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¿Fuego, fu ego?

No hay duda alguna de que el salto tecnológico más importante de los humanos, por delante de la talla de la piedra y la doma de los animales, fue el dominio del fuego: Dejar de temerlo para enfrentarse a él y dominarlo.

Puede parecer fácil ahora, pero los comienzos debieron de ser muy difíciles y pudieron extenderse por cientos de miles de años; no en balde el primer indicio seguro del uso de este fenómeno físico químico por humanos, se data en 700.000 años, habiendo propuestas de cerca de millón y medio en China.

En Europa hay certeza de que hace 400.000, era un recurso habitual no solo para calentarse, iluminar, calentar o asar alimentos, como para la caza y el dominio del territorio y para elaboración de instrumentos como lanzas. En la imagen de portada, entrando en una cueva y en la siguiente, lanzas de abeto tratado al fuego extraídas de un fangal en Schoningen.

Estas aplicaciones implican una gran capacidad de comunicación entre sus actores a la vez que conllevan la necesidad de un léxico amplio que habría de recoger aspectos relacionados tanto con el fuego mismo, desde la facilidad de prender y su capacidad calorífica según especies y estados, los momentos adecuados para los distintos procesos, los sistemas para transportarlo, potenciarlo y apagarlo, los cuidados a tener para evitar quemaduras e incendios, la forma de labrar objetos, las plantas que puedan calmar o cicatrizar quemaduras, etc.

También hay que pensar que en caso de rivalidades personales o tribales, los secretos del manejo de este fenómeno y sus denominaciones tratarían de ser ocultadas hasta que ya todos los grupos alcanzaron un dominio básico y también muchas otras cuestiones que en este mundo de comodidad pegajosa ni se nos ocurriría plantear. De hecho, tan solo recorriendo las lenguas habladas en Europa, las denominaciones para el propio fenómeno y sus metodologías de uso y tecnologías suponen grandes diferencias que se dan incluso en lenguas de la misma rama, lo que apunta a un proceso lleno de discontinuidades.

En cuanto a las denominaciones para el fuego, las lenguas eslavas son bastante homogéneas: “ahón, ogan, ogon, ogien, ojenj…” con solo diferencias fonológicas; lo mismo sucede con las védicas, “ag, aag, aga, ago…” y las celtas, “tan, tiene…”.

Se da una mayor variedad en las germánicas y latinas, “fire, feuer, ild, Brand…”; “foc, focu, feu, fuego, lume, ignis…”; gama aún mayor en las excéntricas como finlandés, húngaro turco, “palo, tüz, atés…, en el propio griego, “fotiá” y sobre todo, la diferencia inexplicable del “ignis” latino respecto a las apelaciones en casi todas las lenguas llamadas latinas.

Tanta es la diferencia, que los gestores de la lengua han tenido que hacer trampas para que el fuego del castellano y los de otras lenguas hermanas provengan del latín y han recurrido al “focus”, que no es el fuego en sí, sino un receptáculo, algo como el hogar, el hoyo en un punto del abrigo o de la boca de cueva y mucho después en el centro de la choza limitado por unas piedras, donde se hacía el fuego que atraía en torno de sí a los grupos de compañeros o familiares.

Trampa que está mal rematada, porque plantea dos contradicciones, una, la espacial porque se da por hecho que su nombre procede de un lugar en las viviendas, esto es, de las costumbres que pertenecen a la vida sedentaria, un “ayer” en términos evolutivos, cuando se sabe que el fuego se dominó cientos de milenios antes y desde entonces toda su industria hubo de tener denominaciones coherentes debidas a sus condiciones y fenómenos, no al lugar en que se encendía -que era variable- y otra temporal con el larguísimo proceso de vida nómada usándolo, cuando  cada día se encendía el fuego en un ambiente distinto.

En lo que a nombres se refiere, de todas las formas pan europeas, las más cortas son el “ag” punyabí (lengua sanscrita o védica) y el “su” vasco, lo que ya de entrada sugiere que fueron designaciones anteriores a las que vendrían, aunque pocas de las demás pasen de dos sílabas, otro indicio de que la tecnología pírica adquirió madurez relativamente pronto.

Pero a la vez hay muchos flecos sueltos, lo que hace sospechar que la historia del “fuego” no es tan simple como la pueril derivación de “focus” con la que se cierran en falso las incógnitas y en esto puede aportar algo de luz el euskera.

En esta lengua, parece que la combustión en forma genérica es lo que se designa con “su”, pero hay modalidades que llevan otros nombres, como “ize, izeki”, que es la radiación, el resplandor; “garr” que es el gas inflamado o llama, la brasa, “bero has, bras”[1], algo así como origen del calor, de “bero” calor y “has” arranque, inicio, igual que el ascua (“has”, inicio; “ku”, correspondiente, lo de iniciar), pero también el efecto o acción de quemar, “erre”…

Porque el latín flaquea en cuestiones conceptuales, así, el arder que se plantea como variante del “ardeo arsi arsum”, cuyo origen sería una supuesta raíz indoeuropea, tal que “as”, seco y el quemar que se hace derivar de “cremare” y éste de otro imaginario *”ker” indoeuropeo, viene -en realidad- del euskera “ker”, hollín y la partícula de valor generador, “ma”, esto es, “ker e ma”, un modo de combustión que genera hollín y que por metátesis dio en “quemar”.

De igual manera, tampoco “incendere” viene de “candere”, pomo postulan los “medio sabios”, sino de “ize ende”, consecuencia del foco de radiación, la extensión del fuego.

Dudas adicionales con intervención del “bu” de soplar, las hay a montones, como las inherentes a combustible y comburente, la forma francesa “brûler” y la inglesa “burn” que se parece a “bu erne”, donde “erne” equivale a avivar, incentivar…, esto es, avivado por el soplido´.

En temas de combustión, “bu” aparecerá con mucha frecuencia.

Porque hay indicios de que la importancia del aire en forma de chorro o soplido en esa reacción exotérmica, “bu-fu”, se descubrió tan pronto como los sucios[2] fogoneros iban consiguiendo estabilidad y temperatura: La garantía de que el fuego se mantuviera y que su efecto fuera potente; desde conseguir que la yesca[3] contagiara la llama a unas ramitas y que estas lo hicieran a trozos más gruesos y a una “reacción en cadena”. Imagen siguiente.

El arranque de un fuego franco debió de ser un momento mágico durante milenios, porque de este momento dependía el conseguir una hoguera para entrar en calor, secar, asar, ahumar o tostar algo y pasar una noche cómoda y segura. Mi opinión es que la obtención de la llama potente, literalmente en vasco, “gar hasia”, formada por el sustantivo “gar”, llamarada y el adjetivo “hasia”, creciente, evento quizás esperado angustiosamente creó la voz “gracia”, que el latín adoptó como “gratia”, voz que nadie acierta a ubicar ni explicar.

Luego, el airear las brasas amontonadas con un abanico de piel tensa y más adelante con un fuelle (originalmente, “bu eille”, de “bu”, soplar y “eille”, quien lo hace) hecho de la piel entera de un animal que daba un verdadero chorro de comburente, sentaron las bases de los hornos que llegaron a su clímax cuando nuestros antepasados aprendieron a hacer carbón vegetal, “i ke txa”, donde “i” es el agua de composición del pedazo, (“txa”) y “ke” es la raíz de la carencia: Trozo sin agua.

Ese “bu”, a veces, “fu”, hacía permanente y estable a un fuego incipiente, “ego”, así se generó el “fu ego” que el castellano, la lengua más estable del entorno[4] ha conservado invariable y no como derivado de “focus”.

Se sospecha que algo parecido ha sucedido con el verbo fundir y el fenómeno de la fusión que se atribuyen a la segunda acepción del “fündö” (la primera es “fundare-avi-atum”, relacionada con la cimentación, fundación o asiento y la segunda, con la exhalación de las almas, la dispersión de la luz y el vertido “fundere-füdi-füsum”), conceptos opuestos, uno, la estabilidad y el otro la diseminación, que “huelen a trampa filológica”.

Además, el fenómeno de la fusión que para grasas y ceras debió de ser muy temprano y -a menudo- con solo el aporte de calor del sol o la cercanía al fuego que las reblandecía, para los metales se debió de dilatar cientos de miles de años hasta que se crearon crisoles[5] que aguantaran el fuego y se consiguió que el metal líquido corriera dócil hasta los moldes.  Atando estos cabos y combinándolos con las voces disponibles, no es difícil plantear que “fusión”, no deriva de “fusum”, supino de “fundere”, sino de “fu zio”, donde “fu” era la insuflación y “zio” equivale a “generado, producido”: Conseguido con el soplado.

En la imagen, crisoles de hace 3.400 años en Georgia.

El aire insuflado, “fu”, aparece también en “fu ende” (funde), que, si en latín se considera apócope de “fundere”, vertido,  en euskera baja un peldaño más, explicando que “fu ende” es la consecuencia del insuflado, ya que “ende” es el producto final, la producción.

Así que aquella fusión inicial no está necesariamente relacionada con el vertido, estándolo en cambio con el costoso proceso de elevar más y más la temperatura de un horno, de un fogón cerrado, con combustible selecto Y CON INSUFLACIÓN DE AIRE, donde parece que está la clave de “fu ende”, donde ya la corriente de aire es “fu” y “ende” es la consecuencia, el hito final, la transformación de algo sólido en pastoso e incluso líquido.

En cuanto al horno, que siempre se ha descrito como evolución del “furnus” latino, que quieren relacionar con un imaginario “gwer” del IE, que significaría calentar, no es sino una feliz idea sin soporte, siendo lo más probable que se haya originado en el “or lu” del euskera, evolucionado a “ornu”, cambio muy corriente de palatales, con un significado clarísimo de tierra elevada, en posible referencia a los primeros ensayos de troncos de cono huecos creados con tierra refractaria como el de la siguiente imagen.

En la imagen, reconstrucción de un horno de tiro natural en el exterior de la ferrería de El Pobal, Bizkaia. Kobie 2014.

[1] La brasa, voz común en todos los romances y que tardíamente pasó al escandinavo

[2] Los diccionarios suelen plantear que el sucio del castellano y gallego, “sujo” del portugués, vienen del súcidus latino, los artesanos que lavaban la lana, pero el euskera nos dice que “su zio”, motivado por el fuego, era una característica de los niveles laborales inferiores, los que se encargaban de mantener el fuego y estaban siempre tiznados.

[3] Yesca, “iez” escaparse, huir y “ka” como sufijo, modo de comportamiento; en realidad algo tan fino que el viento se lo lleva.

[4] La gran mayoría de las evoluciones que se atribuyen al castellano respecto de supuestos originales latinos, son al revés; las leyes fonéticas se han creado partiendo del axioma de que el latín fue lo primero.

[5] Crisol, que no deriva del griego “chrysos” (oro), del “gresol” francés, hecho de greda, ni del latín tardío “cruceolum”, sino de “kre ez oi”, evolucionado a “kresol”, que no se raja.

Sobre el autor

Javier Goitia Blanco

Javier Goitia Blanco. Ingeniero Técnico de Obras Públicas. Geógrafo. Máster en Cuaternario.

1 Comment

  • ¡FASCINANTE! Me he quedado boquiabierto…

    Profesor, una pregunta. La palabra «ember» (ascua, brasa) en inglés, ¿está también relacionada con el «bero» del euskera? Si es el caso, ¿que viene a decir el «em-» que se coloca delante?

    Un saludo cordial,

    Marcel

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