Es muy probable que, si no eres labrador de ciertas comarcas, si tampoco eres edafólogo, constructor o ingeniero civil, desconozcas la voz “tarquín” que yo desconocía hasta que comenzó a aparecer insistentemente en las asignaturas de materiales de construcción, como un elemento malévolo a controlar.
Los tarquines, áridos de tipo coloidal (silicatos como las arcillas mezclados con materiales orgánicos muy finos) eran un peligro para muchos aspectos de la construcción de las obras públicas o civiles y -desde entonces- se hicieron tan familiares que siempre que aparecen en cualquier soporte, me fijo en los comentarios que proyectan.
Por supuesto antes, mucho antes, lo que era una amenaza para la construcción, era una bendición para la agricultura y la jardinería, así que tan interesante elemento que equivale (con ciertas licencias) al cieno, limo, lodo, fango, barro, légamo, lama…, era mucho más conocido y celebrado en la antigüedad, cuando los ríos no estaban represados ni regulados ni las inmensas terrazas fluviales convertidas en planos regables o en amplias ciudades con tranvías…
Imagen de portada, limpiando tarquines en el Nalón.
Entonces, periódicamente los ríos tenían avenidas y toda la cuenca estaba regida por el binomio lluvias-inundaciones, así que, con diferencias notables según territorios, casi todos los ríos presentaban riadas que al concluir dejaban la huella de su energía en forma de arrastres y deposiciones. Los arrastres podían llevarse un meandro o crear una espléndida vega de tarquines riquísimos lista para sembrar.
En este mundo “maravilloso de abundancia” que hemos creado los ingenieros, esa dinámica casi ha desaparecido y ni los arrastres históricos se manifiestan hoy remodelando y rejuveneciendo los ríos ni una mínima parte de los tarquines cubren la tierra enriqueciéndola, sino que quedan atrapados en los fondos de las presas, inutilizándolas en unos pocos siglos y privando a los mares de la carga de alimento para plantas y peces que llegaba con cada periodo de lluvia, dejando una sensación pesimista de lo que deparará el futuro.
Esta ha sido nuestra colaboración al progreso. Ejemplo de presa atarquinada.
Pero, vayamos al tarquín positivo.
Como puede observar quienquiera que busque bibliografía antigua, hace cuatro siglos, para la gente ilustrada, el tarquín era un “subproducto” de obras humanas como los estanques. Así lo explica Sebastián de Covarrubias, que influenciado por sus asesores de “arábigo” y desconociendo el origen natural de ese elemento o fenómeno, lo localiza en los estanques, mostrando ya que en los ilustrados del XVII, pintaba más lo artificial, lo humanístico que lo natural.
También es evidente la predisposición del sector culto a renunciar a cualquier investigación en las lenguas y dialectos del país, considerando acertado entregarse a la oferta de orígenes extranjeros ante la mínima insinuación de los sabios internacionales.
Ceder sin siquiera comprobar lo alejado de las voces que nos ofrecen a la autóctona que ofrecemos como sacrificio… Veamos, en árabe clásico, el equivalente a los tarquines, se llama principalmente “tyn”, “altiyn”; también “alwahl” y en el árabe marroquí, “gis” y en cuanto al acto o elemento de limpiar, cualquier utensilio de origen árabe debería contener “tanzif”, nada que ver con la “tarquia” que -desde entonces- se ha repetido periódicamente en los sucesivos “enderezadores” de la lengua, que -como Corominas- aceptaba con reservas esa propuesta, sugiriendo que pudiera ser “árabe hispano”, pero variante de “rákam”, amontonar (le costaba tragar otra cosa).
Con la democracia y el surgimiento de las universidades de las diferentes autonomías, la frecuencia y amplitud de los estudios etimológicos se ha multiplicado, pero ni siquiera en el País Vasco los esfuerzos se han dedicado a rescatar los numerosos casos en que voces que se asignan sin sonrojo a los ejércitos y cortes (más que pueblos) que pasaron por aquí, que son de origen nativo.
He comenzado este escrito al entretenerme leyendo un ensayo reciente de la Universidad de Murcia, sobre el “Aragonesismo Tarquín” que concluye con la aseveración de que no hay duda de que la voz es aragonesa y se propagó a Este y Sur con la Repoblación Medieval.
El autor, F. Gómez Ortín, fiel a las normas metodológicas de nuestras conservadoras universidades, se rebela educadamente ante la ausencia de cita diatópica en el DRAE y tras un repaso a bibliografías condescendientes con el origen moro, reclama el origen aragonés, pero de etimología arábiga, así que exige que en esa obra referencial se cite su nacimiento aragonés.
En resumen, nada salvo dar la razón a lo oficial y pedir un pequeño cambio, ya que nadie lo reivindica.
Porque de forma aparentemente inocente, se cita al DRAE como un reservorio de la verdad, cuando es un documento que necesita una revisión a fondo en temas de etimología que llevan tres siglos errando el camino. También parece inocente cuando liga la aparición de muchas voces en el Sur, justificándolas en la imaginaria repoblación masiva tras la expulsión de los árabes e inocente cuando renuncia a otras fuentes y a otros modelos, como es el caso del Euskera, seguramente, porque nadie los considera.
Para la explicación de esta voz, no como un fenómeno agrícola, sino natural y conocido desde hace muchos milenios, se ha de comenzar por la raíz vasca “dar-tar[1]”, creadora de la idea de llevar, transportar y continuar con el sufijo “kin”, producto, derivado, residuo, fragmento…, con cuya combinación queda definido el tarquín como la fracción que ha sido arrastrada por una corriente y queda depositada en un entorno.
¿Es posible una definición mejor?
En fin, el DRAE un reservorio de las muestras de la incompetencia nacional, la filología, una actividad timorata y seguidista y las distintas academias y universidades, unas alcantarillas llenas de tarquines.
[1] La tara, el peso neto que transporta un camión o un camello, es otro ejemplo de latrocinio ignorante pero contumaz, que se achaca al árabe “taraha”, lo que se quita…Pero, ¿Qué hay que quitar en la “tara” si ya en Euskera significa lo neto, lo que se lleva?