Ya no pasan componedores por las calles ofreciéndose a quitar mellas y poner parches a las ollas de cobre, así que muchos de los jóvenes de menos de setenta años, puede que no les suene mella ni parche, porque a mediados del siglo pasado, olvidadas hace tiempo espadas y sables, una mella no era como decía Covarrubias, un “defeto” en la cuchilla, sino un bollo en un puchero.
Voz común en España (“mela” en gallego y portugués, “malle” en Euskera), no vuelve a ser parecida en ningún romance ni otras lenguas cercanas, Corominas sugería (pero sin insistir) en que el vasco “me hail” pudiera estar en el origen…, prefiriendo el celta que llamaba así al pecado, asimilando defecto a pecado.
Debiera haber insistido, porque la raíz adjetiva “me” (ahora “mehe”) y verbal “metu” (adelgazar, laminar) son la base de la metalurgia y el alma del metal (que no viene del griego “metallion”, mina), sino del Euskera “me (t) ahal”, potencialmente laminable, como eran -incluso en frío- los primeros metales conocidos, oro, plata, cobre y zinc, que se encontraban “nativos” y no había que buscar filones en las minas.
Las melladuras en pucheros o en corazas -como la de la imagen de portada-, estiraban y reducían el grosor de la lámina, con lo que la olla perdía caldo o la coraza salvadora molestaba al portador con sus bollos, por lo que se imponía su alisado por el chapista.
El nombre “mella” no es sino contracción de “me eilla”, donde “me” es el efecto de estiramiento y adelgazado y “eilla” es el participio del verbo que transmite la acción, describiendo una porción adelgazada, que generalmente mostraba un abombamiento y a veces, desgarro por el esfuerzo soportado.
De aquí es oportuno pasar al nombre común “camello”, que los lingüistas no son capaces de atribuir con decisión a “alguna lengua semita” (arameo, hebreo…?) que tomada por el latín habría dado en “camellus” y en las formas actuales muy parecidas en casi todas las lenguas cercanas.
Por ahora es difícil aventurar el marco temporal en que grupos de pastores que usaban una lengua parecida al Euskera, recorrían los grandes pasillos herbáceos entre las tierras altas de Asia y las llanuras europeas en las que eran corrientes los camellos salvajes como el de la siguiente imagen, pero no es aventurado suponer que el nombre más adecuado para ese animal tendría que ver con las jorobas de su espalda que en las épocas de hambre se arrugaban como odres vacíos, así que “gan mella”, abombamientos superiores, los describía a la perfección.
La fusión de “n” y “m” y el ensordecimiento de la “g”, acabaron en “camella”.
Imagen de Camellus ferus