Acaba de sentarse Donald en el salón oval de la Casa Blanca y esta palabra ocupa las primeras páginas de la prensa de todo el mundo en castellano, mientras las comunidades inglesa, francesa, árabe y china lo llaman “tariff, tarif, altaerifa, guānshuì…”
¡Vamos, que algo parecido a la tarifa es lo copiado por casi todos!
La voz, arancel, no es nueva de manera que, a principios del siglo XVII, Covarrubias la definía como el decreto que ponía tasa a los productos y al pecunio de los jueces, haciéndolo derivar de “rancel”, voz que no se ajusta a cómo se llama a los decretos (“ramsi”), con lo que parece una explicación engañosa, cuando los árabes usan “al taerifa” para referirse a los verdaderos aranceles.
Desde entonces toda la erudición le copia en un ejercicio vergonzoso de renuncia a la inteligencia y siguen asignándola al moro, aunque ahora expliquen que se origina en “inzal”, alojamiento, inventándose que era una tasa que se cobraba a los civiles que no querían alojar soldados (acoger pupilos, “junud”) en sus casas.
Todo lo que gira en torno a esta voz suena a improvisado, inconsistente, basado en ideología pro árabe y a poco rascar, se percibe que renuncia a indagar el verdadero contenido de las voces, dejando sin llegar al fondo de un patrimonio riquísimo al recurrir permanentemente a atajos que distraen a nuevos posibles investigadores.
Además, al asignar su origen a la dinámica posterior a la “Hégira”, lo que niega un uso anterior de la voz, desisten de buscar en yacimientos anteriores al siglo octavo, como si una palabra conservada milenios no valiera tanto como un párrafo escrito por individuos que en su tiempo pudieron ser tan reaccionarios como los actuales “Fake Chat Makers” y sus mensajes además de ser falsos, fueran inductores de un error mantenido durante siglos.
Por eso, lenguas como el euskera, abren continuamente nuevos yacimientos de información que invitan a investigar recurriendo a la combinación de etimologías no imaginadas con disciplinas científicas y técnicas. Un ejemplo podría ser el análisis de los comienzos de la agricultura y de las primeras organizaciones civiles que facilitaron el que grupos incipientes se arrogaran el cuidado de parcelas de tierra, en tanto que otros grupos controlaran el cumplimiento de lo pactado: El germen de una sociedad compleja que acabaría siendo sedentaria.
Desarrollar este planteamiento exige tanto el disponer de vastos conocimientos de agrología, geografía, ecología, zoología y veterinaria (entre otros), como el dejar de apoyarse en modelos como los sumerios o egipcios que ya manejaban una agricultura compleja y desarrollada, quizás con cinco mil años de experiencia y su correspondiente desarrollo técnico y lingüístico.
Esto quiere decir que es necesaria la abstracción, pero una abstracción fundada en pilares sólidos y replicables; un viaje hacia atrás que es difícil de acometer sin duras experiencias previas que no suelen acabar en éxitos. Es importante que el investigador haya promovido participado o conocido de primera mano -siquiera- en algún ensayo de colonización agraria, esto es, partir de un terreno “bravo” y tratar de convertirlo en una parcela productiva, ejercicio que ayude a trazar unas bases que nunca se han planteado, de cómo pudieron ser los principios de la agricultura en tiempo y medios.
Nuestra experiencia familiar de transformar un solar urbano[1] de apenas 800 metros cuadrados en lo que se llamaba “el Gran Bilbao” en un “huerto familiar” en los ochenta (siguiente imagen), luego, la de ordenar y poner en producción de frutales una parcela rústica de cuatro mil en Castilla (al comienzo del siglo, segunda foto con los arbolitos en su primera flor) y la definitiva de tratar de recuperar uno de los 20.000 caseríos vascos abandonados (casa y cinco hectáreas), iniciado hace una docena de años, ha sido determinante para entender lo difícil que hubo de ser el proceso de pasar de un sistema nómada a uno sedentario, los sólidos conocimientos que se hubieron de tener, la incidencia que ese proceso milenario hubo de proyectar en la antropología y en el necesario entendimiento entre grupos humanos que se hubo de poner en marcha para que esta nueva forma de gestión del medio se consolidara.
Para iniciar el mínimo proceso agrario, es necesario disponer de suelo fértil y sin masa vegetal que impida el arraigo y dispute nutrientes, agua y sol a las nuevas semillas.
Esto, que parece una cuestión de Perogrullo aplicándolo a escalas de “jardín de adosado”, se torna de máxima dificultad en cuanto la dimensión aumenta, así que, para correr un ejemplo, se pueden plantear dos entornos ideales en los cuales se pudo iniciar con éxito aquel experimento agrario inicial.
Uno pudo ser un glacis o suave ladera de deposición con una cubierta vegetal densa y compleja que sobre los derrubios hubiera aportado el componente orgánico que generan árboles, arbustos, hierbas y plantas epífitas y de otros tipos a lo largo de los siglos.
Otro pudiera haber sido una terraza fluvial con sus barras sedimentarias en la orilla y sus bancos de aluviones más arriba, en la cual, la vegetación “de galería” no está tan arraigada como en el primer entorno, los suelos son sueltos y el componente orgánico es aportado en las crecidas del río.
Ni que decir tiene, que las cuestas, páramos y otras fisiografías más movidas, no habrían despertado interés hasta que las más fáciles hubieran sido agotadas; lo lógico es que caza y ganadería extensiva se hubieran desplazado a estas zonas agrestes, con solo incursiones esporádicas y consentidas a las áreas agrarias, para reducir los restos inaprovechables de las cosechas[2].
Aquí es necesario abrir un paréntesis para explicar que en amplias zonas montanas de España, Portugal, Francia, Suiza, etc. se han descubierto repetidos indicios de unas estructuras circulares de entre 30.000 y 200.000 metros cuadrados, que en la zona vasca disponían de un monolito pétreo central y -posiblemente- un hogar o fogón y que se cree que en época prehistórica eran cesiones para un uso privativo del suelo que aquí se conocen como “seles[3], sarobes o bordas”.
En los ambientes académicos se asume que estas estructuras solo funcionaban en zonas de montaña, porque es en estos entornos donde se han encontrado los únicos indicios de su trazado circular y se enseña que su funcionalidad se limitaba a la ganadería basándose en el escaso potencial agrario del suelo en esas zonas, pero nunca a nadie se le ha ocurrido pensar que el comienzo de la aventura agrícola en los suelos ricos y llanos, también hubo de iniciarse bajo formas circulares, como circulares eran también las chozas, los rediles y los corrales.
En la imagen, un círculo de tala y quema en la selva amazónica.
Porque el círculo es el cierre más corto para una superficie dada, el más económico y el más fácil de levantar y proteger.
Incluso es relativamente fácil de trazar un círculo en un terreno con vegetación densa, recurriendo al sistema de “la cuerda”, consistente en realizar un triángulo isósceles muy obtuso portado por tres peones que lo mantienen tenso y van clavando estacas para marcar los vértices según corren en un sentido para acabar trazando un círculo casi perfecto como en el esquema adjunto, talando solo un estrecho pasillo.
Esta modalidad de periferia de parcela formando círculos que se iban cercando para limitar el daño por fauna silvestre o doméstica, una vez cerrados se llamaban “esi” (cerco) y se implantaban separados entre sí con amplios pasillos entre ellos, “esi tarte” (“estarte”, entre cercos), concepto que acabó en dar la estrada y la “strata” romana y que pudo durar milenios.
El espacio circular se iba roturando y desarraigando por el grupo colonizador y cuando el suelo ya era laborable, se llamaba “sel”, voz que con el artículo suena “sel a” y el conjunto o entorno amplio es “selai”[4], donde la “i” es el sufijo pluralizador.
Milenios con este tipo de agricultura hubieron de llevar a que los seles de tierras llanas y fértiles acabaran pagando algún tipo de rentas a los anteriores usuarios ocasionales del territorio (cazadores, recolectores y pastores) que resultaron perjudicados si querían evitar sus venganzas. Por eso se postula que “aran cel”, literalmente, “sel de llanura”, pudo ser el nombre original de un impuesto que se pagaría en especie, servicios o metal y que quedó fijado al modelo circular de parcela.
Pero en esas tierras llanas, fértiles y profundas, con el paso de los milenios se acabó imponiendo la agricultura ortogonal con sus sendas, almacenes, sistemas de drenaje y de riego para conseguir el aprovechamiento radical de todo el suelo, dando un teselado como el de la huerta murciana o las parcelas gallegas y olvidándose los inicios circulares, que quedaron solo para las tierras pobres y difíciles de las montañas.
En la última imagen de Sig Pac, zona de Barazar entre Bizkaia y Alaba, donde las formas de antiguos seles de 225 y 325 metros de diámetro se siguen conservando entre las nuevas parcelas preferentemente rectangulares. En las zonas llanas han desaparecido.
[1] Por no llamarle vertedero.
[2] Algo como lo que he visto con frecuencia en la huerta murciana, donde densos rebaños de cabras, “limpian” las parcelas en que se han retirado los frutos, devorando los bastos y otros residuos y regándolas con sus heces y orinas.
[3] Ver trabajo de Iosu Etxezarraga Ortuondo
[4] Zelai es hoy en día una voz común y un descriptor de terrenos agropecuariamente explotables, partiendo de «zela»; raso, despejado.