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Soto

Un lector de Eukele aficionado a la Toponimia y que ha trabajado intensamente en las zonas de Cameros y Río Leza, me preguntaba hace unos días por varios nombres entre los que estaba “Soto”.

Para mi, de niño, “soto” era cada hueco de un azadonazo en que mi tía depositaba con cariño y “cuidando que algún ojo quedara hacia arriba”, un trozo de patata que ya comenzaba a brotar.

Luego, siendo estudiante en Zaragoza oí hablar mucho de los sotos como zonas ribereñas de tramos llanos de los ríos, antes arboladas, que habían sido transformadas en parcelas de regadío de gran valor. En un tramo del Ebro de apenas diez kilómetros encontré cinco lugares agrícolas distintos que se llamaban El Soto, uno que era Los Sotos, Soto Bajo, Soto de Almozara, Soto de Alfocea, Soto de Santa Inés, Casa del Soto, Mejana del Soto… lo que me hizo pensar que en un pasado no tan lejano, antes de que los ríos se represaran de forma masiva, los sotos debieron de haber sido lugares muy abundantes y con unas condiciones ventajosas para la vida vegetal y animal en ciertos tramos de los ríos.

Mas tarde participé en el diseño de una gran línea eléctrica que partía de Soto de Ribera en Asturias.

Así que ya de “profesional” de la Toponimia no me extrañó en absoluto que en España hubiera casi dos mil lugares que llevaban “soto” en su nombre y que en la práctica totalidad de los casos estuvieran relacionados con zonas “tranquilas” de los ríos.

Pero yo no había conseguido ver un soto genuino hasta el final de los ochenta, cuando recorriendo Soria para una “EIA” que entonces era una novedad, me encontré –aguas abajo- de Los Rábanos un soto natural en uno de los meandros del Duero, seguramente uno de los últimos que quedaban. Traté de internarme y no pude.

La vegetación era tan densa, los árboles tan bien encajados entre si y con los arbustos, las plantas epífitas, las zarzas y hierbas imbricadas, que aquello era una auténtica masa vegetal, se podría decir que era un solo organismo. Ya había visto algún encinar natural, pero aquello era mucho más denso, impenetrable. Aún ahora, treinta años después, desde Google Earth, aún se ve así desde la carretera aquel soto:

Pero no me encajaba la idea de un soto en el tramo medio del río Leza, un río de tipología torrencial, cuyo cauce en esa zona es “de alta energía” y consiste en un álveo estrecho y en uve, tapizado de grandes piedras rodadas, así que, con atasco en el primer nombre, con una aparente incongruencia, la idea se me escapó de la Toponimia hacia la Etimología y hacia ese nombre tan conciso.

Los catalanes le llaman “sot”, los gallegos y portugueses, “souto”, los italianos, “sotto”, los vascos “xara, xaradi” (jaral, zona de vegetación intrincada), que recuerda a Zaragoza y los rumanos, “padure”, pero lo verdaderamente chocante es que en unos países como el nuestro y sus vecinos, donde hay cientos, sino miles de nombres que contienen “sot, soto, souto ó sotto”, no haya uno solo que contenga la expresión “saltus” (miento, en Italia hay un lugar llamado Saltusio), palabra mágica que ya hace tres siglos citaba Covarrubias diciendo “algunos quieren que trayga su origen de la palabra Saltus, que vale monte”.

Ahora, la academia apoya esa idea, explicando los pasos que son de rigor para que eso haya sucedido. Es decir, lo oficial, lo que vale para estudiantes e investigadores es que su origen es desde el “saltus” del Latín aunque el sentido común lo niegue.

Mecanismos como este se repiten con otras muchas voces y –para mi- es un escándalo perpetuado que ya es hora de combatir.

¿Qué es saltus en Latín?, pues algo en origen muy impreciso, por una parte son aquéllas zonas del imperio que no están “manipuladas”, es decir, no son urbanas ni agrarias, por tanto pudiera ser “saltus” cualesquiera de las numerosas formaciones naturales, desde una especie de selva, un bosque de ribera, una sabana, una tundra, un pastizal, erial o desierto…, pero nunca una plantación (“arbustum”), un jardín (“hortus”) o un bosque visitado (“lucus”). También se usaba ese término para referirse a zonas de interés militar, como desfiladeros o gargantas, aunque fueran preferentes las formas “angustiae” o “fauces-faucium”.

Apenas hay en el Latín palabras derivadas o que tengan relación con alguna de esas dos ideas, siendo probable incluso que la propia voz latina sea un préstamo del término “zaltu”, usado en algunos dialectos como dehesa boyal, descansadero de ganados fresco y arbolado.

Saltus, en resumen, surge no por sus características peculiares, sino como oposición al territorio rentable para el imperio, Ager/Saltus, por lo que pudiendo ser una voz válida para administradores, es impensable que diga algo a pastores o cazadores que la considerarían “palabra de ignorantes”.

Finalmente asumida por sectores interesados como “bosque” y ante la no existencia en Latín de nada parecido a los “sot, soto, souto, sotto” para explicar su procedencia, la maquinaria latinista forzó calderas para engañar a los incautos y hacerles creer que ese “saltus” evolucionó en todas partes para dar esas cuatro o cinco versiones de soto tan parecidas entre ellas y tan distantes de la latina, para llenar la geografía de sotos y, sin embargo, no dejar un solo “saltus”; algo que escapa de toda lógica.

La conclusión es que no es casualidad que en Euskera, “soto”, aparte del pocillo para sembrar la patata, sea la denominación de cavas o cuevas artificiales someras. Soto es una voz prerromana, quizás de eso que llaman peyorativamente “sustrato mediterráneo”, que su forma más probable es la que guarda el Castellano (las demás son variantes suyas) y que ha conservado durante milenios una significación concreta e íntegra en varias “Lenguas Latinas” y parcialmente en el Euskera.

O, ¿es que no ha de haber voces vernáculas?.

Sobre el autor

Javier Goitia Blanco

Javier Goitia Blanco. Ingeniero Técnico de Obras Públicas. Geógrafo. Máster en Cuaternario.

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