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Alfarería

Solo en España se llama así al oficio de modelar y cocer la arcilla, que en nuestra vecindad se dice de formas tan heterogéneas como las que se derivan de “terrissería, terralha, cerámica, poterie, crogenuait, matikam, krukmakeri, somlek…” todas ellas muy alejadas del latino “figulinum”, aparente anomalía que ya hace cuatro siglos se resolvía por la brava recurriendo al árabe, “fajar” o al hebreo inverso “hafar”:

 

De hecho, en el árabe rifeño hablado por los Tamazhig, a la cerámica se la llama “faxxâr”, siendo curioso que esta forma bereber, “faxar”, sea próxima a la presunta árabe “fahar” y muy parecida a “bas[1] har”, en vasco, piedra de barro, el producto duro tras someter al calor la arcilla amasada con agua.

Por eso se postula que tanto en el Norte de África, como en Iberia donde milenios antes se creara el vaso campaniforme, fuera común el uso de nombres de esta familia para llamar a productos cerámicos como el vaso, la vasija, la bacía y la propia vajilla… (“bas eilla”, hecho de barro), cuando para los conquistadores musulmanes que venían al galope y que en su tierra de origen y en su forma de vida (beduinos, principalmente) el frágil barro cocido no era un material comparable al cobre o latón de sus teteras ideales para resistir tal ajetreo de vida.

Pero la actividad general conocida como alfarería, parece derivar de la profesión que conjuga la fragilidad “fare” que en los productos de barro cocido es inevitable, con el carácter pétreo, mineral, “har” del producto base y con la dedicación, “ari”, de forma que “har fare aria” (“harfarería” y finalmente, alfarería) sería la maestría o especialización en crear objetos de barro cocido.

Se sabe que los primeros objetos de arcilla cocida eran las balas para honda, obligadamente de barro en los grandes espacios con ríos sin piedras rodadas. También se han encontrado en Europa central figuras sólidas (venus) de más de 20.000 años de antigüedad (Vestonice), siendo obligado concluir que si bien los objetos grandes y estilizados presentaban retos difíciles, los pequeños y robustos como cencerros y esquilas de ese material eran profusamente empleados en los rebaños y los museos tienen pruebas de ello, artesanía que hoy es lujo, pero en una época fue tecnología de supervivencia.

Campanillas cerámicas francesas actuales.

La cuestión es que aún habiendo multitud de indicios que señalan una etimología no latina, el peso y la fuerza de siglos llenando diccionarios y ensayos con atribuciones al latín, hacen difícil no ya que se admita la potencia de nuevas propuestas, sino, simplemente que sean estudiadas. Así, para el vulgar vaso (“vitrum” en latín), los sabios oficiales nos obligan a asumir que vino del “vasum” latino, pene…

Igualmente, para la bacía de barbero, no saben qué decir y para la omnipresente vajilla, nos la plantean como latín vulgar, “vascellum”, vaso pequeño, todas ellas explicaciones intempestivas, arbitrarias, tendenciosas… obsesivas, fruto de una ideología cimentada en la orfandad de respuestas y en el abrazo irresponsable a un latín que no puede explicar más que algunos neologismos.

No está muy alejado de este proceso “frankesteiniano” el que envuelve a la modesta pero insuperable protagonista de la cocina, la olla, que solo existe en castellano y catalán y que abarca también al traidor hoyo y para cuya doble explicación los sabios se emplean a fondo: La olla, la relacionan con el “aulí” griego (recinto), que en latín dio “aula” y que aseguran evolucionó a “aulla” para que el diptongo diera “olla”.

Para el hoyo masculino, plantean que primero fue hoya (en eso aciertan) nada menos que procedente de “fovea” (de origen desconocido) y se fue transformando en “hovea”, “hoya” y olla; amantes de lo difícil que ignoran lo fácil, económico y evidente como “oia” que es en Euskera desde la huella de una pisada en la arena o el barro tierno hasta el encame de la liebre o de otros animales que duermen en superficie (e incluso depresiones de mayor tamaño, como los arroyos[2]) pero adecúan su lecho ahoyándolo para adaptarlo a su cuerpo y la propia cama humana, que antes de ser un armatoste elevado, fue un simple hoyo, “ohea, oia”, en Euskera, lo confirma.

Imagen real de un encame de liebre.

Así, cuando Covarrubias da por hecho que olla es una voz latina, se precipita…

En la lengua vasca, se da con frecuencia la alternancia de “ll” y “ñ”, así que “oin atz, oñ atz”, son esas pisadas en el barro que nos señalan el nombre de las primitivas ollas, las que consistían en una oquedad practicada en la roca, olla circunstancial anterior a la cerámica y los metales, donde los antepasados vertían agua y diversas grasas, tuétanos o carnes y verduras y las hacían hervir con piedras rusientes para luego tomarse una sopa, un caldo, voz que quizás no venía del latín “calidum”, sino de que era lo que quedaba en el fondo de la hoya, “kal-du”, lo del hondo.

Es que lo sencillo no precisa de grandes manipulaciones, solo conocimientos y apertura mental.

[1] “Bas” figura en infinidad de voces vascas: “bas”, barro; “basadi, basatze”, lodazal; “basa-lititto”, ciénaga; “basari”, pantano; “baska”, barro; “bazitu”, manchar…

[2] Arroyo designa en realidad al lecho pétreo del mismo, “har oia”.

Sobre el autor

Javier Goitia Blanco

Javier Goitia Blanco. Ingeniero Técnico de Obras Públicas. Geógrafo. Máster en Cuaternario.

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