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Retorno al trigo tradicional

Hace ya cincuenta años que no se ven campos de trigo en Bizkaia. El proceso meditado y maligno para sacar a los “baserritarras” de los caseríos –donde apenas eran rentables para el Estado-. La cuestión, convencerles de que plantar eucaliptos donde antes eran pastos, les daría más dinero y además, “sin hacer nada”, ya que los rematadores se encargarían de plantar, limpiar, talar y llevárselo… cada diez años.

No se puede acusar a nadie concreto de ese proceso, pero el ambiente en las oficinas de Diputación, en almacenes, mercados, sociedades agrarias, tiendas de repuestos y “sindicatos” era asfixiante y casi todos cayeron en la tentación.

Hoy, medio siglo después de aquélla moda y algo más de treinta después de que la entrada en la Unión Europea diera la puntilla al agro harapiento que quedaba con la imposibilidad de competir con las llanuras europeas en carne y leche, el Caserío vasco ha dejado de ser lo que fue, el mayor garante de diversidad y paisaje para transformarse en una de dos soluciones a cual peores, ruina de edificios caminos, manzanales y huertas o vivienda de lujo transformada en chalet, pero ambas rodeadas de masas ingentes de eucaliptos o moribundos pinos radiata que llegan hasta la misma orilla del mar.

Un recuerdo de Julio de 1965, visitando a mi amigo Eduardo en el caserío de Montemoro entre Bermeo y Busturia es la última imagen que tengo de un espléndido campo de trigo y la insistencia de Edu para que callara… hasta que oímos el canto de las codornices: “pos…polín, pos…polín….”.

Entonces teníamos quince años y grandes expectativas para un futuro que se prometía libre y rico. Hoy Eduardo es un solterón más de los que sobreviven en soledad en muchos caseríos con la certeza de que aquélla forma de vida de esfuerzo y diversidad, de toques de campana y romerías, de yuntas por los caminos, visitas de familiares y comidas modestas bajo la parra… se acaba.

No en vano los geógrafos determinamos la ruralidad de una comarca en función de la Tasa de Femineidad: Nuestra mujeres no quieren el caserío deslumbradas por la libertad, por la igualdad y las oportunidades que promete la ciudad, pero esas promesas de entonces solo eran un espejismo más que triunfa década tras década porque se basa en alentar las tendencias cómodas, algo parecido a lo que los moralistas llaman “vicios o pecados capitales”.

La cosa es que en Octubre pasado, cuando fuimos a recoger las manzanas de nuestra finquita en “Mansilla sur la rivière Urbel” en Burgos, pedí al primo un poco de trigo castellano porque sentí la tentación de que una parcela de nuestro caserío estrenara trigo al tiempo que nosotros lo habitáramos por primera vez en treinta años.

Es Agosto del 19 y acabamos de cosechar (de forma artesanal más aún, primitiva) y de comprobar lo que cuesta ensacar los cien tristes kilos de trigo que han dado los apenas dos kilos que sembramos en área y media.

Estamos agotados, pero en el proceso he meditado sobre las voces “trigo, cizaña, molino, harina, espiga, pan, germinar, hoz, hórreo y bieldo” y me ha reconfortado el hurgar en algunas de las conclusiones que asoman.

La primera, “trigo” ya está colgada en Eukele.com y la conclusión es que nada tiene que ver con el “triticum” que nos embuchan ni con “terere” o frotar, sino con “trikú” o compacto, dado el increíble empaquetamiento que presentas las espigas, una de las cuales tomada al azar entre las hermosas nos ha dado 63 granos, marca solo superada por el maíz que se impuso aquí en el siglo XVII.

De la mano del trigo viene la cizaña como paradigma de la dualidad bueno-malo de este mundo nuestro y los eruditos hipercultos se precipitan al Latín, al Griego y al Arameo para decir con la autoridad de sus poltronas que su origen es sumerio (“zizan” que es el nombre del trigo) y que fue introducido en el Griego como “zizanion”, en el Latín como “zizania” y en el Castellano como cizaña.

En resumen, un absurdo, esto es, decir que el trigo y su antitética imagen son lo mismo.

La fe ciega en Chantraine y otros lingüistas, ha creado un vacío tan grande de inteligencia en esa doctrina que llaman etimología, que espantan a cualquier mente espabilada y los que viven en ese caldo se regocijan de su propia estupidez.

Es necesario saber que la cizaña tiene ciertas semejanzas formales y de proceso vital con el trigo, por lo que no es extraño que a veces aparezca infestándolo. La diferencia fundamental es que el trigo ha buscado la supervivencia haciéndose agradable al ser humano y multiplicando su fecundidad en tanto que la cizaña ha optado por aliarse eventualmente con un hongo endófito que produce unos alcaloides que enferman al ganado que lo ingiere, haciéndole aborrecer la planta en verde.

Si la cizaña se mezcla con el trigo y se hace harina, esta sigue siendo tóxica y produce desarreglos a quien come ese pan. Ahí está el conocimiento de nuestros antepasados y la denominación sabia de su nombre, “sis añá”, donde “sis” es la raíz que define la eventualidad, el suceso que hay que prever porque puede darse.

“Aña” es una de las varias formas de llamar a un elemento alimenticio, de forma que “sis aña” sin apenas cambio alguno en milenios, no viene del trigo de Mesopotamia, sino de un alimento del ganado que a veces puede ser fatal. Los pastores paleolíticos sabían mucho más que los pedantes lingüistas de los últimos siglos que nos quieren hacer comulgar con ruedas de molino.

¡Eso!, vamos al molino, porque aunque todo el mundo sepa que el molino se llama preferentemente “pistrinum”, los sabios eligen la “salsa mola” con que se espolvoreaban los cadáveres para quedarse con la “mola”, harina y muela, rueda de molino para decir que de ahí viene el molino.

Otros pensamos que no, que para cuando los molinos se hicieron con muelas gigantes movidas por los ríos, los nómadas ya llevaban milenios moliendo semillas con uno de los primeros rudimentos inmejorables nunca creados, la bola de piedra y la placa ahoyada sobre la que se iban poniendo las semillas. Su nombre inicial, “bola” (“bi ola”, dos curvaturas). Hoy en día, la forma genuina de llamar al molino en Euskera sigue siendo “bolu” y “bolu eiño”, producto de la bola, ha dado probablemente en molino, los molinos transportables como el de la figura, extraído de la ilustración de un libro del siglo XIX.

¿Y la harina?… Lo correcto es decir que viene del Latín y de “farina”, que por influjo del Vasco que extrañaba la efe, quedó en harina. Es cierto que al trigo se le llama también “farris, farro”, con erre fuerte, pero la harina no se hace solo con trigo sino con infinidad de semillas cortezas e incluso animalitos disecados y los antepasados no fueron así de chapuceros al crear los lenguajes…

Si a la harina la caracterizaba su proceso de fabricación, había que llamarla según eso. Como se hacía con piedra (“ar”, hoy “har”), debería llamarse “ar eiña”, que simplificada y apocopada, queda “arina, harina”. Ahí si hay lógica.

También la espiga tiene una bonita historia. Estos días (calculo que han pasado por mis manos unas 75.000 espigas) me he entretenido observando espigas, orondas y rellenas espigas de trigo mocho, alguna que -rebelde- volvía a nacer con barbas, estilizadas, doradas y planas espigas de cebada…

Nos dicen que espiga viene del latín y de “spica” y que su origen es una raíz no encontrada, pero que están seguros que existió en el engendro que llaman “IE” o Indo Europeo y que debió ser “spei” e significar puntiagudo.

¡Todo para que encaje con su pasión porque el Latín sea nuestro padre!.

No es la punta lo que llama la atención de las espigas, sino el hecho de que a diferencia de casi todos los vegetales que dan frutos y que estos suelen estar imbricados por el cuerpo, colgando… y no arrogantes en la cúspide. Eso es lo que tiene la espiga de especial, que está en lo más alto de la planta; un desafío a la física y a la ingeniería y eso es lo que reza su nombre, “esp”, el esp de espanto, de especial y de especie, está relacionado con lo sorprendente, lo que llama la atención.

“Iga” es lo alto, el tracto, la cuesta a la cima, de forma que “esp iga”, sin quitar ni poner nada nos dice algo así como “cabeza sorprendente”. No hay puntas en las espigas sino remates de pelos como antenas que la ingeniería genética de milenios ha desmochado para aumentar la productividad.

Del pan ya se ha hablado en otras ocasiones, disintiéndose de que su origen sea el “pan-panis” latino que nada dice, sino el hecho de que durante milenios el pan ha sido ázimo, no tenía volumen ni era mullido, sino unas sencillas obleas tostadas sobre una piedra caliente. “Pan” es la esencia de lo plano, así se llamó al pan durante milenios y así se le ha seguido llamando cuando en forma de barra o de hogaza, ha multiplicado su volumen por mil y ha sido bendito hasta tiempos muy recientes, cuando nos hemos olvidado de lo que cuesta obtenerlo “a mano”.

Tampoco el germen se libra de esta escabechina ya que nos dicen que su origen “IE”, es “gen”, parir, pero que los atontados de nuestros antecesores cambiaron la ene por la erre e instrumentándolo con “men”, hicieron “germen, gérminis”, retoño, vástago.

En Euskera, “gern” es el semen, el flujo que da vida y “men” es lo auténtico, así que no es difícil componer “gern men” y su compacto “germen” que señala a una semilla completa que está lista para iniciar su vida.

¿Y la hoz?. No hay duda de que viene del “falx-falcis” del Latín tras un interesante proceso en el que ha perdido o trocado casi todo… Pero no lo tienen muy seguro ni siquiera los gurús que han llenado las estanterías del “IE” de raíces imagino-deseadas, porque algunos apuntan a los ligures primos de los iberos…

Al final es posible que su origen tenga que ver con las preciosas hoces hechas con quijadas de yegua o ramas curvas de boj en las que se incrustaban escamas de sílex… escamas que como pequeñas peinetas eran talladas con indentaciones como las de la imagen para mejorar el corte, huecos que los usuarios llamaban “osk” o resaltos, melladuras que incluso las hoces metálicas modernas han conservado dada su eficacia en el corte.

El hórreo tampoco se queda atrás. Invento supremo para orear los alimentos, evitar la entrada de roedores y la vida de hongos y mohos, los sabios se empeñan en que proceda del “farreum” latino y de la harina (“far”), aunque ese “farreum” que daría “horreum” en Asturias, se usara siempre para llamar al pastel y no al edificio en altillo…

Inseguros, otros dicen que no, que tiene que ver con “hordeum”, cebada, pero los más avanzados proponen que todo señala a la llanura europea en vez de al Mediterráneo y a la voz (que tuvo que existir) “gher”, echar mano, coger, porque de “gher” a “hórreo” para ellos no hay distancia y está claro que el hórreo “coge”.

No arquee las cejas el lector, porque de estas bobadas están llenos los departamentos de indoeuropeo de las universidades.

Nadie ha incidido en lo verdaderamente importante de los hórreos (que no es si en ellos hay cebada, trigo, mijo, maíz, pimientos o calabazas) que es su elevación; ese metro y medio que los aleja del suelo húmedo y lleno de amenazas. “Orr” como adjetivo es la raíz euskérica para la elevación (“tut or”, “señ or”…) y “orr ea” en su forma original no era ni más ni menos que “altillo”, forma que se masculinizó a “orr eo” y los académicos perfeccionaron a “horreo” para acercarla a su Latín añorado.

En las imágenes el hórreo que hemos construido apresuradamente para guardar nuestro trigo, ¡ojo, el trigo y no la harina, que esta no se guardaba en el silo sino en el “sisilo”!.

 

Del bieldo apenas se va a hablar aunque los dislates con que lo visten lo merezcan.

Como uno de sus usos es el de voltear la mies para que la brisa se lleve las briznas y caiga el grano, le buscan parentesco por el viento, concretamente por “ventilare”.

Pero no es así, el bieldo no ventila nada. Su peculiaridad, aquello de este instrumento que merece un apellido es algo que lo acerca más a la biela que al viento. Esa biela que los españoles dicen venir de la “bielle” francesa y los franceses (más acertados) de la biela y el bieldo españoles.

Lo cierto es que la diferencia de los bieldos con las horcas y “forcas”- que es como se llama a su familia de forma preferente- es que aquéllos tenían una articulación que hacía más efectivo el esfuerzo para elevar mieses, hierbas y pajas. “El” es la unión articulada y “bi el du”, lo que articula sus dos piezas.

Estamos de enhorabuena porque acabamos de saber que Tecnalia, nuestro laboratorio de investigación está recuperando especies de trigo bizkaíno y tenemos la remota esperanza de que nos de un cuenquito de semilla y en unos años podamos ver gavillas, metas y eras como las de la foto de esta abuela de Zeánuri de finales del siglo XIX.

Sobre el autor

Javier Goitia Blanco

Javier Goitia Blanco. Ingeniero Técnico de Obras Públicas. Geógrafo. Máster en Cuaternario.

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