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Hórreo

Los hórreos no entran en la historia hasta el siglo trece, pero se perfeccionan, enriquecen y multiplican en las regiones del Norte con la llegada del maíz de América a partir del siglo XVI.

El nombre de estos graneros o almacenes elevados “exentos” de las viviendas rurales, es objeto de mil elucubraciones, algunas cómicas, aunque su análisis a través del Euskera sea inmediato y certero a partir de “or”, elevación y “ego-eho”, estancia: Almacén elevado.

Portada, hórreo cerca de Durango.

Aunque ya no se usen para su función inicial, la abundancia vigente de estas construcciones en Asturias y Galicia que se rebaja hacia el Este y Sur, con apenas una veintena en Cantabria, otra veintena en el País Vasco, solo una docena en Navarra y algunos elementos en León y Portugal, ha devenido en que se asimilen -casi exclusivamente- a la zona noroccidental española, si bien hace dos o tres siglos debieron ser mucho más comunes (en Euskadi se conocen hasta 4.000 supuestas ubicaciones).

También conocidos en Suiza y algunas zonas de Alemania, la mayor parte de los estudios desarrollados se han limitado a las dos primeras regiones españolas citadas. El caso es que en el lenguaje vasco rural (hasta hace unos cincuenta años) se conocían como “garai-garaige”, literalmente, lo elevado, pero actualmente se impone el Batúa con su generalización empobrecedora, llamándole “aletegi, azitegi…”, semillero, así que quien no haya conocido directamente la vida tradicional (ya desaparecida) en el caserío o quien busque las primeras acepciones de los diccionarios, probablemente ignore las formas “or eho” y “garaige”.

Corominas, referente para muchos, no se atrevía a buscarle etimología, aunque la Real Academia lo asignara precipitadamente al “horreum” latino (voz que se usaba a veces como alternativa de la principal, “thesaurus”, para llamar a los almacenes), que era frecuente en los campamentos permanentes como se puede ver en los pilares de apoyo de las ruinas del enorme almacén de Housestead, cerca de la muralla de Adriano en esta población de Northumberland.

Hay aún algún hórreo (“granary”) conservado con esfuerzo en el Reino unido y su hechura recuerda a la de Housestead, con pilares de piedra muy juntos y que apenas se elevan dos pies del suelo, lo que posiblemente era suficiente para conjurar la impenitente humedad y hace suponer que los roedores y otras amenazas se resolverían con otros métodos.

Volviendo a la etimología, Joan se abstenía quizás por discreción, pero otra lingüista actual que firma EP, se prodiga en desvaríos en una página sobre etimología, cuando va de babor a estribor, queriendo -tan pronto- que venga de “far”, harina, a través de “farreum”, recurriendo al indoeuropeo para inventar que la cebada pudiera ser “bhares”… o gustarle más la forma clásica de la cebada, “hordeum”, que según las leyes fonéticas pudo ser “fordeum” y emparentarla con la horchata (que ya hace tiempo quería  esta sabia -copiando a otros- derivarla de la cebada en vez de hacerlo del proceso a que se somete la suculenta chufa e ignorando que “orre txata”, donde la “e” se subsume, lo entiende un párvulo de ikastola como “pasta machacada”, el primer paso para hacer la horchata antes de añadirle el agua y la miel)… aunque ya la venden machacada.

¿Y por qué no sacarse del IE otro invento como “ghers”, supuesto “erizado” que le sirve para comparar las barbas o aristas de los granos de cebada con los pinchos de un erizo?… Obviamente, ignorando que “eri ʤo”, sin quitar ni poner nada, dice en vasco “el que hiere” y no hay que especular con el “hericius” latino, obvio préstamo del vasco, que no hay latino que lo explique ni que entienda la relación de “ghers” con huerto, otro préstamo del Euskera a partir de “u ert”, orilla del agua, ribera, donde se crearon las primeras huertas…

En fin, una locura de manipulaciones para pretender sacar del Latín algo que no posee para las voces antiguas[1], la Semántica o capacidad de nombrar coherentemente a objetos, acciones, adjetivos y adverbios… y poder explicarlo.

Todas estas cuestiones son imposibles de resolver recurriendo a la bibliografía, un entorno de clientelismo de endogamia de siglos que pretende que el conocimiento y la ciencia comenzaron con la civilización clásica y se enfada cuando alguien aporta otras posibilidades.

Para despachar estas profundas cuestiones es necesaria una inmersión, mejor una abstracción en la forma de vida anterior al sedentarismo permanente, un paréntesis -de quizás 10 ó 20 mil años-, durante el cual, nuestros antepasados alternaban ensayos agrícolas con el recurso siempre seguro de la ganadería nómada y aparte de llegar a conocer los ciclos y peculiaridades de vegetales adecuados y de domar animales útiles transformándolos en ganado, tuvieron que inventar herramientas y sistemas de preservación de semillas, materiales valiosos y manufacturas en lugares seguros y a veces para que aguantaran periodos de varios años hasta la siguiente visita.

El hórreo es una solución tardía, pero antes desarrollaron la inversa, la excavada en lugares secos, el “silo”, cuya forma original vasca, “zülo”, se tapaba con una losa troncocónica ajustada mediante talla y sellada con arcilla; la primera aplicación mobiliaria prehistórica de la piedra aparte de los altares[2], que dio el “sil ar”, piedra del silo, luego tomada como sillar o piedra angular para edificios nobles. Esta nueva versión de “zulo” se hizo conocida en los años 80, cuando la banda ETA recurrió a los bidones enterrados para esconder armas, dinero e informaciones.

Tanto el silo como el hórreo han sido extensamente usados y la permanencia de nombres similares a estos en regiones lejanas, sugiere que antes de que el latín se convirtiera en la lengua administrativa de muchas de ellas, ya se usaban estos nombres, aunque hasta los propios vascos hayan perdido su enlace con ellos.

 

[1] Si la tiene para los neologismos, especialmente para los posteriores al Imperio.

[2] De “altu ar”, piedra elevada

Sobre el autor

Javier Goitia Blanco

Javier Goitia Blanco. Ingeniero Técnico de Obras Públicas. Geógrafo. Máster en Cuaternario.

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