeña escala, sino que uno de sus meandros que busca el Norte para luego bajar hasta Tortosa, tiene un diámetro de casi sesenta kilómetros.

Al comienzo de esa gran curva está lo que llaman “El Mar de Aragón”, una serie de embalses, el más importante de los cuales es el de Mequinenza, terminado hace más de sesenta años después de más de veinte de duros y difíciles trabajos y de complicaciones administrativas para retener al río.

Hay documentación abundante que nos dice que hasta avanzado el siglo XVI, gran parte del transporte entre el valle medio y el mar se hacía por el cauce del Ebro y que las porfías entre quienes querían desviar aguas para regar y quienes querían transportar mercaderías por el río, eran continuas. Luego, con el auge de los grandes caminos, las carreteras, ferrocarril y autopistas, las veredas y caminos de ribera por la ribera derecha se fueron olvidando o cubriendo por las aguas y muchos de los que hemos viajado mucho, ni siquiera hemos recorrido tramos de ellos.

En el tramo de mapa adjunto, editado en 1929 y elaborado, quizás cinco años antes, se ve el estado natural del río antes de los embalses, cuando Mequinenza (la vieja) estaba en el Ebro, mirando al mediodía, no en el Segre.

Hace casi cien años, Mequinenza era más minera que agrícola aunque sus riberas por ambos ríos tenían una huerta fértil. Los productos de la mina se sacaban al río, donde había varios diques que antaño servían para atracar las barcas, copalos, pontones y hasta alguna nao y que aguantaron –aunque sin servicio. hasta que la presa los hizo inviables, avalando una tradición de siglos.

El nombre de Mequinenza es atípico y escaso; solo se da en un entorno limitado y quizás por ello los humanistas aseguran que tal nombre deriva de una familia rifeña, los Miknasa, que se instalaron en la Fortaleza, quizás para cobrar las rentas en el Bajo Cinca y los llanos de Cardiel, aunque nadie lo explica, por lo que –en principio- se considera esa explicación como producto de la elaboración historiográfica o de la fantasía y se seguirá buscando una explicación coherente con los principios de la Toponimia, es decir, basada en condiciones del lugar o en procesos que se hayan desarrollado en el entorno.

Sus componentes no son escasas en la Toponimia española aunque abundan más los comienzos con “Mesi…” que con “Mequi…” y la terminación “…ensa”, más que “…enza”, siendo muy abundante la finalización en “…nasa”, casualmente como la familia bereber que se citaba.

El hecho de que la forma “mikel-miguel” sea un hidrónimo relacionado con remansos como los que antaño podrían generar las graveras que arrastraba el Segre y que son evidentes en la cartografía antigua y que “naxa-nasa” es la designación canónica de las motas fluviales rematadas con losas, los muelles incipientes de amarre, apoya la idea de que el nombre no sea tan arcaico como la mayor parte de los topónimos, sino que sea de época histórica o al menos de un tiempo en que el río era una vía de comunicación importante, quizás comercial.

Según esa hipótesis, el nombre original fue “mikelnaxa”, muy cercano a Miknasa y que una metátesis muy habitual de “meki” por “mike” en el inicio y la asimilación de “naxa” a “nexa” y la introducción de una “n” antecesora como en Bensa, Contiensa, Güensa, Sensa, Pollensa, Mensa…, acabaría en Mequinenza.

Sesenta años sin río y barcas son muchos y se han perdido jergas, formas de vida y oficios, pero las imágenes antiguas hablan por sí solas: Barcas amarradas al muelle o “naxa” y gabarras carboneras a boca de mina. Un mundo lamentablemente perdido.

Sobre el autor

Javier Goitia Blanco

Javier Goitia Blanco. Ingeniero Técnico de Obras Públicas. Geógrafo. Máster en Cuaternario.

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