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Modelado torrencial y su toponimia.

Apenas hace unos días que una DANA persistente sacude el levante español con resultados espantosos y entre los sobresaltos continuos, meteorólogos, geólogos, geógrafos y urbanistas rescatan de sus cajones (o de sus discos duros) nombres y sentencias que la gente llana (la que prefiere la vida en las llanuras) jamás había oído o si lo había hecho, no había prestado gran atención y mientras tanto, los políticos de todo nivel, o callan o tratan de culpar a los opuestos de semejante desastre.

Me cuesta determinar si fue un profesor de historia en el bachiller o un mensaje onírico quien hablando de lo efímero de las formas de vida, explicaba que “se tenía conocimiento de que había habido hasta siete procesos en los que la población había cambiado de la ciudad al monte para escapar de diversas amenazas”, pero cuanto más viejo soy, más verosímil me parece esta dinámica que ahora alcanza valores de “no retorno” entre unas ciudades inhabitables que condescendientemente llamamos “conurbaciones” y un campo asolado por la ordenación parcelaria, la ausencia de ganado, la química, los seres invasivos y el abandono que con igual deferencia decimos “España vaciada”, porque no nos gusta lo de “vacía”, que parece definitivo.

Entre los procesos de modelado no antrópicos, destacan los debidos al agua en todas sus modalidades, mecanismos que en un país con la topografía abrupta de España y con una climatología propensa a las sorpresas, no es de ahora, pero que la diabólica combinación de un calentamiento atmosférico y marino “súbito” (a escala geológica), una gestión agraria, forestal y demográfica demencial, una ordenación territorial más digna de una feria, que de un proyecto de lugar para vivir y un transporte obligado hasta para las cosas elementales, nos ha imbuido la percepción de que esto es desarrollo y progreso, a la vez que desaparecían de nuestro vocabulario cielo y paraíso con la dimensión antigua de un bienestar futuro.

En este adormecimiento, se han dejado de usar voces como alud, arrastre, arroyo, avalancha, barra, barranco, barro, cárcava, erosión, légamo, lodo, rambla, torrente… muy antiguas y cargadas de mensajes de alerta que, conservadas en el castellano, el vasco ha perdido, pero que con un poco de esfuerzo pueden recuperar su semántica original que tan valiosa era para comprender la dinámica de este mundo y saber evaluar los riesgos naturales.

Alud es una voz que se ha hecho famosa desde que los ricos comenzaron a hacer esquí alpino copiando a los militares noruegos a mediados del XIX y algunos de ellos fueron tragados por avalanchas de nieve, pero el alud original no era de nieve ni perseguía a los ricos, sino de tierra, “lur” ó “lud” indiferentemente en euskera, paternidad que -cosa rara- reconocen los académicos, aunque no atinan con la forma primigenia, “alurta” (aterramiento), relacionada con “alor”, pieza cultivable obtenida por roturo y nivelado, con mucho esfuerzo, que con frecuencia era inestable y sus deslizamientos se llamaron en origen “alur” y luego, a través del paso de vibrante simple a oclusiva; “alud”.

Si en terreno virgen, con topografía peraltada y materiales sedimentarios no muy cohesivos, como es gran parte de España, los desprendimientos son una constante, la intervención humana suele multiplicar esta condición, así que los nativos han convivido desde siempre con esta dinámica en la que el “arrastre” es la tónica en la parte superior del desprendimiento incipiente (flecha amarilla) y la deposición, en la parte inferior (flecha roja).

A lo largo del tiempo, la huella puede seguir creciendo hasta alcanzar grandes dimensiones y formar lo que se llama “barranco” y “rambla”.

Casi todos los nombres que se citan unos párrafos más arriba son de origen prerromano y en algunos, el significado es claro y contundente.

Arrastrar se suele explicar por la gente hiperculta, como derivado de un útil agrícola, el rastrillo o “rastrum”, pero ¿es posible que alguien inteligente crea que los antepasados no arrastraban ramas, animales, piedras y otros materiales y que hubo que inventar un aparato tecnológico para que diera nombre al verbo?

“Arrá” en euskera es una voz con acepciones múltiples, que como verbo vale arañar, raer, hendir, rozar, fresar…. si se complementa con “s”, “arrás” es el superlativo, el arrasamiento y terminando con “darra, dra”, arrastre, se tiene el efecto integral que se produce en los desprendimientos: “arras tra”.

En cuanto a la “erosión”, explicada por defecto como derivada del latín “erosio-onis”, que se asegura procede de un radical IE (aún no encontrado) “red”, rascar, se arguye que erosión implica un desplazamiento, que no es un roce y que se adapta mejor al euskera “eroan”, trasladar, completado con “zio”, motivo, así que “ero zio” es lo basado en rascar y transportar.

El arroyo es explicado por nuestros genios de la etimología, como originado en “arrugia”, unas galerías que Plinio decía que se hacían en las minas, pero hay explicaciones aún peores… ¿Es que no curtían pieles miles de años antes de entrar en las minas y no se arrugaban esas pieles y no había ancianos con la piel arrugada?

“Arru” en euskera, es un concepto elemental; es la cuenca, el territorio que capta las aguas que van al río central, espacio delimitado por la línea de cumbres, en realidad una superficie que presenta un surco y unas vertientes (imagen siguiente); un conjunto que pocas veces es simple. Por eso, “uga”, que significa abundancia, al completar la voz “arru uga”, “arruga”, habla de un entorno con múltiples repliegues como es un campo de arrugas. Piel arrugada.

 

Pero, volviendo al arroyo, lo que significa, nada tiene que ver con la arruga ni con la “arrugia”, sino con “har oia”, lecho de piedras, configuración típica de los tramos altos de los riachuelos, zonas de alta energía, donde las fracciones pequeñas son arrastradas y las mayores se resisten hasta la llegada de avenidas mayores.

La “barra” y el “barranco”, también tienen etiología hidráulica y aunque los latinistas se empeñen en hacer que la polisémica barra venga del latín vulgar francés “barre”, nadie se lo cree y menos cuando alguno de ellos cede ante el “barranco”, reconociendo que esta voz existía antes de los romanos.

Se ha dicho antes que “arra” era en euskera la rozadura, el fresado de un material y “ba” el concepto de movimiento (tercera persona del p.i. del irregularísimo verbo ir), así que “ba arra” es en su primera acepción el sedimento que, al bajar la intensidad de la corriente, queda “peinado” en las márgenes o en el centro del río o estuario. Ver imagen siguiente y de portada.

Esa forma larga y transversalmente redondeada quedó después para los lingotes fundidos sobre lechos de arena y por extensión a los vástagos de cierto grosor.

Y, ¿el barro que solo es del castellano, gallego y portugués?… Pues nos lo quieren colar como derivado del irlandés “broch”, basura, cuando su etimología es casi idéntica a la de barra: “ba arru a”, lo que circula por el cauce, aunque también pudiera ser la contracción de “bæ arro”, si la “a” fuera más cerrada y “arro” adjetivo se refiriera a algo fofo, sin consistencia: “suelo inconsistente”, algo parecido a otro hidrónimo muy abundante, “paúl”, variante de “bæ aul”, suelo flojo.

Ya poco usada, la “cárcava” quieren hacerla derivar de las cacerolas griegas “kakabos” a través del latín “caccâbus” latino de las ollas, como si hubiera que haber esperado a que los apañacuencos consiguieran domar el cobre para hacer ollas, para dar nombre a las erosiones incipientes (o mayores) que las aguas inferían a las tierras…

“Garr, karr” es el arrastre, el desplazamiento de materiales sobre sí mismos o sobre otros y “caba”, que dio la “cava” latina y no tiene nada que ver con un supuesto “keu” indoeuropeo que creen que llamaba a las hinchazones, es una oración vasca compuesta por “ka”, ausencia, vacío y “bæ”, abajo, es decir, un hueco por debajo de la rasante, lo que hacen de la cárcava, un hueco por arrastre; más claro, imposible.

Para explicar el “légamo” se van al celta, donde dicen que debe haber una raíz tal que “lega” que se refiere a la formación de una capa.

“Leg” es en euskera un árido de composición variada y “amo” como sufijo, se refiere a algo desprendible, no monolítico, así que el légamo es la masa de arrastres fluviales poco consolidada, la vulgar zahorra. Ver El ADN del Euskera en 1500 partículas.

Y para el familiar “lodo”, se van al latín “lutum” que dicen provenir del IE “leu”, no encontrado, pero que dicen que debió existir y que significa suciedad…

Pero no es así, aunque andan cerca “lo” en euskera es quietud, paralización y verbo dormir, así que “lo du”, es lo que precipita cuando las aguas se frenan. Río arriba, muy arriba, fueron los arroyos (piedras); al bajar de velocidad en mitad del trayecto, fueron las barras de grijo, légamo y arena y al llegar a los remansos, el lodo, los materiales finos, algunos de tamaño coloidal… lo que se queda. Siguiente imagen.

Quedan la “rambla” y el “torrente”; de este último se explicaba hace poco en “Torrent” de este mismo Eukele.com, que era la evolución del original “torr ende”, compuesto por “torr”, otero de laderas pronunciadas y rematado con “ende”, consecuencia, producto, secuela, que venía a ser la canalización que producen las lluvias impetuosas en un entorno propenso, con materiales deleznables y pendiente acusada.

En cuanto a la “rambla”, recordando la inexistencia de voces que comiencen con “r” en euskera, es posiblemente la parte terminal de un torrente y de sus barrancos, comenzando por “arra n”, donde “arra” se ha explicado como rozadura, hendidura y la “n” hace de genitivo, “lo de la hendidura” y terminando por “pala, pla, bla”, planicie, explanada, es el abanico aluvial, la extensión en pendiente más suave cuanto más lejos del barranco, esos enormes pasillos que hemos tratado de constreñir desde la más profunda antigüedad (ver muro ciclópeo de la imagen) para cultivar sus márgenes, cuando no hemos creado sobre ellas las grandes avenidas y bulevares (ramblas de Barcelona, Alicante o Parque de Cartagena…).

 

En resumen, el mundo torrencial era conocido, se convivía con él y se ponía nombre a sus elementos mientras la memoria colectiva respetaba su inusual furia, dejando amplios márgenes para que desatara en ellos su potencia, pero pronto hará dos siglos que las máquinas, el acero y el hormigón nos han hecho creer que esa cólera podía contenerse y el olvido del significado de palabras antiguas ha colaborado a esa absurda pretensión de dominar las aguas enfrentándose a ellas.

La avalancha queda para otro día.

Sobre el autor

Javier Goitia Blanco

Javier Goitia Blanco. Ingeniero Técnico de Obras Públicas. Geógrafo. Máster en Cuaternario.

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