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Vid, viña, uvas, racimos, vino y vendimia.

Algún día se sabrá con detalle como fue la lentísima transición para que los grupos humanos nómadas del paleolítico fueran haciéndose a la idea de que los asentamientos eran el futuro y que el viajar sería tarde o temprano una cosa del ocio de las sociedades del futuro.

Lo más probable es que esta epopeya no sucediera en las selvas húmedas ni en desiertos, donde las dinámicas son diferentes, sino que se desarrollara en los cinturones templados de una tierra que entre periodos glaciares extremos, gozaba largas temporadas de clima apacible, con pastos abundantes y con manadas de herbívoros por todas partes. Sobre esa base sustanciosa y móvil de proteína que además del triplete carne – leche –queso, aportaba pieles, tendones, calor, compañía y queratina para hacer objetos de arte, la vida sería un andar permanente con los regalos estacionales en los lugares de visita, de huevos, pollos y fruta (entre la cual, siempre he querido que la uva fuera de las más esperadas) y sorpresas de la Creación cada día para admiración de la especie Sapiens.

Aparte de las citas bíblicas escritas por un pueblo de pastores que narraba la entrada en la Tierra Prometida con la descripción de exploradores que volvían trayendo a hombros racimos de uva que tocaban el suelo, siempre he dado crédito a esa descripción, máxime cuando de niño mi abuelo farero me leió en una antigua geografía rifeña que en el Cabo Espartel, los obreros que preparaban un cimiento de la torre hacia 1.850, extrajeron una raíz de vid más gruesa que los alcornoques centenarios del entorno.

Ahora, aparte de la confirmación arqueológica de un asentamiento en la Armenia de hace 6.100 años en el que ya había bodegas con vino, tenemos imágenes del Marruecos actual donde se ven troncos de viña enormes. La vid no es una novedad; ha estado siempre en este escenario del mundo.

El vino es un recurso preferente para los pueblos sedentarios, pero es evidente que si los nómadas euro asiáticos africanos lo conocían y lo preparaban (como parece ser por los lagares rupestres y las cuevas anejas que se han encontrado), su consumo habría de ser apresurado y completo, pues su transporte en cantidades grandes supone enormes problemas. Yo me inclino a pensar que tras dormir todo el invierno en cuevas adecuadas, los odres se abrirían con el inicio de la primavera y el Carnaval u otras fiestas parecidas servían para conjurar el invierno superado y celebrar la continuidad de la vida.

Si bien el vino es el espíritu, un enlace con el “mas allá” en momentos puntuales, la uva ha debido de tener un valor estratégico permanente superior al propio vino, tanto en fresco, por ser un alimento sabroso, energético, hidratante y refrescante, como en forma de pasas, ahora tan olvidadas que solo se encuentran –minúsculas y sin pepitas- en los puddings, pero que antaño fueron quizás la primera conserva “espontánea” que hubo y que servían de reserva alimenticia de primer orden durante las largas caminatas siguiendo a las manadas.

La vid concita muchos enfrentamientos ya desde su clasificación biológica porque presenta paradojas difíciles de resolver, como decidir si la vinífera es el genero o si lo es la silvestre, pero el caso es que milenios de agricultura, selvicultura y ganadería desenfrenada no han conseguido hacer desaparecer las variedades más extremas ni doblegar algunas de las características de esta planta que busca el agua en las profundidades del suelo como ninguna, lo mismo que trepa a los árboles más altos o se extiende en “parra” sobre vergeles a los que llega a dominar robándoles el sol.

Los niños de hace sesenta años fueron los últimos que recibían como aguinaldo puñados de pasas pardas y arrugadas entre las que había unas pocas peladillas blancas, pero antes, las pasas eran junto a las castañas, nueces y algunas manzanas que sobrevivían al invierno la fruta con que se enlazaban los primeros albérchigos y brevas del verano entrante.

Quiere esto decir que uvas frescas desde septiembre a diciembre y pasas a continuación, han cubierto una gran parte de la demanda de fruta hasta la llegada medieval de las naranjas… y la reciente de frigoríficos y aviones.

La cuestión es que cuando alguien quiere saber algo más de esta larga tradición, no hay datos ni siquiera conjeturas; todo es según la escasa y partidaria bibliografía disponible, algo que comenzó con Roma y luego heredó Francia. Punto. Lo normal es que se asegure sin la mínima garantía que el cultivo de la vid y la vinificación fueros llevados hasta sus confines por el Imperio Romano.

El recorrido semántico tampoco tiene una riqueza como el tema merece por su alcance social.

Comencemos por el nombre básico de la planta, “vid”, que casi todas las etimologías oficiales coinciden al proponer su origen ligado a la “vitis” latina, a la que –conjuntamente con el elemento unitario, “viña”, “vinea”- , no le encuentran más recorrido que plantear que sea un alteración de una supuesta raíz “weie” del IE que significaría retorcer, asimilándola a la propiedad de los zarcillos de crear espirales cuando no aciertan a engancharse en algo.

Sigamos con el producto estrella de la vid, el “vino”, que los mismos sabios aseguran que procede del Latín “vinum”, pero que tampoco es voz IE aunque todas las lenguas llamadas latinas, las germánicas, bálticas y eslavas lo llamen de forma casi idéntica basada en el modelo “vin”, no habiendo hasta ahora sugerencia concreta alguna para su nombre.

Y su átomo, la “uva”, que con la excepción de catalanes y franceses (“raïm, raisin”) así como de los rumanos (“strugure”), es “uva” en toda la latinería, pero que no se repite en las otras lenguas europeas, que –en general- la llaman no con nombre semejante, sino con un notable despiste que les hace dar bandazos entre algo relacionado con un racimo, un conjunto, “drue, druif, traube…” que creen proceder del Francés, con otros aparentes derivados de “grano”, lo que tendría cierta lógica o de “grape” (que no la tiene) que se trata de un gancho…

Con el racimo, paradigma de la abundancia que se palpa al prender uno en la parra con una mano, mientras se rebana el rabo con la otra, pasa otro tanto, que quieren que venga del Latín “racemus”, pero no encuentran antecedentes en los fondos IE, con lo que vuelven a toparse con un entorno muy negativo; recordemos que ni la vid ni la viña ni el vino ni este racimo forzado son reconocidos como de ascendencia profunda latina.

Finalmente, la “vendimia” se vende como una especie de metátesis de la “vindemia”, siendo que ni una sola de las lenguas “latinas” la llame así (“verema, annata, millésime, vendima, de época…”).

Veamos ahora el potencial del Euskera para recuperar su antigua versatilidad por encima de los nombres actuales ( “mahatsondo, morda, mahats, ardoa, mahatsbatzea…”) que –como en otros muchos temas- son neologismos relativos.

En buena lógica un recolector debería empezar por la uva.

¿Por qué se caracteriza esta baya?… Por su comestibilidad integral, por su riqueza en azúcares y agua y por presentarse en forma múltiple, masiva y generosa, condiciones todas que se engloban en “uga”, mama, teta en Euskera, paradigma de alimento básico, abundancia y riqueza, aunque tampoco pueda descartarse la idea que subyace en la voz “upa”, con el significado práctico de barrica, recipiente o contenedor en el que su interior íntegro es aprovechable.

Cualquiera de esas dos formas pudieron pasar a la “uba”, que coincidiendo con ellas en sentido filosófico, se diferenciaba lo suficiente para hacerse fuerte en la memoria, perdurando en las lenguas latinas a la vez que el Euskera la cambiaba por el neologismo “mahats”, que ya no tiene mensaje de abundancia ni es unitario sino genérico (racimo) y que parece referirse más al material para ser estrujado (“matxa ka”) que al grano esencial.

Tras la uva está el racimo que todos los autores que se copian entre sí proponen venir de un “racemus” latino que a través del tan recurrido como inexistido Latín Vulgar, hubiera dado “racimus”, aunque al no ser capaces de encontrar nada parecido en el IE, lo reconocen a regañadientes como préstamo desde “lenguas prerromanas”.

Solo el catalán “raïm” y el inglés “racem”, que barre para casa cuanto puede, recuerdan al racimo castellano, voz parecida a la que usan los franceses para la uva suelta, “raisin”.

¿De donde viene entonces el racimo que casi todos llaman “clúster, klaster, klastara, cúmulo, grupo…” o cosas parecidas?… Pudiera ser que se llamara así inicialmente a los manojos de uvas cuando estaban ya deshidratadas al sol tras voltearlas varias jornadas sobre piedras calientes según la secuencia “zim err e zim”, donde “zim” es la raíz verbal o adjetival que tiene que ver con el proceso de secado y que mediante la “err”, repetición o insistencia, consigue la deshidratación de los frutos y que acabaría quedando como “razim”.

Llegando a la viña y ante la ausencia de opciones, la propuesta para tal nombre, que sugiere el Euskera es a partir de “bin a”, es decir, “la alterna”, “la pareada”, una condición matemática de simetría que asigna el arranque de pámpanos y por ende de toda la estructura vegetal, de una forma radicalmente alternada.

 

Aunque las formas ortodoxas actuales de llamar a la viña en Euskera vayan de “masti” a “ardantza”, pasando por “mahasti, mastui, mastegi…”, hay indicios de que antes la raíz fue variable según las especies, desde “ard” hasta “esp”, pasando por “arn”, “ord”, etc., de manera que el vino, “ard u” es el zumo de la variedad “ard” (puesto que “u” es el agua o zumo), en tanto que “bin u” sería el zumo “genérico”, el de la viña sin especificar; el de cualquier variedad, permaneciendo entre lo incógnito lo que pudo suceder con la riqueza semántica perdida.

El paso de “bin u” a “vino” y “vinus”, es elemental.

En cuanto a la vendimia, no es fácil para el investigador crítico asumir que su origen sea la “vindemia” creada a partir de la viña (no de las uvas ni los racimos que es lo que se recolecta) y el verbo “emereo”, merecer, forma que ninguna otra lengua repite. Además, “be ende mia” a través del Euskera ofrece una explicación coherente que viene a decir “búsqueda del fruto en el suelo”, algo parecido a lo que hacían las espigadoras tras la cosecha, explicación que sugiere que para el vino solo se recogían inicialmente los racimos y granos desprendidos de puro maduros, dando a entender que la parte principal se retiraba antes de este punto para comerla o para conservarla como pasas.

Imágenes de uvas caídas y las espigadoras de Millet.

 

 

 

Sobre el autor

Javier Goitia Blanco

Javier Goitia Blanco. Ingeniero Técnico de Obras Públicas. Geógrafo. Máster en Cuaternario.

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