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Suelo: El suelo primigenio.

“Pavimentum, pátoma, floer, floor, artia, pov, zamorz, rahba…su el”.

El suelo del castellano que catalanes y franceses llaman “sol” con diferente acento, es un concepto que ha cambiado radicalmente desde la Prehistoria hasta hoy, viéndose claramente que hace casi medio milenio ya había dos versiones para el suelo, una, que miraba al fondo de cualquier recipiente o construcción y otra, la superficie de la tierra que pisamos.

Esta es que en Latín llamaban “pavimentum”, pero ya hace tiempo que la Ciencia ha recuperado un tercer “suelo” (imagen de portada), el producto de los procesos de erosión y deposición mecánica y biológica de minerales y seres vivos, que genera una capa de distinto grosor y características en las diferentes regiones del mundo que se estudian en Edafología.

El “solum” a que se refiere el facsímil de diccionario adjunto, aparte del adverbio que indica soledad, es en Latín el fondo relativo que se cita arriba y tratándose de agricultura, “solum movere” era el equivalente a arar, así que para las tres lenguas latinas que usan suelo o sol para llamar a esta capa de tierra (Castellano, Catalán y Francés), lo normal en la cultura oficial es decir que proceden de “solum”, como lo decía Covarrubias al comienzo de la siguiente explicación.

Pero las cosas no son tan elementales y sin abstracción es imposible penetrar en los misterios del pasado, de la evolución, de la humanidad y de los lenguajes, así que se impone un viaje a 2, 3 ó 400.000 años atrás, mucho antes de que hubiera labradores ni constructores de megalitos.

En aquella época, en esta franja templada, la mayor parte de la tierra siempre estaba cubierta por vegetación natural en alguna de sus etapas seriales, así que la estructura del suelo e incluso la superficie de este solo eran perceptibles a gran escala cuando había deslizamientos u otras manifestaciones dinámicas superficiales, si bien animales zapadores, riadas y accidentes menores, dejaban visibles gran variedad de muestras de suelo que seguro que nuestros antepasados investigaban.

Aparte de esos fenómenos, hace cientos de miles de años se empezó a utilizar el fuego, primero como estrategia de caza, luego para mejorar los pastizales y finalmente para reducir la talla y la leña de los bosque a favor de la selvicultura que interesaba, bien para disponer de madera de construcción o para fuego, pero sobre todo para obtener tierras de labor hasta el punto que millones de hectáreas y aún de kilómetros cuadrados que hoy se cultivan, comenzaron a quemarse sistemática y periódicamente hace cientos de miles de años.

De esta manera se han creado los campos de Castilla, de Aragón, Cataluña, Navarra o Valencia aunque nuestra memoria solo maneje el mito de que una ardilla podía cruzar la península de rama en rama. Ese lento proceso de regresión forzada hizo posible que se pudieron comenzar a sembrar en los “suelos que los bosques y praderas habían creado”, iniciándose la fase de civilización en que aún estamos y que -por mucha tecnología que se aplique-, es esencialmente agraria.

Tan importante es la colaboración de los bosques a la mejora de los suelos minerales incipientes, que en ambientes de análisis ecológico se suele decir que cada centímetro generado de suelo significa varios miles de años de estabilidad nemoral; esto es, la creación de “suelo” es un proceso muy lento, siendo vital para la Naturaleza y la Humanidad que sea conservado a ultranza.

Volviendo atrás, es en aquella época de éxito del fuego, cuando el suelo desnudo y estresado comienza a ser visto y recorrido en grandes extensiones y es entonces cuando se le pone nombre: “su el”, literalmente, “producto del fuego”, ya que “su” es la expresión más genérica del fuego y “el”, con el sentido de llegada, fin de proceso, consecuencia, describe un ambiente nuevo obtenido por la decisión humana y que pronto será el motor que permitirá a los humanos dominar la totalidad del planeta al crear suelo productivo y poder iniciar la aventura del sedentarismo.

Este “suel” es el precursor del suelo del Castellano, idioma con una gran resistencia a la evolución[1] y que en las lenguas vecinas citadas dio “sol” como contracción y con distintos acentos y “solum” en el Latín, siempre más complejo y alejado de la sencillez. También el “pavimentum” latino proviene de un concepto del Euskera, la protección o “bab”, a partir de “bab e mendu”, acción protectora, ya que pavimento era la cubierta de lajas, arcilla compacta, betún u otros productos, que cubría las zonas pisables.

No es fácil el seguimiento de los procesos de consolidación lingüística, pero algunos ejemplos pueden ayudar a marcar los pasos en este larguísimo camino[2]. Entre ellos no puede faltar la mención a la tendencia del Euskera a abandonar sus voces cuando son tomadas como préstamo por vecinos que consiguen popularizarlas; así, “su lar”, (pastos de fuego), pudo ser una etapa previa a la agricultura, cuando la pretensión se limitaba a favorecer las hierbas pascibles, voz que Castellano, Gallego y Portugués, quedó y permanece como “solar” y que ahora sigue significando que es un suelo sin producción, aunque destinado a edificar y el verbo asolar sigue teniendo reminiscencias bélicas (arrasar).

En el Euskera actual se usan dos formas principales, “solairu”, alteración de “su ailu” (fuego atroz) y “soru”, derivado de “su oru”, esto es, desarticulado por el fuego, siendo muy probable que el “soil” británico que nos dicen proceder del “solium” latino, trono, por la similitud del suelo con un asiento (¿?), venga en realidad de “su il”, creado, provocado por el fuego.

Los otros nombres del suelo también merecen un análisis integral, que está en marcha, pero entre ellos destaca la tierra (“terra, terre, teren…”), porción, volumen de suelo, que es fácil relacionar con los desprendimientos, a partir de la raíz “derr”, arrastrar, cuando en un mundo verde y aparentemente estable, una ladera cedía.

 

[1] Lo que se conoce como resiliencia.

[2] Es normal que los eruditos nos digan que una lengua se configura, uniformiza y extiende en unos pocos siglos, pero no hay prueba alguna de ello, porque los indicios apuntan a muchos milenios.

Sobre el autor

Javier Goitia Blanco

Javier Goitia Blanco. Ingeniero Técnico de Obras Públicas. Geógrafo. Máster en Cuaternario.

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