Las viruelas, desaparecidas desde hace casi medio siglo han sido casi olvidadas, así que pocos relacionan a los virus con aquélla enfermedad de las pústulas que podía llevarte al otro barrio o dejar tu cara –para siempre-como un colador.
Viruelas sufrían las ovejas y las vacas, así que el Euskera, lengua de pastores nómadas las llamó siempre “Napar eri”.
Siempre hasta que los nuevos encargados de ordenar la lengua que menos orden precisaba ser ordenada, creyendo que “Napar” se refería a Navarra, han decidido promover otro de los nombres con los que se refería a los efectos de esa peste (“baztanga”) para no herir la susceptibilidad de los navarros que pudieran oírlo.
Ignorantes los gestores de que “napar” no hace referencia a Navarra, sino a un ganado extraño que se ha unido al rebaño, han quitado de un plumazo la pista más importante, la que señalaba al portador del germen. Así, “napar eri”, (donde “eri” es la enfermedad) era “la enfermedad contagiada”.
A principios del siglo XVII en España se hablaba con relajación de las viruelas, como puede verse en la imagen extraída del Tesoro de Covarrubias, recordándonos algo ahora olvidado por la desaparición de su virus, como el que “era una enfermedad infantil”, cuestión que otros refranes como “a la vejez, viruelas” recalcan, como ejemplo de algo raro, extraordinario.
Aunque ya desde el siglo XVI los países occidentales fueron castigados por sucesivas infecciones generalizadas, hubo que esperar al mediados del XVIII para que otra secuencia interminable de infecciones con fiebre y flemas asolara a la población y apareciera en Italia el nombre de “Influenza” para llamarlas sin que nadie sepa el porqué de este nombre, que los latinófilos quieren que tenga que ver con un motivo astrológico a relacionar con la voz del Latín Eclesiástico “influentia”.
Como si la gente sencilla se chupara el dedo y no intuyera que las enfermedades humanas, como las del ganado, se transmitían por mocos y babas, no por designios estelares.
De la parte central de esa “influenza” que aún queda en el Italiano, parecen haberse heredado los nombres de las enfermedades del tipo gripal en varias lenguas germánicas. Pero hoy no toca eso.
En cuanto a los virus, esas partes mínimas de vida que aborrecemos, es posible que sean anteriores a las mismas las bacterias y –por supuesto- a los seres complejos, así que no hay que extrañarse de que muten, aunque lo que si hay que hacer, es poner dificultades a que se transmitan y eso ya lo sabían los pastores paleolíticos y en Euskera, tenían un nombre claro y expresivo, “iro”.
Los pastores, desde muy antiguo, inoculaban con una ramita de espino la pus de las pústulas maduras de los animales infectados… en la piel de los sanos, introduciendo ese “iro” por una puerta distinta, lo que resultaba en una resistencia mejor a la enfermedad y a un transcurso “leve” de la misma. Esto era la vacunación que limitada a las bestias en esta parte de Europa, una adelantada dama importó de la india para aplicar a los niños británicos.
Ya mediado el XIX, Pasteur también intuía los virus, pero la óptica de sus microscopios no daba para llegar a verlos y murió sin saber que a finales de ese siglo ya se demostró que eran los culpables de estropear las hojas del tabaco con un mosaico, aunque habría que esperar cuarenta años más para que el microscopio electrónico los retratara. Siendo yo niño, su nombre era pérfido: “Virus Filtrantes” y las colas de niños temblando con el brazo remangado lo repetían de cabeza a cola.
Los sabios se empeñan en decirnos que el “Virus” microscópico viene del virus del Latín que es un zumo de hierbas, un brebaje maligno, aunque no se encuentre referencia alguna de infección, sino de envenenamiento.
Lo lógico sería que con la semejanza que tiene con la popular viruela, viniera de esta, pero no, lo mismo nos dicen que el nombre correcto de la enfermedad infantil es “variola”, siendo sendas explicaciones insulsas: Porque la fase externa es variada, porque parecen verrugas (“varus”).
Si hay algo persistente en las pautas de comportamiento de la gente hiperculta, es el pretender que la gente llana es tonta, que confunde una verruga con una pústula o un envenenamiento con una infección…
Dado que “iro” es la forma más sencilla de llamar a un agente patógeno genérico y desconocido, a una amenaza latente y “bii” es un gránulo, una pústula, es probable que la forma original “bii iro”, se haya contractado en “biro”, “patógeno de la pústula” y de ahí “biru” y su plural, virus.
¿Y la gripe?. Los sabios que resuelven nuestras dudas aseguran que gripe es un nombre tardío y que procede de Francia; dudan si del siglo XVI o del XVIII, pero casi lo juran, “grippé”.
¿Grippé?, si, justo como decía mi vecino el fijo del francés cuando a José Miguel se le estropeó su flamante motocicleta Peugeot por echarle gasolina sin aceite…
Grippé con acento tónico en la “e”, equivale a agarrado, rasgado… y dicen que eso es lo que te hace la gripe, “te agarra”. ¿Y que enfermedad no te agarra?.
La de grippé para la gripe es una explicación pueril. Nadie cambiaría un acento tan claro y nadie usaría ese tropo. Como mucho, el tener la garganta irritada… pero eso no es gripe.
La explicación desde el Euskera parte de los gemidos que emite el griposo mientras suda y jadea en la cama. Es como si la emisión de un sonido ronco al expirar, ayudara a llevar una respiración costosa. “Girrí” (guirrí) es un sonido no modulado ni articulado, un ronroneo, la señal sonora del que padece una enfermedad que afecta sobremanera al aparato respiratorio.
“Ipa, ipe”, recalca la idea de procedencia interior casi automática, como el hipo. Así, “girrí ipe”, describe el estado íntimo del enfermo tratando de superar la crisis; viene a decir “gruñe desde el interior”.