No recuerdo haber visto ni oído discusión alguna sobre cómo se llaman los meses del año en la mayor parte de los idiomas cercanos.
Portada, muerte de Cesar, Idus de Marzo.
Desde la escuela se nos decía que casi todos tenían un origen romano y casi siempre relacionado con divinidades y otros mecanismos urbanos; así, enero era en honor de “Ianus”, antigua divinidad itálica que guardaba las puertas de Dios, así que en las últimas décadas los sabuesos de la ortodoxia se han lanzado a buscarle explicaciones de detalle, bien en el propio Latín (“ianua”, puerta), en el Sánscrito, (“yanah”, senda), en el antiguo Eslavo, (“jado”, viajar) y en cualquier parte menos en el Euskera, pero sin saber qué tiene que ver una puerta o un camino con este mes.
Febrero, igualmente se basaba en una fiesta urbana de purificación (de qué?) que llamaban “februa-febrorum”, asignándola, bien a la etnia itálica de los Sabinos, a otra raíz compleja PIE tal que “fesro” o cremación… Marzo, parece evidente; se trataba, bien del primer mes del Imperio y por tanto se dedicaba al Dios de la guerra que mantenía tal imperio, Marte (“Martius”) o… pudiera ser de “martii”, a partir de la fórmula galo-latina “marcare” (marcha), más o menos coger un paso militar, marcial, “un, dos, un, dos…”, todo milicia y todo Latín.
El primaveral abril volvía a inspirarse en algo divino como Afrodita que nació de la espuma o como alternativa un posible proto itálico, “ap ro” basado en el inventado PIE, “apo”, queriendo decir alejado, o en el Godo “afar- after”, después, porque sería el siguiente a Marzo…ingeniería lingüística.
Mayo, “maius” en Latín, ¡no faltaba más que la esposa de Vulcano, Maja, una diosa terrenal cuyo nombre pudiera venir del feraz PIE: “mag ya”, la grande… porque otras soluciones son dudosas y poco convincentes, como “majorum”, de los mayores o ancianos.
Obviamente, junio es neto de la hermosa Juno esposa de Júpiter, en Latín Junius, aunque se desconoce porqué se lo asignarían tras desposeerle del cuarto puesto que -dicen- tenía este mes. Algo parecido, pero con un humano en lugar de una diosa se da por seguro que se hizo con Gaius Julius Caesar al morir para julio.
Con los políticos en alza, en todas partes se explica que el sexto mes se cambió de nombre como honor a Augusto Cesar y por eso tenemos agosto ahora en casi todas partes.
De los diez meses que dicen las crónicas que tenía Roma, el séptimo y octavo no cuajaron con los célebres asignados, así que Germánico y Domiciano se olvidaron enseguida por pueblo y sacerdotes y los meses siguieron como septiembre y octubre, asimilados como séptimo y octavo.
Para noviembre ni diciembre hay citas de que se tratara de cambiar sus nombres, así que siguieron muy parecido al original noveno y décimo, completando así la aparente incongruencia del año latino con diez meses.
La verdad es que nadie puede pretender establecer un criterio coherente con los nombres de los meses según el Imperio y su Latín, porque es evidente que se crearon con retales de otras culturas, siendo muchas más las incógnitas que las posibles ecuaciones, lo que apunta a que los romanos prepararon sus calendarios de forma precipitada y chapucera.
En cuanto al Euskera, aunque hay cierta “superabundancia” de nombres, los más recurridos[1] muestran dos cuestiones innegables, la primera, el sufijo “il” común en todos ellos que señala claramente a la luna (“il, ig”) como referente de la mensualidad.
La segunda, lo dicho sobre los símiles agrarios: “Urt”, arranque, salida pare enero, “otz”, frío pare febrero, “epa”, primera siega para marzo, “jorra”, escarda para abril, “lora” florecimiento para mayo.
“Bage”, posiblemente ausencia de actividad agraria a la espera de la cosecha, para junio…
“Usta”, la recogida o cosecha para julio, “agor”, sequía para agosto, “ira”, helechos para septiembre, “urri”, para octubre supone un cierto enigma, porque en unos euskalkis[2] tiene que ver con la abundancia o colmado de los “garaige” u hórreos y en otros es sinónimo de escasez…
Noviembre no supone duda, porque se refiere a la siembra (“azi”) y diciembre se parece a junio, en cuanto parece que su vocación es la de dormir y descansar (“lota”).
Así como en Euskera, en Inglés y otras lenguas, varios de los meses se corresponden con labores agrarias o de preparación de alimentos, por ejemplo, en el antiguo anglo, noviembre se denominaba “blotmonad”, mes de la matanza, de la sangre (“blood”).
Es evidente que la actividad agraria que se fue consolidando a lo largo de diez o más miles de años, iba exigiendo una precisión creciente en las distintas labores, rigor antes irrelevante para el movimiento de ganados, así que se debió de ir pasando de un calendario lunar “ordinal”, en cierta forma grosero a partir del solsticio de invierno y luego buscando una cierta precisión según las “aste” o ciclos lunares, las cincuenta y dos semanas de ahora (“aste bete” o ciclo neto, con cuatro paquetes de series de siete días, es decir Nueva, Creciente, Llena y Menguante).
Es evidente que nuestros antepasados nómadas eran cualquier cosa menos tontos, porque la selección natural era antes muy severa y los más débiles no progresaban así que hay en general acuerdo en que conocían el ciclo solar con bastante precisión (aunque desconocieran la centralidad del sol) y sabían perfectamente cómo los rayos solares se inclinaban progresivamente a partir del solsticio de verano con un acortamiento progresivo y alarmante de los días hasta llegar al solsticio de invierno, a partir de cuyo momento se enderezaban progresivamente hasta llegar en algo más de 365 días (no es importante la precisión) a la verticalidad aproximada desde la que se había comenzado la medición, quizás en el mismo campamento de verano del año anterior, con los días más largos y viendo las mismas constelaciones que vieron entonces en el cielo.
También sabían que la luna tenía un ciclo mucho más corto (28 días) y que ambos no estaban sincronizados. El aspecto y las secuencias de la luna eran divisables sobre todo en los equinoccios en que solía estar la atmósfera más límpida que en invierno o verano, así que no solo los vascos, sino buena parte de las culturas pre sedentarias eligieron un calendario basado en las lunas a partir de la primera luna llena[3] del equinoccio de primavera (imitado por Roma y su Martii) y sus cuatro fases, sistema que daba suficiente precisión (alrededor de siete días) para posibles citas o acuerdos, con trece lunas anuales y una fracción, por ejemplo, si en 2024, la primera luna llena tras el equinoccio de primavera, era el 25 de Marzo y se quería quedar con alguien unos días antes del 21 de Junio, se acordaría el encuentro en la fase creciente (14 al 22 de Junio) de la tercera luna.
No puede extrañar que la desinencia general “ila, illa” actual en Euskera para los meses, provenga de la raíz del nombre de nuestro satélite, “iga, ila, illa, igetargi, ilargi, illargi”.
Y aunque en tal contexto existía el concepto de año marcado por el solsticio de invierno, no hay otras referencias ni argumento de que el nombre del “año” que se asigna al Latín “annus” en registros escritos y los esfuerzos para relacionarlo con el osco “akno” (que no significa nada), no son convincentes, siendo más probable que se originara en las acepciones “año añu” del Euskera, refiriéndose a la mengua, al abatimiento de los días en invierno.
Algo parecido, pero a la inversa, podía presumirse para el solsticio de verano, cuando en gran parte de Europa se encendían hogueras “su han”, grandes fuegos para prolongar el día en una ceremonia que la Iglesia -hábilmente- atribuyó a San Juan el bautista, jugando con la eufonía “su han – xu han -juan”.
Imagen del fuego de San Juan.
El paso a una sociedad urbana basada en la agricultura, minería y comercio y -mucho menos- en aquélla ganadería de grandes desplazamientos y carente de precisión cronológica, forzó a sus dirigentes a crear calendarios basados en fracciones llamadas meses, semanas e incluso días y horas, con su nombre propio y a tardar siglos en dar con una fórmula que rebajara las inexactitudes y aproximaciones forzosas de antaño, así que no es extraño que haya diferencias y numerosas incógnitas en el proceso de recapitular para profundizar en la evolución de criterios y nombres.
Comenzando por ese “año” que se sugería desde el Euskera, se habría perdido en esta lengua a favor del neologismo “urte” (“las aguas”), aparentemente relacionado con una marcada época de lluvias, determinante para los cultivos.
Incluso el mes que -mas o menos- comparten varias lenguas latinas, se dice que procede del Griego “μήνας”, (minas) y pasó al Latín como “mensis”, pero que es más convincente en su forma germánica “month, monat…”, francamente parecida a “moon”, luna, así que algunos vemos más creíble que la raíz “mes” que en Euskera, significa “regalo, favor”, sea más cercana a esta voz “mes” y no es un disparate que los antepasados pudieran considerar que cada nueva luna fuera una prolongación de la vida, un regalo.
En cuanto a los nombres oficiales de los meses en Castellano (y en la mayor parte de las lenguas latinas, es evidente que dan fe de la carencia de criterios rectores claros, así, si para septiembre, octubre, noviembre y diciembre se puede aceptar que provengan de los ordinales, pero sin poder precisar a qué se refiere la terminación “bre” (“ber” en Inglés, “bris” en Latín), para enero, que para el imperio no era un mes de inicio, hay que poner en duda lo de “ianus”, puerta, aunque “ie-ia” lleve intrínseco el concepto vasco de paso, trasgresión, que pudiera valer para el comienzo del alargamiento de los días, dando “ien ero”, con la “n” genitiva y “ero” frecuentativo, confirmativo, que vendría a decir, “el del paso” en referencia al comienzo de ese alargamiento de los días.
La fenología del celo en varios animales domésticos y algunos ferales en febrero, no hubiera tenido mucho sentido en economías pastorales, cuyos animales lo experimentan desde septiembre, pero si en entornos agrarios y urbanos, donde gatos, perros, hurones, martas… son escandalosos y se hacen notar, se podría admitir que “fever-febre” esté en el origen.
Imagen de gatos en celo en febrero.
En cuanto a marzo, algunos idiomas más que otros, ayudan a que haya quien prefiera que el nombre se deba al inicio de migración masiva de aves hacia el Norte, que al dios de la guerra, pero no hay evidencia.
Y con abril la duda crece porque Afrodita se ve muy lejana, en cambio, el nacimiento de recentales en muchos rumiantes itinerantes se daba en esa época, coincidiendo con pastos tiernos para las madres, cuestión que se explica bien con el Euskera “abere il, abril”, mes de los rebaños, forma “de calle” que se comparte con el actual “jorrail”.
También mayo suscita desconfianza para Maja, siendo más probable que el nombre se base en la explosión de producción de la naturaleza y alguna forma de “mag, max, may…”
Agosto tiene más visos de acercarse al Euskera “agor”, sequedad, modificada por sigmatismo a “agos”, que rematado con el “tu” de proceso o acción hubiera dado “agostu”, que al augusto personaje que nos cuentan, quedando los otros cuatro meses, colgados de su ordinal como exponente de la pérdida de originalidad que el urbanismo y los imperios implantaron.
Hasta los años cincuenta en las zonas popularmente vascófonas, se usaban mucho refranes híbridos como este, que hace setenta años que no oigo y que se aplicaba para plantear inminencia de sucesos, en este caso, basándose en el celo de los perros: “Enero, febrero marso abril, txakurren tutue, larri dabil”, cuya primera parte hace referencia al acoplamiento de la perra y la segunda a que la vulva del animal está abultada y pronto pariría.
[1] Urtarril, otsail, epail, jorrail, loreil, bagil, ustail, agorril, irail, urril, azil, lotazil
[2] Dialectos del Euskera
[3] Unos consideraban la luna nueva como inicio, otros la llena.
Hola Javi. Fantástico tu ensayo sobre la etimología de los meses, y que nos permite entender la relación que existe entre estos nombres y lo que acontece o llama la atención en determinados momentos del año.
En mayo, como bien dices, se produce la floración y la explosión de vida en la naturaleza. Escrito en euskera, vendría a decir:
Ama (madre) + jo: incrementar, sumar.
Amajo > majo > mayo, explicaría esta explosión de vida de la madre naturaleza.
Un abrazo
Cierto, pero no lo confundas con el amago, una acción abortada o falsa, algo que se hace como que se va a hacer… y no se hace; concretamente, «ama djo» equivale al castigo, al sopapo de una madre, acto que generalmente lo hace sin ganas de hacer daño.
Gracias.