Bueyes, búfalos, cebúes, vacas, toros y uros…
Becerros, jatos, txalas, chotos, novillos, reses de todas clases, terneros…
No es fácil demostrar que nuestros primeros pasos hacia la civilización global se han dado cuando nuestros antepasados decidieron crear una sociedad de cooperación entre sus grupos tribales avanzados y estos rumiantes de los cuales obtendrían de forma sostenida leche, carne, estiércol, pieles, cuernos y huesos, fuerza de tiro y de transporte, además de servirles de “atracción” para una cohorte de insectos grandes y pequeños, de carnívoros terrestres y aéreos de carroñeros, que aportarían diversos materiales y productos (carne y huevos, pieles, plumas, garras…) a los pastores…
Los rumiantes –aunque sistemáticamente explotados- también se beneficiarían de ciertas ventajas que serían notables en los especímenes destacados (los hermosos, sanos, dóciles, bellos, las hembras muy lecheras…) y que sufrirían de forma general los machos y de forma aleatoria los débiles, infértiles, rebeldes, etc.
Las hembras podrían criar a sus becerros con mayor tranquilidad que estando expuestas a los leones y otros predadores y no les importaría dar un poco de leche a cambio aunque presintieran que al envejecer, al dejar de tener crías, serían transformadas en cecina.
El proceso no fue tan simple, sino todo un camino largo de fracasos y éxitos que fue decantándose en un conocimiento profundo y en la interpretación correcta de condicionantes ambientales y bióticos que les permitieran superar las fronteras originales de limitaciones territoriales, tróficas, meteorológicas y biológicas, para forzar ligeramente los límites de la etología de los animales y conseguir milenios de supervivencia durante los cuales se pudo consolidar el orgullo humano de sentirse superiores, de “manejar” lo que antes les asustaba y de comprender no solo la dinámica de La Tierra, sino del Mundo 1, es decir, del Universo.
Mis nietos recorren conmigo a menudo la cerca eléctrica de más de un kilómetro con la que confinamos a nuestros animales para que coman secuencialmente la hierba de cada parcela en lugar de pisotearla toda eligiendo los brotes más tiernos, la recorremos buscando lugares por donde la corriente “escape”, así que todos nosotros recibimos de vez en cuando alguna descarga eléctrica, sacudida desagradable como pocas, pero inocua. Los animales lo saben mejor que nosotros, así que una vez han sentido el latigazo, aunque quitemos la corriente a los cables, ellos no se acercan…
Así les explico a los niños, en un cuento que les gusta oír una y otra vez, que un niño que cuidaba vacas en la antigüedad, al cruzar un río encontró una piedra dorada muy pesada; se la llevó al abuelo de la tribu que le dijo, ¡oro!, te voy a hacer dos anillos, uno para ti, para este dedo y otro para ese becerro que no quieres que matemos, el “rubio”.
El abuelo comenzó entonces mismo a martillear la bola de oro y para la noche ya estaban hechos dos preciosos anillos abiertos que pulió con ceniza de la hoguera, antes de reavivar el fuego para la siguiente noche.
El grande –sin pulir- se lo pusieron a “Rubio” en la nariz, apretándolo con dos palos y el pequeño, al niño en el dedo “bederatzi”, el bendito. El anillo no parecía molestar a Rubio a menos que alguien lo tocara… El abuelo colgó del anillo una tirita de tripa curada de dos palmos e invitó al niño a tirar suavemente de ella.
Lo hizo el niño y el becerro que estaba echado se levantó de un salto y siguió al niño evitando que la tira se tensara.
Esto, explicó el abuelo, es para que cuando Rubio sea mayor y quiera desobedecer, tiremos de él y el toro nos obedezca.
Así, explico a tres niños boquiabiertos, que aunque hace 20.000 años no había electricidad, un niño podía manejar a un gran toro con solo tirarle del cordón que colgaba de la nariz y así, todo el rebaño, seguía al niño y al toro. Y les gusta.
Vamos a dejar cebúes y búfalos, que fueron las especies elegidas por nuestros parientes que se volvieron a India y África y vamos a investigar a los uros, que los presiento como los antecesores de nuestras vacas y toros.
Antes de nada, hay un consenso definitivo entre biólogos y arqueólogos que aseguran que los uros vivieron desde hace un millón de años (recordemos que en Atapuerca hay constancia de presencia humana desde hace 700.000 años) en una gran franja que abarca gran parte de Europa, Asia y áfrica, espacio que en otro artículo aquí mismo, en Eukele, se denomina La Llanura Euro Asiática y que coincide sensiblemente con los territorios en los que hay toponimia de aspecto vasco.
El mapa de la Toponimia abarca lugares –como el Sahara- donde no se han podido realizar búsquedas arqueológicas, pero los nombres de lugar han pervivido aunque la tierra y sus secretos hayan desaparecido.
La idea que se trabaja aquí es que los uros eran demasiado grandes y violentos para obtener continuamente ventaja de ellos, así que los humanos, siguiendo por una vez un camino contrario al desarrollado con cereales y verduras, con frutos y animales domésticos, en vez de realizar una “selección positiva” para que los animales fueran cada vez mayores, hicieron lo contrario, orientaron persistentemente su esfuerzo en una selección de la cría para que los animales fueran cada vez “más chicos”.
Aunque los últimos uros vivieron en Polonia, la arenosa Dinamarca debió de ser un paraíso para ellos. Allí se encuentra el esqueleto más completo.
Esto puede parecer absurdo pero no debe extrañarnos porque la manipulación del tamaño de las especies también la practica la naturaleza al favorecer que en unas circunstancias sobrevivan las especies grandes y en otras, las pequeñas, así que si nuestros antecesores querían ser los dueños de las grandes planicies y de sus moradores, primero tenían que dominar a los uros, seres más peligrosos que hienas y leones.
Primero fue el ahuyentarlos, dispersarlos y aislar a los elementos que interesara, que se consiguió con el fuego y el ruido de matracas y luego, la más épica y desigual lucha que alguien pudiera imaginar, la de dos jóvenes y una red contra el rey de las praderas.
La tecnología, coraje y sangre fría necesaria para esta modalidad de “caza sin muerte”, es difícil de comprender hoy por una sociedad que la comodidad ha transformado en desgraciada: Primero, durante semanas, los jóvenes de la tribu dirigidos por uno o dos ancianos, se dedicaban a tejer una red de tres brazas de larga y una de alta; cáñamo majado, cardado y peinado con mallas de un palmo, que se transformaba en red con nudos cuya secuencia “se cantaba” y que una vez prietos, no se corrían.
Lista la red, los dos jóvenes mas bravos ensayaban con ella una y otra vez, como si fuera un baile: La recogían plegada como si fuera una acordeón y con ella erguida, daban unos pasos estudiados y muy provocadores, adelante y a la derecha, atrás y a la izquierda, delante de frente… y a la voz de ¡ia!, se separaban tensándola como si fuera una bandera e izándola cuanto podían.
Todo el baile iba dirigido a llamar la atención de un uro concreto que pastaba en un lugar adecuado. El uro apercibido de la provocación, lanzaba sus dos mil kilos a gran velocidad con los pitones a ras de suelo contra los jóvenes que permanecían unidos con la red plegada. Estos tenían que aguantar cuanto pudieran, hasta sentir el temblor de la tierra por el galope de la bestia y hasta que el animal estuviera a tan solo tres o cuatro metros de ellos. Entonces era el momento crítico, el instante en que armados de valor y al grito convenido daban un salto hacia delante y a fuera, elevando la red.
El uro, no acostumbrado a que una imagen se duplicara y separara, seguía su marcha alocada y si había suerte, sus largos cuernos se colaban los primeros por la malla traidora y luego sus patas delanteras hacían lo mismo, resultando el rey del pastizal atrapado, desconcertado y desesperado, mientras en segundos, docenas de jóvenes salían de entre los arbustos y le enlazaban las patas traseras, luego las delanteras, le uncían los cuernos con un gran palo y tiras de cuero masticado y le ponían una anilla en la nariz.
Los mugidos sobrecogían el valle y todos los demás animales terrestres y aves huían en todas direcciones mientras iba haciéndose un silencio que duraba solo hasta que los cánticos del resto de la tribu y los gritos de ¡olé, olé!, cada vez más cercanos, se hacían dueños del escenario.
Con cuidado le quitaban la red y tirando los dos héroes de sendos cordones del anillo, hacían levantarse al monstruo transformado en dócil corderillo y dirigirse hacia la orilla del río.
Así nació muchos años después el toreo, cuando centurias de trabajo constante consiguieron revertir el esfuerzo de la Naturaleza para crear un gigante de las praderas, rebajándolo a la mitad de su tamaño, un tamaño que unido a la selectiva pérdida de bravura, hacía al ya “to uro”, viable para el manejo por los humanos.
El dominio no pudo ser completo y –de vez en cuando- un “to uro” se escapaba del rebaño y se iba a tierras más ásperas donde se iban “recomponiendo” manadas salvajes, pero de animales la mitad de voluminosos que antes, los toros.
Esta historia puede parecer un cuento, pero tiene su base biológica y lingüística.
Los uros han existido en todos los países que abarcan esas manchas en el mapa y en numerosos estudios científicos se ha horquillado su presencia en todo el Pleistoceno en términos aproximados de densidad y temporalidad; se sabe que –paradojas de la ciencia- su talla ha ido rebajándose con un ritmo constante en el Holoceno, ritmo que se ha acelerado durante el Calcolítico mientras iba desapareciendo su presencia en algunos países. Por ejemplo, en la época de la Grecia clásica, había que ir muy al Norte para encontrarlos.
En época histórica, Cesar los describe con detalle en el extremo nororiental del imperio y cita el nombre “uro” que otros autores lo repiten también en Galia y en otros lugares cada vez más escasos, mencionando todos ellos antes de que lo hiciera la Arqueología, la certeza de su presencia y aún el recuerdo en algunos mitos.
Se sabe que en España, en la frontera entre Galicia y Asturias hace 9.000 años, una joven pastora murió junto a tres uros al caer todos al fondo de una dolina… en fin, se sabe que en Sevilla se les rendía culto y –antes- en Francia y en las cuevas cantábricas eran pintados con admiración en las paredes.
También se sabe que ni el nombre latino “tauros” ni el griego “tauros” son los originales, sino los de sus parientes “reducidos”, cuya clave está en dos voces, una portuguesa, “to uro” y otra vasca, “uruberatu”.
La primera, conserva el afijo “to” que se refiere a algo pequeño en su serie.
La segunda, que significa “acorralar, encerrar”, ha conservado la denominación “uru” para el animal, complementada con el participio “beratú”, tumbar, dominar.
1 Mundo es según el Euskera, “el ámbito donde hay movimiento”, esto es, La Tierra mas el firmamento con sus estrellas, planetas, bólidos y cometas.