Aunque en toda España solo haya tres lugares llamados “Jardín” a secas, hay más de cien que se llaman El Jardín[1], pero también hay numerosos Los Jardines, Monjardín, Collado de los Jardines, Serra de Cal Jardí o varios Arroyo del Jardín, Barranco del Jardín (y de los Jardinillos), Cañada del Jardín, Cerro del Jardín y de los Jardines, hasta sumar casi quinientos de lo más variado.
También hay un Arroyo Jardín en Béjar y un Río del Jardín en el extremo meridional de Albacete, que fui a visitar durante la primavera húmeda del 2011.
Este río bellísimo (a pesar de lo intensamente humanizado de su álveo y riberas, de las carreteras, huertas, piscifactoría y el viejo ferrocarril, ahora vía verde…) que nace en la Laguna Ojos de Villaverde, me sopló al oído que jardín no es una voz francesa como dicen los cartesianos etimologistas copiando a sus colegas gabachos; voz que arranca de un imaginario “*hortus gardinus” formado con raíces fráncicas tales que “*gart, *gardo…”, cerramiento (¿?) que se lleva registrando desde el siglo XII y que responde a la (estúpida) idea de que un jardín ha de estar cerrado por muros. Ver foto aérea de la pedanía Jardín y un tramo de este río totalmente explotado como huerta intensiva.
Jardín a secas, en el burgalés río Cega y en Mascaraque, en entornos riquísimos en aguas freáticas, pero también en la cima de la Sierra de Tivissa en Tarragona, un jaral antaño impenetrable, que los excesos de los últimos siglos han pelado, confirman por adelantado lo que se dice más delante de su significado y etimología. Mapa siguiente.
O en la montaña de Huesca, otro bosque esciófilo muy denso.
Para empezar, se pueden mostrar docenas de razones, como que en medio de La Mancha, a tres kilómetros de La Solana está el Llano del Jardín, donde los infinitos pozos cartografiados anuncian que antaño esa zona que ahora se debate entre si seguir siendo un erial de viñas de secano o apretar los olivos en marco de “cinco” y regarlos… antes de vez en cuando se encharcaba y -seguramente- creaba un matorral impenetrable que dio con los siglos un suelo profundo.
Así de evidentes son los topónimos que relacionan “xar di in”, la voz original que ha dado en jardín y que nada tiene que ver con muros o vallas, sino con formaciones vegetales arbustivas pero muy densas, una modalidad de jarales (que en las zonas frescas no son como los de la jara casi xerofítica actual, sino de jaras hidrófilas) que está formada por “xar”, el precursor de la jara, cuando la jota no era aún una consonante con derechos; una formación arbustiva relativamente amigable, fácil de escrutar y circular, complementada por el sufijo “di”, pluralizador y el adjetivo “in”, extenso, que aglutinado, describían aquí y allá los lugares como “amplios jarales”.
Este “xar di in” ha dado aquí y en Francia en “jardín”, siendo los vecinos los primeros en escribirlo para que nuestros “notarios de la lengua” certificaran que, puesto que primero se encontró en papeles franceses, ¡es francés!. Imagen de portada; jardín basado en arbustos y agua.
La lengua francesa está repleta de préstamos de un euskera tan cercano como desconocido y que en un proceso parecido al del castellano, han sido asignados arbitrariamente lenguas que van del persa al celta, del latín al griego o del godo y germánico al árabe. El francés, mucho más voluble que el imperturbable castellano, tiene más difícil acercarse a sus orígenes para comprobar las analogías con el euskera.
Los jardines -primero- de monasterios, abadías y cenobios, luego de palacios y “chateaus” y finalmente de urbes y ciudades, se trazaron remedando a alguno de los dos ambientes citados, los frescos jarales de algunas riberas o los escondidos bosquetes relictos que solo los cazadores y tramperos conocían, reproduciendo entornos con una luz particular, con amplia visibilidad, plantas siempre verdes y dominio de la armonía como recuerdos “a escala” de sus grandes extensiones de antaño.
Con la huerta pasa algo parecido; la obsesión latinista lleva a los dóciles eruditos a reproducir que huerta es la evolución natural del “hortus” latino, huerto, nacido de la nada… o acaso del “orthos” griego (escuadrado). Planteando como ley fonológica, que la “o” original evolucionó al diptongo “ue”, para hacer el huerto y la huerta que solo quedan en el castellano y siciliano (“urturu”).
Pero esta vacilación no es exclusiva de los latinistas, porque los propios germanistas, quieren que “orchard” del inglés, que se pronuncia “uchet”, lo llevan al proto germánico “*urtiz” para asimilarlo al latino “ortus”, cuando la lengua vasca describe milimétricamente “u erta”, como lo cercano al agua, la barra de sedimentos que dejaban los ríos tras las avenidas de Abril y en las que -sin duda- se ensayaron los primeros experimentos de siembra y plantío antes de pasar a la colonización de valles enteros, ramblas, cuestas, laderas y páramos.
Vamos, que el cambio ha sido al revés, de lo complejo y explícito (“u er..”) a lo simple pero inexpresivo “or”.
Huerta primorosa del “Impetuoso Queiles” cerca de Tarazona, donde me aficioné a la Toponimia con mayúscula.
[1] Ninguno de ellos en tejidos urbanos ni en palacios, sino de dos tipos de lugares de varias provincias como Orense, Oviedo, León, Zamora, Valladolid, Palencia, Burgos, Segovia, Zaragoza y Huesca; Albacete, Murcia… y hasta Alicante: Bien zonas montañosas con vegetación de matorral muy densa, bien lugares llanos y dotados de aguas freáticas, donde antaño hubo sotos cerrados y ahora regadíos intensivos.