José Luis Garaizabal me consulta sobre el posible significado de este presunto topónimo que aparece referido en Portugalete en los siglos XVII y XVIII como “rronda y tarançana”, “tarazana”, “tarazanas”, para luego desaparecer de documentos y de la memoria local.
Traté esta voz que está incluida en mi tomo del Diccionario Etimológico Crítico del Castellano dedicado a Mar, Pesca y Construcción Naval, junto con Arsernal y Dársena, que suelen ser metidas en el mismo saco por la oficialidad etimologista, concluyendo entonces que la forma parecida “ater ez ena”, con erre vibrante, coincide con una posible frase en Euskera, viene a decir “lo no porticado”, partiendo de “ater”, cobijo, atrio… y de “ez”, generalmente negación, que puede hacer referencia a un entorno de actividad, al aire libre o con poca protección.
Pero son posibles otras explicaciones, como la que se da al final, porque en este tipo de análisis, es determinante el haber oído la voz en su entorno y ambiente, cuando era viva, porque los escribanos las citan sin más, no las explican por ser del dominio popular y las escriben con distintas grafías, así que una vez desaparecido el elemento y la función que cumplía, su mención se va dilatando, diluyendo hasta olvidarse. Esto ha pasado en una época en que la artillería socavó la eficacia de las murallas y los municipios con economías prósperas las fueron derribando y con su desaparición el nuevo tejido urbano no siempre respetó antiguos nombres de los lugares periféricos, antes marginales y que con el derribo de los muros pasaban a ser bulevares y zonas “chic”.
Otro recurso que suele ayudar a buscar explicaciones para nombres de lugar, es recurrir a los catálogos de toponimia española, donde con frecuencia aparecen nombres parecidos que pocos conocían y pueden aportar nuevos indicios.
Si se empieza con Tarazana, se encuentra una sola vez y en plural; “Tarazanas”, aparece en las afueras de Teruel capital, al borde del río Alfambra, afluente del Turia, en un lugar de pastos que ahora está ocupado por una urbanización de chalets y en el que hay una fuente natural, conocida localmente como Fuente Atarazanas (en la imagen).
Como Atarazana, aparece tres veces en mapas, dos de ellas como La Atarazana y otra en plural, Atarazanas.
La Atarazana de Zaragoza está en la ribera del río Jalón, protegida del cierzo por un espolón y en el borde de la faja de regadío, como se ve en la imagen siguiente.
La otra está en la frontera entre Huelva y Sevilla.
Atarazanas se encuentra al borde del mar, hacia el centro de la larga duna de Doñana, siendo un entorno de topografía movida y con numerosos oteros o dunas partidas.
Como Taranzana, no existe lugar alguno descrito en mapas, aunque hay un Taranzón en el macizo de Peñalara y varios Tarancones, como los hay en Francia.
Del análisis de la morfología del lugar no se perciben otras coincidencias que las de ser lugares cercanos al agua (ríos, fuente o mar).
El último recurso puede ser el de buscar en literatura o en la Wikipedia, donde aparece solo una Taranzana como nombre de un antiguo barrio de olleros, ahora en ruinas en el pueblo soriano, casi aragonés, de Deza.
Es muy poco material para plantear un argumento que rebata las explicaciones oficiales sobre las atarazanas, pero no hay duda de que su estructura y sonoridad es de tipo arcaico local y es oportuno rebuscar en todo tipo de registros, incluso en la propia memoria para acercarse a una explicación coherente.
En mi caso, tropecé con un nombre de esa serie, Atarazana siendo un crío, pero se me quedó gravado.
Cuando tenía trece años fuimos de “viaje de fin de curso” a Barcelona, una aventura de verdad porque ahí pasó de todo cuanto alguien pueda imaginar, cosas que incluso determinaron mi vida futura.
En Vitoria, donde aquel autobús con volante en la derecha hizo su primera parada-descanso de un viaje de dos días en lo que parecían las “afueras”; unos municipales nos pillaron a tres chavales meando en una pared y nos llevaron cogidos de la oreja hasta el autobús, en Calahorra casi nos pegamos con chavales de otro instituto, en Zaragoza, tras la primera noche, el autobús se fue sin dos de los niños. Uno era yo que animé al desconsolado Juan Pedro a tomar el camino de Barcelona, convencido de que vendrían a por nosotros.
¡Vinieron! Y recibimos una bronca monumental que fue el comienzo de un proceso que ahora se llamaría “bulling” y que me llevó a cambiar de instituto. En Lérida un coche atropelló a Benjamín, le rompió la pierna y esparció por el adoquinado las dos pesetas de pipas que acababa de comprar envueltas en la primera página del Semanario de Lérida que salía los lunes.
No es fácil olvidar al rubio del grupo en el suelo con su pierna quebrada y la mirada perdida en un mar de pipas…
Ya en Barcelona volvió a actuar la policía porque J.P. y yo (otra vez los mismos) alquilamos una bicis por una hora en el Zoo y nos largamos Meridiana-arriba a dar una vuelta por la ciudad… ¡Qué iban a pensar dos niños de Bermeo, que pagando un duro la hora de bici iba a ser tan solo para dar vueltas por el Zoo…!.
Por fin, vimos la Feria del Automóvil y las Atarazanas no sin caernos de un gran trolebús que tratamos de coger en marcha y nos lanzó al suelo al cerrar las puertas articuladas.
Aquí quería llegar yo, porque aquel cuatro de Junio aprendí ese nombre marinero poco antes de subir a la estatua de Colón, de la que lo único que recuerdo es que el bronce de los adornos tenía impactos de bala. ¡“De la aviación Nacional” (dijo el ascensorista manco), que nos salvó de los rojos!.
De aquel hermoso museo solo recuerdo los numerosos arcos y una gran maroma de esparto mucho mas gruesa que la de los barcos que yo había visto. En la imagen las Atarazanas de Barcelona en los años sesenta.
Si alguien busca la etimología de este nombre que solo se usa en Castellano (en Catalán, la única lengua en la que se parece algo, se conoce como “dressana”), encontrará que ya en el Siglo XVII, Sebastián de Covarrubias proponía entre otras la solución desde el Árabe, “dar ar sinaa” (la casa del oficio o del arte), lo mismo que los sabios de hoy siguen proponiendo y enlazándolo con la dársena y con el arsenal.
Pero antes del análisis lingüístico, hagamos una abstracción a un pasado muy anterior a las flotas venecianas, a las turcas y a las fenicias; basta con retroceder ciento veinte, ciento treinta años para descubrir dónde y cómo se varaban la mayor parte de las embarcaciones de pescadores y las comerciales, fuera la costa en un mar de marea, en otro sin ella o fuera en la ribera de un río o estuario. En Bermeo teníamos el modelo perfecto, el “Artza”, literalmente “pedregal” o “playa de piedra”, a partir de “har”, piedra y “tza”, sufijo abundancial.
“Artza”, antes de que las obras del tren y las de los “muelles nuevos” cubrieran las lisas playas de piedra que se extendían entre los arroyos que desaguaban en aquella bahía ahora consumida por los rellenos de una sociedad ansiosa de obras, era una preciosa ensenada protegida del Noroeste, que se prolongaba tierra adentro por la “Erribera” (de “herri”, terreno y “bea”, bajo) igualmente pedregosa del río Artigas, jalonada de astilleros, lonjas, escabecherías y lavaderos.
Las playas de piedra rodada eran un soporte mucho más estable que las de arena y mucho menos engorrosas para trabajos como la construcción naval o el simple entretenimiento y cuidado de las embarcaciones, además de ser lugares válidos para la carga y descarga de pesca y mercaderías, como lo eran algunas barras de los ríos. En el caso de Bermeo, la fotografía del Artza de alrededor de 1906, muestra ya el Casino y el muro del parque que detrajo como la mitad de la extensión de su bahía; aún así, aún varaban ahí las chalupas…
La siguiente foto, muestra los varaderos y astilleros que se construyeron en los años cincuenta, justo donde descansaban las chalupas de la foto anterior, perpetuando la vocación del lugar.
Esta forma de aprovechamiento del medio era normal en la antigüedad y persistió en nuestro hemisferio hasta que los imperios y el comercialismo hicieron posibles las grandes obras que han desfigurado costas y riberas y nos han hecho olvidar un pasado de aprovechamiento a ultranza de las condiciones del medio, “con el mínimo esfuerzo e impacto”.
Es posible que “dársena” no tenga nada que ver con los edificios que dicen describir en Árabe, sino un entorno de actividad o servicio a la intemperie, evolución de “djarr (tz) ena”, donde “djarrí” equivale a afianzar, amarrar, refiriéndose a los barcos y a su lugar de amarre, voz muy relacionada históricamente con Portugalete y sus vecinos “djarrilleros”, no porque bebieran en jarras, sino porque eran los amarradores preferentes de los barcos que llegaban a Bilbao y tras superar la barra, esperaban a la marea amarrados frente a La Kanilla.
Lugar de amarre, de varada, y de construcción naval, el “artza” y las dársenas, no eran en su inicio muelles ni edificios sino simples ramblas pedreras amplias que se formaban en lugares estables, protegidos de oleaje, vientos dominantes y aguaduchos, frecuentemente dotadas de arroyos
Esos lugares privilegiados han dado lugar al paso de los siglos a los arsenales militares, siendo algunas voces olvidadas y -otras- afianzadas por la dimensión militar y comercial de la marina, quedando como muestra la dársena y el arsenal, este último, evolución de “djartze (n) al”, donde “al” es la potencialidad, la posibilidad de amarrar o varar, justo lo que necesitaban los barcos.
Este planteamiento es opuesto a la citada explicación desde un préstamo del Árabe, donde al recinto donde se almacenan y preparan los elementos e intendencias de guerra, se le llama en realidad “tirsana ton”, a la dársena, “arrosifú” y a la atarazana, “hawdubina aisufuní”, así que la proximidad al “dar ar sinaa” de Covarrubias y que los actuales copistas insisten, queda en duda como un artificio más de la rigidez academicista que ignora el Euskera.
Los profesionales de la Etimología estiran el chicle para meter a las atarazanas en el mismo saco de la dársena y el arsenal, asimilándolas todas a la misma idea de “casa del arte”, pero desde el Euskera se percibe que las atarazanas originales no eran casas, sino endebles tinglados, ni había mucho arte, sino brea fundida de los calafates y ruido de hachas, sierras y mazos al socaire de los “graos” y barras o resaltos de grava de las playas.
Acercándose a la “taranzana” de Portugalete, conviene recrear la topografía original de los alrededores de la muralla que la masiva urbanización de los últimos siglos ha excavado, rellenado, ha transformado los arroyos en profundos desagües y ha borrado sus salidas a la ría con diques, pero hay que hacerlo con una visión crítica de la documentación gráfica disponible, dando siempre un paso atrás, porque obras de arte como la acuarela de Hierro, plantean actividades sobre el relleno detrás del dique que se ve en una cartografía de 1738.
Sobre esa cartografía, se han colocado dos elementos esenciales olvidados, uno, la Peña de Santa Clara, un bajío que asomaba en las bajamares y sobre el que se cimentó el muelle de encauzamiento que patrocinaba el Consulado de Bilbao y el posible trazado del arroyo que drenaba parte de Los Llanos.
Antes de la construcción de este muro, la playa entre la población y la citada peña, era un lugar protegido, en el que se acumulaban gravas aguas-arriba de la peña, como hoy se acumulan contra los cuerpos de las escaleras de los prácticos y en la que había agua dulce; un lugar típico para una atarazana, para llegar a la cual, el camino más cómodo era a través del arroyo, el cual pudo recibir ese nombre.
Todo esto desapareció con el ensanche definitivo que comenzó mucho antes de lo que se recoge en documentos, pero el nombre de “atarazana” se mantuvo en el arroyo y ronda de la muralla hasta que los méritos de la benefactora Casilda le recortaron una parte, quedando solo la cola con el recuerdo de las atarazanas del borde de la ría.
Con tanta elucubración se olvida la etimología de “atarazana” que se considera de origen euskériko, negando verosimilitud a la supuesta procedencia del Árabe.
“Atar atari” es la denominación de un cobertizo, un soportal, una cubierta ligera o provisional y “azan” equivale a ruidoso, bullicioso, por lo que la forma abreviada “atar azana” puede haber sido una expresión despectiva de los burgueses urbanos para llamar a los tinglados que se montaban en espacios públicos como los bordes de playas y riberas y en los que entre humo, griterío y ruido de hachas y sierras se desarrollaban trabajos como la reparación de embarcaciones, cosido de velas, cordelería, carenado, desollado de animales, etc.
Para terminar, puede ser oportuno recordar a Santa Clara, la italiana del siglo XII enamorada de San Francisco y preguntarse porqué es tan recurrente su nombre en la costa vasca: Donostia, Zarautz, Ondárroa, costa Ondárroa-Lekeitio… Bermeo tuvo una ermita con esa advocación y aún quedan unas escaleras con su nombre, Mundaka conserva la ermita y Portugalete tiene su Centro Cultural, pero muy poca gente recuerda la peña enterrada bajo el paseo.
Es que casi nadie se plantea que muchos nombres que parecen de santos sean la interpretación por los misioneros consolidada por la oficialidad de topónimos que con cambios mínimos servían para reforzar el apostolado; Santa Clara es uno de ellos.
“Kal ar a” significa “la piedra profunda”, en muchos casos un lugar peligroso donde la sonda te dice que hay calado, pero un bajío escondido puede aparecer de pronto en la trayectoria y hundir un barco en minutos; por otra parte, el “sand” con que los ingleses llaman a la arena, es una voz de origen no identificado en las fuentes germánicas y que en Euskera arcaico tenía la forma “sant” para referirse a los acarreos de áridos naturales, de manera que la unión de “sant” y “kal ar a”, pudo muy bien dedicarse a la playita que se formaba por los acarreos del Nerbión y del arroyo Atarazanas contenida por la peña de Santa Clara.